Las miradas que queman

1632 Words
El castillo dormía a medias. No había silencio verdadero entre sus muros: siempre quedaban brasas ardiendo, pasos de guardia, cuchicheos en las cocinas que nunca descansaban. Caminaba por los pasillos buscando aire, o tal vez huyendo del murmullo constante que se había instalado en mi cabeza desde la víspera. La prometida miró al bastardo. Esa frase seguía viva como una daga escondida bajo la ropa. Fue entonces cuando la vi. Niamh caminaba sola por el corredor largo que daba al jardín interior. Llevaba un velo claro recogido a la espalda y los pies se movían con un ritmo sereno, casi como si no tocara el suelo. No tenía doncellas a su alrededor, ni escoltas, ni testigos. Solo la penumbra y el sonido de su respiración. Me detuve en seco, con la espalda contra la piedra fría. Podría haberme dado la vuelta. Podría haber desaparecido como una sombra más. Pero mis pasos avanzaron sin consultarme. —Señora —salió de mi boca con un tono más bajo que un suspiro. Ella se giró despacio. La luz de una antorcha cercana bañaba su rostro a medias, y por un segundo creí ver sorpresa en sus ojos… pero enseguida lo ocultó tras una calma estudiada. —Sois… Bais, ¿verdad? —no lo preguntó, lo afirmó, como si ya lo supiera desde antes de poner pie en este castillo. Sentí un nudo en el estómago. Pocas veces escuchaba mi nombre en boca de otros; estaba acostumbrado al “bastardo”, al “sirviente”, a las palabras que muerden. En sus labios sonó distinto, como si fuera un nombre real. —Lo soy. —Me incliné apenas, recordando quién era ella y quién era yo. El silencio se extendió entre nosotros, pesado y, al mismo tiempo, imposible de romper. No era propio de una prometida detenerse a hablar con alguien como yo. Y sin embargo, ahí estábamos: dos imprudentes compartiendo un pasillo como si los dioses hubieran tejido el momento a propósito. —Este lugar es grande… pero sus muros escuchan demasiado —dijo, con un deje de sonrisa, como si hablara del castillo y también de nosotros. No encontré respuesta. Mi pecho ardía con la necesidad de decir algo, cualquier cosa, aunque fuera una mentira. En lugar de eso, asentí. Ella no parecía incómoda. Más bien… parecía curiosa. Solo duró un instante. La voz de una doncella se oyó a lo lejos, llamando su nombre. Niamh se enderezó, inclinó la cabeza con elegancia y siguió su camino como si nada hubiera pasado. Yo me quedé quieto, observando su silueta desaparecer hacia el jardín. Mis manos temblaban bajo la capa, como si hubieran sostenido un hierro al rojo. Ese encuentro no fue nada, y sin embargo lo fue todo. Un saludo, un nombre, un secreto compartido en un pasillo vacío. Y ya era suficiente para maldecirme otra vez. Me quedé quieto, observando su silueta desaparecer hacia el jardín. Mis manos temblaban bajo la capa, como si hubieran sostenido un hierro al rojo. Ese encuentro no fue nada, y sin embargo lo fue todo. Esa noche juré evitarla. Pero los dioses no escuchan juramentos de hombres. Al amanecer, el castillo se agitó como un enjambre. Se alzaron mesas en el salón principal, se colgaron estandartes rojos y dorados y se encendieron hogueras para combatir el frío húmedo. No era ya un banquete de bienvenida —ese lo tuvimos el día en que Niamh llegó—, sino una celebración que se repetía como un recordatorio: ella ya estaba aquí, destinada a convertirse en señora del clan Beleño. Yo me movía en las sombras, como siempre. Entre jarros de cerveza y bandejas de carne asada, mi lugar era servir, no sentarme. Y, sin embargo, nadie me había enseñado aún a cerrar los ojos. La vi entrar. Niamh avanzó por el salón con el paso firme de quien sabe que todas las miradas la siguen. Vestía una capa azul oscuro con bordados plateados, y su velo apenas rozaba los hombros. Los músicos detuvieron por un instante sus cuerdas, como si hubieran olvidado qué melodía debían tocar. Mi hermano se levantó de su asiento al verla, radiante con la seguridad de quien posee todo. Le ofreció el brazo, ella lo tomó, y juntos recorrieron el pasillo central entre aplausos. Él sonreía, orgulloso; ella, en cambio, guardaba un gesto medido, solemne, como si llevara una máscara. Me obligué a bajar la vista, a seguir llenando copas, a fingir que nada de eso me importaba. Pero fue inútil. En mitad del bullicio, su mirada me encontró. No fue un error. No fue casualidad. Sus ojos se detuvieron en mí más tiempo del que la prudencia permitía. Un segundo, dos quizá, en los que el mundo se detuvo. Sentí la jarra resbalarme en la mano y el calor de las hogueras convertirse en fuego bajo mi piel. No sonrió. No frunció el ceño. Solo me miró. Pero ese gesto bastó para quemar todos mis juramentos. El murmullo de la sala se reanudó, las copas chocaron, los ancianos brindaron por la alianza. Ella apartó la vista y volvió a posar los ojos en mi hermano, que alzaba la copa como si celebrara su propia victoria. Nadie notó nada. Nadie… salvo él. Lo vi en su media sonrisa, en el destello oscuro de sus ojos al girarse hacia mí. No dijo palabra, pero su gesto hablaba claro: “Lo vi. Y no lo olvidaré.” Tragué saliva y regresé a mi sombra. El banquete siguió, pero para mí ya no había música ni risas. Solo la certeza de que, frente a todo el clan, había cruzado un límite que los dioses habían escrito antes de que yo naciera. El banquete continuaba como si nada. Los ancianos discutían en voz alta, los hombres brindaban por victorias pasadas, y los músicos trataban de imponerse al bullicio. Pero yo apenas escuchaba nada. La sonrisa venenosa de mi hermano y aquella mirada de Niamh me seguían golpeando el pecho como martillos. Intenté refugiarme en la rutina: rellenar copas, apartar platos, esquivar empujones. Pero el aire estaba tan denso que costaba respirar. Fue entonces cuando sentí un roce, leve, como un ala rozando mi brazo. Giré, y allí estaba ella. Niamh había aprovechado el movimiento de las doncellas y el ruido de la música para acercarse a mí. No me miró de frente, como haría cualquier señora con un sirviente, sino de reojo, con un gesto tan calculado como peligroso. —Os vigilan —susurró apenas, sin mover los labios. La frase fue tan breve que podría haberla imaginado, pero no lo hice. Su voz me atravesó como un cuchillo envuelto en terciopelo. —Lo sé —murmuré de vuelta, sin atreverme a mirarla. Durante un instante, el mundo quedó reducido a ese secreto compartido. Ella se apartó enseguida, recuperó la distancia, volvió a su lugar al lado de mi hermano. A los ojos de cualquiera, nada había ocurrido. Pero para mí, sí. Ese aviso era una confirmación. Ella lo sentía también. No me habría advertido de no ser así. Y aunque sus palabras eran un recordatorio del peligro, en mi pecho ardieron como una promesa. El banquete terminó mucho después de que las copas se vaciaran. El salón quedó en silencio, salpicado de restos de comida y velas moribundas. Yo salí antes que los demás, con el corazón latiendo tan fuerte que casi me dolía. Necesitaba aire. Necesitaba no verla. Atravesé los pasillos hasta el patio interior. La lluvia fina caía sobre las piedras y el viento traía olor a mar. Apoyé las manos en el alféizar y respiré hondo, como si así pudiera limpiar mi sangre de todo lo que había sentido esa noche. Los dioses no escuchan juramentos de hombres. Era la frase que me repetía para no enloquecer. El sonido de pasos suaves en la piedra me hizo girar. Ella estaba allí. Niamh, sola bajo la lluvia, el velo pegado al rostro, la respiración entrecortada. No dijo nada al principio. Solo me miró. Y esa mirada era fuego en mitad de la tormenta. —No debéis estar aquí —alcancé a decir, aunque mi voz sonó más a ruego que a orden. —Vos tampoco —respondió, sin apartarse. Un relámpago iluminó por un instante el patio. El mundo quedó blanco, y en ese destello vi todo: la profecía, la condena, mi hermano, los ancianos, el mar que rugía detrás de los muros. Vi su rostro, tan cerca del mío que podía sentir el calor de su aliento. —Nos están mirando —susurró. —Que miren —escapé antes de poder callarme. No sé si fui yo quien dio un paso o ella, pero de pronto nuestras frentes estaban a un soplo de distancia. El ruido del castillo desapareció. Solo quedaba su respiración y la mía, mezcladas en la lluvia. Por un instante, el universo entero se redujo a ese espacio entre nuestras bocas. No la besé. No podía. Y sin embargo, ese segundo fue más peligroso que cualquier batalla. Ella retrocedió un paso, temblando. —Esto nos va a destruir —murmuró. —O a salvarnos —contesté, sin reconocer mi propia voz. Sus ojos brillaron, y antes de darme tiempo a entender si era miedo o deseo, se volvió y desapareció en la penumbra, dejando tras de sí un hilo de perfume y un abismo en mi pecho. Me quedé solo, bajo la lluvia, con las manos abiertas como si aún pudieran atraparla. Y entonces, en la oscuridad del patio, la voz de mi hermano rompió el aire: —Hermoso espectáculo, bastardo. Giré. Allí estaba él, apoyado en la columna, los ojos como cuchillos, habiendo visto más de lo que debía. No dijo nada más. Su sonrisa bastó para prometer guerra. La lluvia siguió cayendo, pero yo ya estaba ardiendo.
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