No dormí.
O tal vez dormí demasiado, lo suficiente como para que los dioses encontraran el hueco por donde colarse.
La hoguera seguía encendida en mis pesadillas.
La veía rugir como si quisiera tragarse el mundo, y entre las llamas se formaba su rostro: la druida. Sus ojos eran dos carbones encendidos, su voz una mezcla de viento y ceniza.
“El que fue negado traerá la unión o la ruina.”
La frase se repetía una y otra vez, como una plegaria maldita. Cada vez que intentaba moverme, las llamas se abrían y me mostraban algo distinto:
un halcón envuelto en humo,
un anillo roto,
y a ella —Niamh— de espaldas, caminando hacia el mar.
Desperté empapado en sudor.
El fuego del sueño seguía ardiendo detrás de mis párpados.
Por un instante, juré que aún olía a sal y madera quemada.
Me levanté antes del amanecer.
Las piedras del suelo estaban frías, y cada paso parecía recordarme que lo del día anterior no había sido un sueño. La profecía no se apaga con el agua, y yo la llevaba dentro, como una antorcha encendida.
En la cocina, la anciana que me crió removía un caldero. No se sorprendió al verme entrar.
—Sabía que no dormirías —dijo, sin mirarme.
—¿Cómo lo sabes todo, madre?
—Porque te crié. Y porque los hombres que cargan con el fuego no descansan, solo esperan.
Se volvió hacia mí y me señaló una silla.
—Come algo. Los dioses se alimentan de los vacíos que dejamos.
Me senté. No tenía hambre, pero obedecí.
El silencio entre nosotros pesaba más que el humo del fuego.
—Soñé con ella —le dije al fin—. Con la druida.
La anciana dejó la cuchara en el caldero.
—Ella también soñó contigo —murmuró.
La miré, incrédulo.
—¿Qué dices?
—La noche antes de que nacieras —continuó—. Vino aquí, a la cocina. Dijo que en el vientre de tu madre había dos destinos: uno que salvaría al clan, y otro que lo destruiría. Y que solo los dioses sabrían cuál de los dos eras.
Sus palabras me helaron.
—¿Y mi madre lo sabía?
—No. Pero lo presentía. Por eso aceptó morir dándote la vida.
El sonido del fuego volvió a llenarlo todo.
Sentí que el aire se volvía pesado, como si las paredes escucharan.
—La druida no ha terminado contigo, Bais —dijo al fin, en voz baja—. Lo que viste no fue un sueño. Fue un aviso.
Me quedé callado. Afuera, la luz empezaba a filtrarse por las rendijas, gris y lenta.
El día nacía con la misma calma que precede a las tormentas.
El amanecer llegó envuelto en niebla.
Desde la cocina, vi cómo los primeros rayos de luz se estrellaban contra las torres del castillo sin lograr atravesarlas. Era como si el día también dudara de nacer.
Terminé el pan que esa mujer que me crio como una madre, me había obligado a comer y salí sin rumbo fijo, buscando aire.
Los patios aún estaban vacíos, las piedras húmedas. Pasé junto al pozo y rocé la cuerda con la mano, solo para sentir que algo en el mundo seguía siendo real.
Pensé en la druida. En sus palabras.
"El que fue negado traerá la unión o la ruina."
¿Y si el fuego no me mostraba un destino, sino una advertencia?
—Bais —susurró una voz detrás de mí.
Era Mael, cubierto con una capa oscura. Su mirada era grave, más que de costumbre.
—Ven conmigo —dijo—. No quiero testigos.
Lo seguí hasta las bodegas, donde el aire olía a humedad y piedra vieja. Las antorchas titilaban como si también temieran lo que íbamos a decir.
—Anoche no dormí —me adelanté—. Vi a la druida otra vez.
—No eres el único —respondió Mael—. El consejo también oyó su eco.
Se acercó a la mesa de piedra y colocó sobre ella el trozo de madera que me había entregado la noche anterior: el símbolo del halcón plateado, ennegrecido por el fuego.
—¿Sabes de dónde viene esto? —preguntó.
Negué.
—De los Ardan —dijo con voz ronca—. Lo confirmé esta madrugada. Uno de los míos habló más de la cuenta. Ese emblema no pertenece a ningún objeto ritual nuestro.
Me quedé mirando el halcón. Su forma parecía más clara que antes, como si el fuego lo hubiera pulido en lugar de destruirlo.
—Entonces… el fuego los nombró también.
—Sí. Y eso cambia todo. —Mael bajó la voz—. Si la profecía habla de unión o ruina, los dioses ya han elegido los hilos que quieren trenzar.
Entendí lo que no decía.
El clan Beleño y el clan Ardan.
Yo… y ella.
—¿Y si los dioses se equivocan? —pregunté, apenas en un susurro.
Mael me miró con la serenidad de quien ya ha visto caer demasiados reyes.
—Los dioses no se equivocan, Bais. Pero a veces, nos prueban hasta rompernos.
Guardó el trozo de madera en su capa.
—Olvida lo que te dije, al menos de puertas afuera. Si este símbolo cae en manos equivocadas, no habrá profecía que nos salve.
—¿Y qué hago con lo que sé?
—Lo mismo que el fuego hace con la lluvia —dijo, antes de irse—. Resiste.
Me quedé solo en la penumbra.
Y por primera vez, supe que el símbolo del halcón no era un presagio.
Era un destino.
Volví a la cocina antes del mediodía, como si nada hubiera cambiado.
El humo del fuego, el olor a pan, los cubos de agua en fila... todo estaba igual.
Solo que yo ya no era el mismo.
Los sirvientes iban y venían con prisas torpes, tropezando entre ellos, y cada uno evitaba mi mirada como si llevara el fuego en los ojos.
No los culpaba. Tal vez lo llevaba.
Mi madre de crianza me vio entrar y frunció el ceño.
—¿Otra vez con esa cara? —me soltó—. Si sigues así, los ancianos van a pensar que los dioses te están usando de almohada.
Sonreí, pero el gesto me pesó.
—Quizás ya lo hacen.
Me acercó una jarra de leche tibia y la dejó frente a mí.
—Bebe. No quiero verte con la mirada perdida cuando venga el señor a inspeccionar las cocinas.
Obedecí. La leche tenía el sabor de las cosas simples, de cuando aún no había símbolos ni profecías.
Por un instante, creí poder aferrarme a eso.
Pero entonces la oí.
Su voz.
Niamh.
Venía del pasillo que conectaba con el patio, nítida, serena, imposible de confundir.
—No hace falta, de verdad —decía a alguien—. Sé cuidar de mí misma.
Me quedé inmóvil, con la jarra entre las manos.
No la veía, pero el eco de su voz bastó para devolverme al fuego, al halcón, a la advertencia de Mael.
Unir o destruir.
Ella apareció un segundo después, acompañada por una de sus doncellas.
Vestía sencillo, sin los velos de los banquetes, y ese detalle la hacía parecer aún más humana… y más peligrosa.
Nuestros ojos no se cruzaron, pero el silencio que llenó la sala habló por los dos.
Mi madre se apresuró a hacer una reverencia.
—Mi señora.
Niamh asintió apenas.
—Busco al anciano Mael. Dijo que estaría aquí.
—No, mi señora —respondí, antes de pensarlo—. Salió hace poco, hacia el ala norte.
Ella se detuvo.
Y por primera vez, levantó la vista hacia mí.
No había reproche en su mirada, ni temor. Solo una calma extraña… como si también ella cargara un secreto que aún no podía nombrar.
—Gracias —dijo, y sus labios dibujaron una curva leve, casi imperceptible.
Luego se marchó.
El aire que dejó tras de sí fue distinto.
Pesaba, olía a sal y a tormenta, igual que el mar cuando el viento cambia.
Mi madre me miró con el ceño fruncido.
—¿Qué fue eso? —preguntó.
No respondí. No podía.
Porque su voz seguía en mi cabeza, mezclándose con las palabras de la druida.
“El que fue negado traerá la unión o la ruina.”
Y supe, sin necesidad de otro fuego, que la ruina ya había comenzado a escribirse.
El día se despidió sin sol.
Las nubes se tragaron la luz antes del ocaso, y el viento que venía del mar tenía ese tono que anuncia tormenta.
Dejé atrás el bullicio de la cocina y crucé el patio, guiado solo por el instinto. Nadie me detuvo. Nadie se atrevía a hacerlo últimamente.
Subí hasta el mirador que da a los acantilados. Desde allí el mundo parecía dividido en dos: tierra y agua, certeza y abismo.
El mar rugía con fuerza, golpeando las rocas como si quisiera borrar el castillo de la memoria del mundo.
Me apoyé en la piedra fría.
El trozo de madera con el halcón seguía en mi capa, y no pude evitar sacarlo.
El símbolo brillaba apenas bajo la luz moribunda, como si respirara.
Pensé en las palabras de Mael.
"Los dioses no se equivocan, pero nos prueban hasta rompernos."
Quizás eso era lo que estaban haciendo conmigo. Romperme para ver qué quedaba de mí.
Cerré el puño sobre el halcón y lo apreté hasta que la madera me arañó la piel.
El mar rugió de nuevo.
Por un instante creí oír algo más entre las olas.
Una voz.
Lejana, pero clara.
“El fuego no destruye, revela…”
La misma voz que escuché en el sueño, la misma que me habló en la hoguera.
La de la druida.
Miré al horizonte.
Entre la bruma, juraría haber visto una figura femenina, envuelta en un velo blanco, de pie sobre las rocas. No se movía. No parecía real.
Y aun así, supe que me observaba.
El viento sopló más fuerte, arrastrando un olor a sal y lluvia.
La figura se desvaneció.
Me quedé allí, solo con el rugido del mar, con el corazón latiendo como un tambor.
Sabía que, desde ese momento, nada volvería a ser igual.
La profecía no era una historia que alguien me contaba.
Era mi sangre.
Y el eco de la druida, que creí un sueño, acababa de despertar.