Sombras de sangre

1469 Words
El amanecer no trajo calma. La cocina bullía más que nunca: ollas sobre el fuego, cuchillos golpeando madera, pan recién horneado llenando el aire con un aroma que se mezclaba con el humo de las antorchas. El calor era sofocante, y sin embargo, lo que me asfixiaba no era el fuego, sino las palabras que corrían de boca en boca. —Dicen que es hermosa como un amanecer sin nubes —susurró una de las muchachas, removiendo harina con manos temblorosas. —Y que no apartó la mirada del bastardo —replicó otra, más atrevida, sin siquiera mirarme. El silencio cayó de golpe. El agua hirviendo siguió borboteando, pero las voces se apagaron como si alguien hubiera arrojado ceniza al fuego. Los más jóvenes se encogieron de hombros, incómodos, mientras los mayores alzaron la vista hacia mí con un gesto de advertencia. El título que me daban no era nuevo. Bastardo. Me lo habían lanzado tantas veces que ya parecía otro nombre propio. Pero escucharlo unido a ella… eso era distinto. Que alguien se atreviera a decir que la prometida del heredero había mirado al hijo sin nombre no era solo un rumor: era un sacrilegio. La anciana que me crió se acercó despacio. Me golpeó la nuca con el dorso de la mano, lo justo para recordarme quién era y qué debía hacer. —Limpia y calla, Bais. Las paredes escuchan —murmuró, sin dureza, pero con ese tono que no admitía réplica. Obedecí. Metí las manos en el agua helada y froté la jarra hasta que mis dedos dolieron. Las llamas crepitaban, los cuchillos seguían cortando carne, pero todos fingían que nada había pasado. Nadie se atrevió a repetir el comentario. Aun así, lo escuché una y otra vez en mi cabeza: La prometida miró al bastardo. Un segundo de sus ojos sobre los míos, y ahora era historia en los pasillos, cuchicheo en las cocinas, susurro en los corredores. Yo sabía lo que significaba: los dioses no necesitan guerras para encender hogueras; basta una mirada. Y esa hoguera ya había comenzado a arder dentro de mí. El rumor del acero chocando contra acero me sacó de la cocina. Afuera, en el patio, los jóvenes del clan practicaban con espadas de madera. El aire olía a sudor y tierra húmeda; el suelo estaba marcado por huellas, como si cada golpe dejara cicatriz no solo en la arena, sino también en quienes lo daban. Me quedé a un lado, con los brazos cruzados bajo la capa. No necesitaba participar; nadie me invitaba, nadie me excluía. Era como siempre: presente e invisible. Entonces apareció él. Mi hermano. El legítimo. Entró al patio con la seguridad de quien cree que hasta el sol se levanta para mirarlo. Llevaba el cabello recogido en una trenza suelta y la espada en la mano, brillante como si la hubieran pulido solo para ese instante. Los murmullos se apagaron apenas puso un pie en la arena. —¿Preparados? —preguntó, y no fue una pregunta: fue una orden disfrazada de cortesía. Los muchachos se cuadraron al instante. Yo lo observé, intentando que mi rostro no mostrara nada, aunque dentro de mí las palabras de la cocina seguían ardiendo. Fue entonces cuando sus ojos me encontraron. —Tú —dijo, señalándome con la espada. Un murmullo recorrió el grupo. No solía dirigirse a mí en público, y menos de ese modo. —¿Vienes a fregar ollas o a demostrar que aún tienes brazos? —su tono era ácido, como siempre que buscaba exponerme. Los demás rieron, algunos nerviosos, otros con ganas de ver sangre. Yo respiré hondo. Podría haber bajado la cabeza, fingir que no escuchaba. Pero no lo hice. —Los brazos me sirven para ambas cosas —respondí, con calma. Su sonrisa se ladeó, una media luna de veneno. —Entonces ven. Que no se diga que rehúyes un reto. Un muchacho me lanzó una espada de madera. La atrapé al vuelo. Su peso era liviano comparado con la carga que ya llevaba en el pecho. Nos colocamos frente a frente. El círculo de curiosos se cerró alrededor, expectantes. Su mirada ardía con una mezcla de desprecio y desafío. La mía… con todo lo que me obligaba a callar. El primer golpe vino de él, rápido y preciso. Lo esquivé, el eco del impacto retumbando en mis huesos. El patio se llenó de gritos de aliento, de apuestas murmuradas, de tensión suspendida. No era solo un entrenamiento. Era una guerra que llevaba años gestándose, y todos lo sabían. El aire olía a hierro y sudor, cargado con la expectación de quienes nos rodeaban. El eco de cada golpe retumbaba contra las paredes del patio como si fueran tambores de guerra. Yo mantenía la guardia alta, mi hermano atacaba con ímpetu, y el círculo de jóvenes contenía la respiración. Entonces, un murmullo distinto cruzó la multitud. Un silencio repentino, de esos que pesan más que el ruido. Lo sentí antes de verla. Ella había llegado. La prometida. Se detuvo en el borde del patio, flanqueada por dos doncellas. El sol, oculto hasta entonces entre nubes, eligió ese momento para atravesar el cielo y encender su velo como una antorcha blanca. Mi hermano la vio enseguida. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no era para los hombres del clan, ni para el consejo, sino para ella sola. Esa sonrisa lo hizo avanzar con más fuerza, como si necesitara mostrarle que ningún bastardo podía medirse con él. Yo también la vi. La vi y me condené otra vez. Su mirada se detuvo en nosotros, fija, clara, como si midiera cada golpe. No había temor en sus ojos, tampoco indiferencia: había algo más, un brillo que no me pertenecía pero que me atravesó. Mi hermano redobló los ataques, buscando espectáculo. El suelo vibraba bajo mis pies, el público gritaba, pero yo apenas escuchaba nada. Solo sentía su presencia en el borde del patio, esa sombra luminosa que lo alteraba todo. Un golpe fuerte me sacudió la guardia. Apenas logré bloquearlo, y el impacto me recorrió el brazo hasta el hombro. Mi hermano sonrió satisfecho, seguro de que estaba a punto de humillarme delante de ella. Pero entonces, por un instante, nuestros ojos se encontraron. Los suyos, claros, firmes, sostenidos demasiado tiempo. Y ese segundo, bajo la mirada de todo el clan, bastó para encender la hoguera. No había grito, ni golpe, ni acero que apagara lo que se cruzó en ese instante entre nosotros. El silencio que nos envolvió duró apenas un instante, pero fue suficiente para que todos lo notaran. Mi hermano gruñó como una bestia herida y, con un golpe violento, me obligó a retroceder varios pasos. La madera de la espada crujió contra la mía, y el círculo de espectadores se cerró aún más, oliendo la tensión como perros alrededor de una presa. Los ancianos habían llegado. Los vi desde el rabillo del ojo, observando desde la escalinata, sus túnicas pesadas arrastrando polvo. Y, junto a ellos, ella. La prometida. Erguida, solemne, los labios apretados como si temiera pronunciar palabra. Sus ojos seguían cada movimiento, y eso bastaba para que mi hermano me lanzara golpes más feroces, más desesperados, como si necesitara demostrarle que todo estaba bajo control. Yo resistí. Cada ataque me quemaba en los brazos, pero en el fondo sabía que no era la fuerza lo que me sostenía: era la rabia. Rabia de ser negado, de cargar con un nombre prohibido, de que mi padre me borrara ante todos mientras la druida me había señalado como heredero. Cada embestida suya era un recordatorio, y cada bloqueo mío, una respuesta: sigo aquí, aunque quieras borrarme. Un golpe lateral me arrancó un gruñido. Sentí el sabor del hierro en la boca cuando los dientes me mordieron la lengua. El público gritó, dividido entre la admiración y la burla. Fue entonces cuando decidí no retroceder más. Apreté la empuñadura con ambas manos, desvié su espada con un giro brusco y avancé. No fue un movimiento limpio, pero bastó para que él perdiera el equilibrio. Por primera vez, la sonrisa de mi hermano titubeó. El círculo rugió de sorpresa. Nuestros ojos se cruzaron en ese segundo. Los suyos, llenos de odio y orgullo herido. Los míos, encendidos con una furia que no pude contener. El clamor del público se mezcló con la respiración agitada de ambos. Nadie habló, pero todos comprendieron que aquello no había sido un simple entrenamiento. Fue un recordatorio: la sangre puede negarse, pero no puede borrarse. Y mientras el sudor me corría por la frente y el peso de la espada temblaba en mis manos, supe que no había ganado nada. Porque al levantar la vista, allí estaba ella. Inmóvil. Observando. Y en sus ojos, la chispa de una historia que ya nos condenaba a los dos.
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