La lluvia había lavado el patio, pero no mi cabeza. Dormí poco y mal; cada vez que cerraba los ojos veía la sombra de mi hermano en la columna y su voz clavándose como un hierro: “Hermoso espectáculo, bastardo.”
Al amanecer, la cocina ya hervía. Pasé junto a los calderos sin probar bocado. Las miradas me seguían como moscas: algunas curiosas, otras temerosas; ninguna inocente. Cuando una palabra decide hacerse piedra, rueda por los corredores sin que nadie la empuje.
La anciana que me crió dejó una jarra frente a mí.
—Te buscan —dijo—. Mael te quiere en la Hoguera. Ahora.
El nombre me hizo enderezar la espalda. Mael no era cualquiera: voz vieja y pesada en el consejo. Si él me llamaba al fuego, no era para hablar del clima.
Crucé el patio con la capa todavía húmeda. El círculo de la Hoguera estaba en el extremo del castillo, donde el viento peina el mar y la piedra guarda memoria. Las brasas dormían, cubiertas de ceniza; aún así, sentí el calor en la cara. Mael me esperaba con dos ancianos más. No había protocolo ni trompetas, solo silencio.
—Llegaste —dijo Mael, y en su voz no hubo desprecio ni cariño: hubo peso—. El clan despierta con rumores. Anoche… te vieron.
No pregunté quién. No hacía falta.
—Mi señor hermano tiene buena vista —respondí.
El anciano más flaco chasqueó la lengua.
—No nos pongas a prueba, muchacho. Hay alianzas en juego.
Mael alzó una mano y lo calló.
—Las alianzas no arden si se alimenta bien el fuego —dijo, mirando las brasas—. Pero una profecía mal atendida puede quemarlo todo.
Noté cómo la piel se me erizaba.
—¿Llamaron a la druida? —pregunté.
—La Hoguera llama a todos —replicó Mael—. Y ya escuchó. Esta tarde encenderemos el fuego ante el consejo. Quiero que estés presente. Y que recuerdes quién eres, aunque otros lo nieguen.
Asentí. No había valentía en mi gesto; solo el vértigo de quien sabe que el suelo empieza a ceder.
—Una cosa más —añadió Mael, clavándome la mirada—. Si el rumor toca a la prometida, el clan no verá un muchacho y una muchacha: verá una ofensa. Y la ofensa pide sangre.
—Lo sé —dije. Y lo sabía. Pero también sabía otra cosa: que no fui yo quien encendió esta hoguera. Fueron los dioses, y empezaron por mi cuna.
Mael dejó caer un palo sobre las brasas. Un hilo de humo se alzó, recto, como una señal.
—Vuelve al trabajo, Bais. Cuando el sol baje, ven al fuego. El día será largo.
Me aparté del círculo con el pecho apretado. El viento traía olor a sal y a tormenta, como si el mar también quisiera presenciar lo que vendría.
El día se hizo largo, interminable.
Ni el sol tuvo prisa en cruzar el cielo, como si también quisiera ver mi caída.
Volví a la cocina, fingiendo normalidad. Cada golpe de cuchillo contra la madera sonaba como un tambor de juicio. Los sirvientes hablaban entre susurros que no necesitaban palabras para herirme: bastaba el silencio que dejaban cuando entraba.
Intenté concentrarme en lo de siempre: repartir pan, encender brasas, mantenerme invisible. Pero el pensamiento volvía una y otra vez, con el mismo peso: “Esta tarde encenderán el fuego.”
El fuego del consejo.
El que separa a los hombres de las sombras.
El mismo ante el que la druida pronunció mi destino cuando aún era un niño.
Las horas se hicieron lentas, como si el castillo respirara a la espera de un desastre. Afuera, el viento había cambiado; traía olor a mar y a tormenta. Dentro, cada rincón parecía observarme.
Al caer la tarde, una campana resonó desde la torre del consejo.
No necesitaba que nadie viniera a buscarme: sabía que era mi llamado.
Cruzando el patio, sentí cómo los ojos me seguían desde las ventanas. Nadie decía mi nombre, pero todos lo pensaban. El bastardo. El maldito. El que fue visto con ella.
El fuego ya ardía cuando llegué al círculo.
Las llamas altas, anaranjadas, proyectaban sombras en las caras arrugadas de los ancianos. A un lado estaba Mael, sereno. Al otro, Cairn, viejo enemigo de mi existencia, el más devoto defensor de mi hermano.
Mi padre no había venido.
Eso decía más que su presencia.
—Te hiciste esperar —dijo Cairn, con la voz cargada de humo.
—Esperaba el momento correcto para arder —respondí.
Un murmullo recorrió el círculo. Mael no sonrió, pero una chispa en su mirada pareció aprobar mi desafío.
—Silencio —ordenó, golpeando el suelo con su bastón—. El fuego hablará, no nosotros.
El viento cambió. Una ráfaga levantó las brasas y por un segundo creí ver la forma de un rostro en el humo: la druida. O quizás solo mi miedo.
Mael tomó un puñado de sal y lo arrojó a las llamas. El fuego rugió con fuerza.
—El clan Beleño pide claridad —dijo—. Rumores cruzan los pasillos, y las palabras pesan más que las espadas.
Cairn me señaló con un gesto seco.
—Este muchacho olvida su lugar. No hay destino que excuse su insolencia.
—No olvidé nada —dije, antes de que Mael pudiera hablar—. Solo cumplo lo que los dioses decidieron. Si eso os ofende, tal vez no debáis llamaros sus fieles.
El anciano dio un paso hacia mí.
—¡Cuida tu lengua, bastardo!
—Cairn —intervino Mael, firme—. El fuego no se enciende para apagar la verdad.
El silencio volvió, espeso. Solo el crujido del fuego y el rugido del mar marcaban el ritmo.
—¿Y qué dirás, Bais? —preguntó Mael al fin—. ¿Qué hiciste anoche?
No respondí de inmediato. Vi las llamas reflejadas en mis manos, negras de hollín.
—Nada que no haya sido visto por los dioses.
El fuego estalló como si respondiera.
Alguien entre los ancianos murmuró una plegaria. Cairn se santiguó, temblando.
Mael asintió despacio.
—Entonces que el fuego decida si eres su elegido o su castigo.
Y arrojó otra brazada de sal.
Las llamas se elevaron, azules esta vez.
El viento giró, golpeándome en la cara con un calor que quemaba y helaba a la vez.
Una voz, antigua, femenina, surgida del humo:
“La sangre negada será la que reine.
El amor prohibido, el que purifique.”
El fuego se apagó tan rápido como se había alzado.
Mael me miró con una mezcla de respeto y miedo.
Cairn se persignó tres veces antes de escupir al suelo.
—La maldición sigue viva —dijo.
Yo me quedé quieto. No supe si temblaba por el frío o porque, por primera vez, sentí que el destino me respiraba en la nuca.
Después del fuego, el aire del castillo me pareció distinto. Más pesado.
El consejo se disolvió sin palabras, pero las miradas bastaron para entenderlo todo: ya no era un sirviente, ni un bastardo… era una amenaza.
Caminé por el pasillo que llevaba a las cocinas con la capa empapada de humo. Nadie se cruzó conmigo, y aun así los sentía cerca, tras las puertas, murmurando. Las paredes de piedra son buenas para guardar secretos, pero peores para ocultar ecos.
“La profecía… volvió a hablar…”
“La prometida lo enredó…”
“Si los dioses lo eligieron, ¿qué será de su hermano?”
Las voces se colaban por rendijas, entre el ruido del viento. No veía rostros, solo sombras. Y en cada palabra flotaba su nombre: Niamh.
Quise negar lo que escuchaba, convencerme de que exageraban. Pero entonces, al girar una esquina, la vi.
Ella estaba al fondo del corredor, junto a una de las columnas del salón menor. No sola: dos doncellas y un consejero del clan Ardan la rodeaban, hablándole con premura. No alcancé a oír las palabras, pero vi la rigidez de su cuerpo, los labios apretados, el temblor de su mano sobre el velo.
No debía acercarme. Lo sabía.
Y aun así, mis pasos me traicionaron.
Cuando crucé el umbral, uno de los hombres se giró, sorprendido.
—No es lugar para ti, muchacho —dijo, con esa sonrisa de quien se sabe con poder.
—Solo cumplo mi tarea —respondí, sosteniéndole la mirada.
Niamh bajó la vista.
Su silencio pesó más que cualquier frase.
—No me interpondré —añadí, dando un paso atrás.
Ella levantó apenas la cabeza. Por un instante, nuestros ojos se encontraron y comprendí que ya había escuchado los rumores.
No necesitaba decírmelo: lo vi en la forma en que respiró hondo, como quien intenta ahogar un incendio.
—Vete, Bais —murmuró, tan bajo que solo yo pude oírlo.
Asentí, y obedecí, aunque mis piernas pesaban como si arrastraran cadenas.
Al alejarme, las voces volvieron a sonar detrás de mí, más urgentes, más duras.
“…debe mantenerse alejada…”
“…el bastardo no sabe su lugar…”
La puerta se cerró con un golpe seco.
Seguí caminando sin rumbo, hasta que el pasillo se abrió en una galería que daba al mar.
El viento traía olor a sal y un rumor lejano de olas golpeando los acantilados.
Me quedé allí, observando el horizonte apagarse.
Las brasas del consejo aún ardían en mi memoria, y aunque el fuego se hubiera extinguido… sabía que algo había cambiado para siempre.
El viento arreció cuando la noche cayó del todo.
Las antorchas del patio chispeaban bajo la lluvia fina, y el castillo dormía a medias, como si temiera soñar con lo que había escuchado durante el día.
Yo no podía dormir.
La sal del fuego aún me ardía en la piel.
El círculo de la hoguera seguía allí, envuelto en humo y silencio. Las brasas se habían apagado, pero el olor a madera quemada seguía vivo, igual que las palabras que el fuego había pronunciado.
Me arrodillé junto a la piedra central y pasé los dedos sobre la ceniza. Estaba fría, pero debajo aún había calor.
—La sangre negada será la que reine… —murmuré para mí.
Las palabras de la voz seguían retumbando en mi cabeza, como si hubieran sido tatuadas por dentro.
Una sombra se movió entre los árboles.
Giré, tensando el cuerpo.
Era Mael.
Su figura parecía más vieja que unas horas atrás, el rostro hundido bajo el resplandor débil de la luna.
—No deberías estar aquí, Bais.
—Tampoco tu, anciano.
Mael sonrió sin alegría.
—El fuego no calla del todo. Cuando los dioses quieren hablar, buscan oídos que aún no duermen.
—¿Y qué quieren ahora? —pregunté, sin atreverme a mirar directamente las brasas.
El anciano se acercó y dejó caer algo en mi mano: un trozo de madera ennegrecida, con símbolos tallados.
—Esto estaba en el fondo del fuego. Nadie más debía verlo.
El grabado era tosco, pero lo reconocí enseguida: el halcón plateado del clan Ardan, el de ella.
—¿Qué significa? —susurré.
—Que los dioses no bendicen alianzas vacías —dijo Mael—. Y que cuando una promesa nace manchada, otra debe romperse para equilibrarla.
Sus palabras me helaron.
—¿Hablas de Niamh?
Mael me sostuvo la mirada, sin responder.
—A veces, Bais, el fuego no destruye: revela.
Y lo que reveló hoy no se apagará con agua.
Dio media vuelta y se alejó, perdiéndose entre la niebla.
Me quedé solo, con el símbolo del halcón ardiéndome en la palma, y la certeza de que la profecía no había terminado: apenas empezaba a escribirse.
Detrás de mí, el viento sopló sobre las brasas, y una chispa roja se encendió entre la ceniza.
Por un instante, juraría haber oído su voz.
No la de Mael.
No la de mi padre.
La suya.
“Bais…”
Mi nombre, susurrado por un destino que ya no podía evitar.