La voz del pueblo

2130 Words
El castillo me asfixiaba. Entre el silencio de mi hermano, las miradas sospechosas del consejo y el recuerdo del beso que todavía llevaba pegado a la piel, necesitaba aire. Un aire que no oliera a intriga ni a destino. Bajé al mercado del valle al amanecer, con la capucha puesta y la herida del costado aún recordándome que seguía vivo… por poco. El mercado siempre había sido un lugar ruidoso, lleno de vida: niños corriendo entre puestos de especias, mujeres regateando por pieles, comerciantes gritando ofertas que nadie creía. Pero esa mañana el ruido tenía otro matiz. Susurros. Demasiados susurros. Y todos… sobre el mismo tema. Me acerqué a un puesto de sal ahumada; el vendedor ni siquiera me miró, demasiado ocupado escuchando la conversación que tenía lugar justo al lado. —Dicen que el bastardo salvó al heredero —murmuró un hombre, ajustándose la capucha—. Que si no fuera por él, el animal lo habría desgarrado. —Más que un bastardo parece un guerrero de verdad —respondió otro—. Yo vi cómo volvió del bosque, sangrando pero firme. Mi abuelo dice que así eran los líderes antiguos. Sentí un nudo en la garganta. No sabían que yo estaba allí. O no les importaba. Otro grupo se sumó a la conversación, esta vez mujeres que vendían pan caliente. —A mí me dijeron que los ancianos lo llamaron para una reunión —susurró una—. ¿Sabéis lo que eso significa? —Que lo están considerando —respondió otra, bajando la voz—. Que el trono podría cambiar de manos. No. No. Eso no podía permitirse. Yo no lo permitiría. Pero los rumores crecían como un fuego mal apagado. —Mi primo trabaja en las cocinas —añadió una tercera—. Y asegura que fue él quien mantuvo unido al grupo en la cacería. El heredero estaba… fuera de sí. No supe si sentía vergüenza por mi hermano… o miedo por mí. De pronto, una frase me alcanzó de lleno: —Si alguien debe guiarnos cuando llegue la guerra… que sea el que tiene sangre de rey y corazón de guerrero. No pude moverme. ¿De verdad decían eso de mí? ¿De verdad pensaban que…? Respiré hondo. Demasiado hondo. El mercado entero zumbaba como un enjambre. Y entre todas las voces, la palabra “bastardo” ya no sonaba como insulto. Sonaba como… esperanza. Y eso era más peligroso que cualquier enemigo armado. Intenté alejarme de los murmullos, caminar entre los puestos como un desconocido más, como el sirviente que siempre había sido. Pero cuanto más avanzaba, más me seguían las palabras. “Guerrero.” “Heredero.” “Líder.” Cada una me golpeaba como una piedra lanzada sin apuntar… pero que daba de lleno. Pasé junto a un grupo de jóvenes que cargaban sacos de harina. Uno de ellos, sin verme bien, dijo: —Mi tío jura que fue él quien mantuvo la calma cuando todo se desmoronaba. Eso es lo que hace un líder de verdad. Me detuve. No quise hacerlo. Mis pies lo hicieron por mí. Otro respondió: —Pues yo digo que el consejo ya debería tomar una decisión. El heredero está… raro, desde la cacería. No sé. No inspira confianza. —Pero Bais sí —añadió el primero—. Aunque no lo nombren, todos lo saben. La palabra todos me heló. No eran dos voces aisladas. Era la gente. El pueblo. Los que trabajaban, los que vivían fuera de las intrigas del castillo. Ellos no tenían motivos para mentir ni para jugar juegos de poder. Caminé un poco más, evitando mirarlos. Mi respiración se volvía más pesada, mi costado ardía otra vez. No porque la herida sangrara. Sino porque lo que estaba escuchando era peor. Un grupo de hombres mayores se reunió cerca de la fuente central. Llevaban capas viejas, manos agrietadas, voces fuertes. —El hijo del jefe ya no es el mismo —dijo uno, golpeando su bastón contra el suelo—. Está consumido por los celos, como si algo se le hubiera roto dentro. —No me extraña —respondió otro—. ¿Habéis visto cómo mira al bastardo? Eso no es respeto, ni siquiera rivalidad. Es odio. Y un líder que odia… no gobierna. Aplasta. Mi estómago se tensó. —En cambio —añadió el primero—, el muchacho de ojos azules nos conoce. Creció entre nosotros. Sabe cómo vivimos. Hasta trabajó en estas calles. Ese comentario me golpeó más fuerte que cualquier lanza. Me conocían. Me habían visto crecer. Hacer recados. Cargar sacos. Aprender a sobrevivir sin que nadie pronunciara mi nombre. Yo siempre había creído que la gente me miraba de reojo. Que era invisible o incómodo de ver. Pero para ellos… no era ninguno de los dos. —Si llega la guerra —concluyó uno, mirando el horizonte como si pudiera ver el futuro escrito en las nubes—, yo prefiero seguir a un hombre que sangra con nosotros… no a uno que solo sabe mandar. Me quedé quieto. Paralizado. Yo no era líder. No quería serlo. No buscaba tronos ni poder. Solo quería vivir. Solo quería respirar sin sentir que el mundo me exigía elegir entre dos vidas que jamás pedí. Pero escucharlos… Escuchar que alguien, aunque fuera uno, confiaba en mí… Eso abrió una g****a dentro de mí. Una que dolía. Una que temía. Una que, por primera vez, me hizo preguntarme si el destino que tanto rechazo… me estaba buscando a mí. No para darme un trono. Sino para obligarme a tomar una decisión. Una decisión que podría salvar al clan… …o destruirnos a todos. Los rumores crecían como hierba mala, y yo era el único que parecía oírlos con vergüenza en vez de orgullo. Quise alejarme del mercado, del murmullo constante que llevaba mi nombre, pero antes de llegar al camino que subía hacia el castillo escuché un sonido que heló el ambiente: El cuerno del clan. Un llamado abrupto. Un llamado de orden. Un llamado de control. La multitud se quedó en silencio. Mi hermano apareció segundos después, escoltado por cuatro guerreros. Caminaba cojeando aún, pero con el mentón alzado, como si el dolor no pudiera alcanzarlo. Su mirada ardía bajo la luz gris del amanecer. No estaba allí para comprar nada. Ni para agradecer nada. Estaba allí para apagar un incendio. —¡Gente del valle! —gritó uno de los guardias, pero mi hermano lo empujó a un lado y habló él mismo. Su voz resonó sobre las piedras. —He escuchado los rumores que circulan entre vosotros —dijo, con un tono que daba más miedo que cualquier amenaza abierta—. Y os digo ahora mismo: calladlos. Un silencio pesado cayó sobre el mercado. —No toleraré mentiras sobre mi hermano —continuó, pero su tono dejaba claro que hablar de “mi hermano” era casi un insulto en sí mismo—. Ni sobre mi liderazgo. Ni sobre el futuro del clan. Mi respiración se detuvo. —Los rumores son peligrosos —añadió—. Destruyen hogares. Dividen clanes. Y un clan dividido… es un clan muerto. Sus ojos recorrieron a la gente, uno a uno, midiendo su miedo. Yo reconocí esa mirada. Era la misma que tenía cuando niño, antes de golpear un poste de madera para demostrar que era más fuerte que yo. Pero ahora el poste… era todo un pueblo. —Quien repita una mentira sobre la sucesión —sentenció— será castigado. La amenaza flotó en el aire como un cuchillo desenvainado. Yo quise apartarme, retroceder, desaparecer entre la gente. Pero los ojos de mi hermano me encontraron. No porque me estuviera buscando… sino porque, mientras hablaba… su rabia estaba dirigida a mí. —El clan tiene un heredero —dijo, tocándose el pecho con fuerza—. Y ese heredero soy yo. Sus hombres golpearon los escudos como señal de aprobación. El sonido retumbó en los huesos de todos. —Así que haced caso a mi voz —continuó él—. Silenciad los rumores. No hay más que decir. Pero había más, muchísimo más. Lo descubrí cuando él dio un paso adelante, inclinándose ligeramente, como quien confiesa algo solo para que lo oiga quien debe escucharlo. —Y si alguno cree que el trono puede pertenecer a otro… se equivoca. No fue una advertencia. Fue una promesa. Una promesa de batalla. Una promesa de sangre. La gente bajó la cabeza. Los murmullos murieron. Los guardias escoltaron a mi hermano de vuelta al castillo. Pero yo seguía allí, clavado en el sitio, sintiendo que me ardía la espalda. Porque en esas últimas palabras… no hablaba a los campesinos. Hablaba a mí. Y lo que dijo no era un mensaje político. Era un aviso. Un aviso que decía: “No importa lo que digan. Si intentas acercarte a mi puesto… o a ella… te destruiré.” El mercado volvió a respirar cuando mi hermano desapareció entre los guardias, pero el aire no se volvió ligero. No podía. Su amenaza había quedado colgando sobre todos como un estandarte invisible. Yo seguí caminando hacia el borde del mercado, intentando que la capucha me escondiera el rostro. No quería que nadie me mirara. No quería escuchar una sola palabra más sobre líderes, tronos o profecías. Quería silencio. Pero el destino no concede silencios a quienes intenta arrastrar. —Bais. Me detuve de golpe. Esa voz… vieja, raspada, como madera seca. Me giré. Una anciana estaba sentada junto a un puesto vacío, envuelta en una capa tejida a mano. Su piel tenía arrugas profundas, pero sus ojos… sus ojos tenían un brillo que me puso la piel de gallina. No miedo. Algo peor. Conocimiento. —Acércate, hijo —dijo, como si supiera que yo no podría ignorarla. Tragué saliva y avancé. No reconocía su rostro, pero algo en su expresión me resultaba inquietantemente familiar. —No debería hablar con nadie hoy —murmuré, manteniendo la voz baja. —Y, sin embargo, estás aquí —respondió ella—. Porque no puedes huir de lo que ya te sigue. Sus palabras me tensaron de inmediato. —Si vienes a repetir rumores sobre el trono… —intenté cortar. Ella me interrumpió con una lentitud firme: —Yo no hablo de tronos. Yo hablo de profecías. Sentí que el estómago se me hundía. Ella bajó la mirada a sus manos, donde sostenía un pequeño amuleto de madera gastada. No era bonito. Tampoco nuevo. Pero reconocí el símbolo tallado en él: el mismo que la druida llevaba en el cuello el día en que vio mi destino. Un círculo incompleto atravesado por un hilo. Un hilo que podía unir… o romper. —Hace años —dijo ella—, la druida vino al mercado. La gente le pagaba con pan para que bendijera a los niños. Pero aquel día no bendijo a nadie. Apenas habló. La anciana alzó la vista. Y su voz se volvió un susurro: —Dijo: “El que fue negado traerá la unión o la ruina. Lo que se le arrebate… se levantará.” Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Se lo había oído repetir en sueños. En susurros. En recuerdos que nunca viví. Pero jamás de alguien vivo. —Muchos creyeron que hablaba de guerras futuras —continuó—. Otros dijeron que deliraba. Se inclinó un poco hacia mí. —Yo no creo que delirara. Respiré hondo, sintiendo que la herida en mi costado ardía de nuevo. —No sé qué quiere decir con eso —mentí. La anciana sonrió. Con una suavidad triste. —Sí lo sabes —susurró—. Lo has sabido desde que abriste los ojos por primera vez. Y ahora… todos empiezan a verlo. —No quiero ese destino —dije, más rápido de lo que pretendía. Ella negó despacio. —El destino no se quiere, hijo. El destino… se cumple. Se levantó con dificultad, apoyándose en su bastón. —Pero escucha bien esto, Bais: el destino no elige con crueldad. Elige con propósito. Y el tuyo… ya ha comenzado. Me tomó del brazo. Sus dedos eran huesos y fuego. —No tengas miedo de lo que eres —susurró—. Ten miedo de lo que otros harán para impedirlo. La solté con suavidad, pero mis manos temblaban. Ella sonrió como si hubiera esperado ese temblor. —Dile a la tierra que te sostenga, muchacho —añadió—. Porque lo que viene… hará que hasta las montañas se quiebren. Se alejó con pasos lentos, perdiéndose entre la gente. Yo me quedé solo. Con sus palabras clavadas en la piel como un presagio. Y por primera vez desde que tengo memoria… sentí que el destino no caminaba hacia mí. Me estaba alcanzando.
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