La promesa rota

2033 Words
La noche había caído sobre el castillo como un manto espeso. No era una noche cualquiera: el viento golpeaba las ventanas como si quisiera entrar, como si supiera que dentro se estaba gestando algo que no debía existir. Yo no debería estar fuera de mis aposentos. No después de lo que pasó en el mercado. No después de escuchar a la anciana. No con mi hermano rondando los pasillos como un lobo herido. Pero aun así, estaba subiendo los escalones de la torre este, oculto bajo una capa oscura, respirando con cuidado para no despertar a los guardias dormidos en las galerías. Ella me había esperado allí antes. Y esta noche… esta noche sentía que estaría de nuevo. Cuando alcancé el último escalón, el aire era distinto. Frío. Tenso. Cargado de algo que reconocí al instante: su presencia. Niamh estaba junto a la ventana estrecha, mirando hacia el bosque. El velo claro que siempre llevaba ocultaba parte de su rostro, pero la luna iluminaba sus ojos. No giró cuando entré, como si hubiera sabido que era yo desde el primer paso. —No deberías estar aquí —dijo ella en voz baja. —Lo sé —respondí—. Tú tampoco. Se quedó en silencio unos segundos, quizá intentando reunir las palabras que llevaba días guardándose. La torre era el único lugar del castillo donde se podía hablar sin testigos… al menos en apariencia. Di un paso hacia ella, pero mantuve la distancia. Una distancia que se había vuelto insoportable desde el beso. Una distancia que se rompía con un solo pensamiento. —Niamh —susurré. Ella cerró los ojos, como si pronunciar su nombre fuera un acto peligroso. —Mi hermano sabe que viniste a verme —continué—. Sabe más de lo que debería. Ella abrió los ojos, lentamente. —Lo sé —respondió—. Lo vi en su mirada hoy. Vi… algo roto. Mi pecho se tensó. —No te hará daño —dije, deseándolo más que creyéndolo. Niamh bajó la mirada. Sus manos estaban juntas, entrelazadas con fuerza. —No me preocupa él —susurró—. Me preocupa lo que yo… estoy rompiendo. El viento entró por la ventana, moviendo su velo. Por un segundo, pude ver su rostro entero. Hermoso. Dolido. Peligroso. —Dime por qué has venido —pedí al fin, incapaz de soportar el silencio. Ella respiró hondo. Hondo, como alguien que está a punto de quitarse un peso… o de destruirlo todo. —Porque tenía que verte. Mi corazón dejó de latir un instante. Pero su voz no sonó victoriosa. Ni feliz. Sonó rota. Como si verla conmigo fuera un castigo que no podía evitar. Se acercó un paso. Solo uno. Suficiente para que la torre entera pareciera inclinarse. —Antes de que esto vaya más lejos —dijo con un temblor en los labios—, necesito decirte algo. Y supe, sin que lo dijera aún, que lo que venía… iba a dolernos a los dos. Niamh respiró hondo, como si cada palabra fuera una piedra que llevaba demasiado tiempo cargando. La luz de la luna entraba por la ventana estrecha y dibujaba un contorno plateado en su rostro. Hermoso. Triste. Determinante. —Bais… —dijo al fin—. No puedo seguir fingiendo que no pasa nada. Mi corazón se tensó. Había esperado esa frase desde la noche del beso. Y aun así… algo en su tono me heló. —Lo que siento por ti… —sus labios temblaron— no es un error que pueda ignorar. Mi respiración se volvió un hilo. —Pero tampoco es algo que pueda permitir. Sentí el golpe como si me hubieran clavado un puñal entre las costillas. Quise hablar, pero no pude. La voz no me salió. Ella continuó: —Te miro y algo en mí se rompe. Algo… cambia. Algo que nunca había sentido. Y por eso vine. Porque necesitaba decírtelo: no eres tú solo, Bais. No soy la única que… siente. Me alcé un poco, apoyándome en la columna de piedra. El dolor de la herida jamás había sido tan insignificante comparado con lo que dolían sus palabras. —Entonces qué es lo que no puedes permitir —logré decir. Los ojos de Niamh brillaron. —Mi vida no es mía —susurró—. Llegué aquí para sellar la paz entre dos clanes. Para unir territorios, asegurar alianzas, evitar una guerra. No por amor. Nunca por amor. Se abrazó a sí misma, como si tuviera frío. —Si rompo mi compromiso, no solo rompo mi palabra. Rompo la estabilidad del clan. Pongo en riesgo a mi gente. A tu gente. Y a ti. Mi mandíbula se apretó. No quería entenderla. No quería aceptar nada de eso. Pero ella continuó, cada vez más rota: —Mi compromiso con tu hermano no es una elección. Es un deber. Y mi deber… no puedo traicionarlo. Me acerqué un paso. No para tocarla. Solo para verla más de cerca. Para confirmar que realmente estaba diciendo lo que estaba diciendo. —¿Te refieres al deber… o a él? —pregunté, con un filo que no sabía que tenía. Ella levantó la cabeza, y en su mirada no vi amor por mi hermano. Vi miedo. Responsabilidad. Carga. Pero no amor. —Bais… si pudiera… —susurró, tragándose lo que venía después—. Dioses, si pudiera… Su voz se quebró. Yo di un paso más, demasiado cerca. Su aliento chocó con el mío. —¿Querías que no te mirara? —pregunté, incapaz de mantener la calma—. Lo intenté. Lo juro por todo lo que tengo. Pero te miro… incluso cuando debería odiarte. Ella cerró los ojos, un temblor recorriendo su boca. —No me digas eso —pidió, casi sin voz. —¿Por qué? —Porque si me lo dices… no podré irme. El mundo se hundió bajo mis pies. Niamh retrocedió un paso. No por falta de deseo. Sino por exceso de deber. —Lo que siento por ti existe. Pero no tiene lugar en este mundo, Bais —susurró—. Ni ahora. Ni nunca. Quise decirle que la profecía… que el destino… que los dioses mismos… Pero ella negó antes de que hablara. —No puedo darte nada —concluyó—. Ni una promesa. Ni un beso. Ni un futuro. Nada que no destruya a todos. Un silencio largo, afilado, quedó entre nosotros. Un silencio donde su corazón decía una cosa… y su deber otra. Y la segunda… pesaba más. La torre parecía más fría después de sus palabras. O quizá era yo quien se había quedado sin calor por dentro. Niamh seguía frente a mí, respirando rápido, como si cada frase que acababa de decir le hubiera costado arrancarse un pedazo del alma. Su mirada estaba fija en el suelo, porque si me miraba… ambos sabíamos qué pasaría. La distancia entre nosotros era mínima. Un paso. Un movimiento. Una decisión. Y aun así, parecía un abismo imposible de cruzar. —Niamh —dije en un susurro que me dolió más que cualquier herida de batalla—. Mírame. Ella tardó. Mucho. Pero levantó los ojos. Y entonces lo vi todo: El amor que no debía existir. El miedo que sí existía. La carga que llevaba. La culpa. La lucha. Y el deseo—ese deseo prohibido—intentando sobrevivir bajo todas esas capas. Me rompió. Me volvió humano. Me volvió débil. Me volvió suyo… aunque ella nunca sería mía. —Dime que no sientes nada —le dije, muy despacio—. Dímelo, y me aparto. Para siempre. Ella tembló. Literalmente tembló. Y ese temblor fue la respuesta que yo no debería haber visto. —Bais… —sus ojos se llenaron de lágrimas que se negó a soltar—. No te pido que me odies. Te pido que sobrevivas. Mi pecho se apretó hasta doler. —Sobrevivir no es lo mismo que vivir —contesté—. Y menos si tengo que hacerlo lejos de ti. Ella cerró los ojos, ahogando un sollozo silencioso. —No puedo romper mi palabra —repitió, con voz rota—. Si lo hago, se desatará una guerra. Seré la causa de la destrucción de dos clanes. Y tú… tú serías el primero en caer. Se me heló la sangre al escuchar la verdad que había intentado ignorar. No era miedo por ella. Era miedo por mí. Por lo que podría pasarme a mí si su compromiso se rompía. Niamh dio un paso atrás. Un solo paso. Pero ese paso fue suficiente para cortar algo invisible entre nosotros. —Vete —dije, aunque la palabra me desgarró por dentro. Ella abrió los ojos, sorprendida. Herida. —¿Qué…? —Vete —repetí con un hilo de voz—. Antes de que no pueda dejarte ir. Sus labios se partieron en un susurro ahogado. Yo di otro paso atrás, obligándome a soltar algo que nunca tuve y que aun así me pertenecía. —No quiero ser tu ruina —continué—. Ni que tú seas la mía. Ella llevó una mano a su pecho, como si algo dentro se rompiera con un sonido que solo ella podía oír. —No… no quería hacerte daño. —Y yo no quería enamorarme de ti —respondí. Fue la primera vez que lo dije. En voz alta. A ella. A mí mismo. La primera verdad que admití sin poder deshacerla. Niamh jadeó suavemente. Un sonido frágil. Desesperado. Hermoso y trágico a la vez. —Bais… —Vete —dije una tercera vez. Porque si no lo hacía, la tomaría en mis brazos. Y ya nada nos salvaría. Ella retrocedió varios pasos más, como quien abandona un santuario o un precipicio, incapaz de mirar atrás por miedo a no poder moverse. Cuando llegó a la puerta, se detuvo. Y sin girarse, sin dejar que la viera llorar, dijo: —Si los dioses fueran justos… estarías destinado a mí. Yo cerré los ojos. Sentí algo dentro romperse en mil pedazos. —Los dioses no son justos —susurré. Ella abrió la puerta. La luz del pasillo la envolvió. Y se fue. La torre quedó en silencio. Y yo… yo sentí cómo la promesa que ella había venido a romper… me rompía a mí también La puerta se cerró detrás de Niamh con un susurro suave. Demasiado suave. Demasiado… controlado. Me quedé en la torre sin moverme, respirando como si hubiera corrido una montaña entera. Mis manos temblaban. La herida en mi costado ardía. El silencio me envolvía como un luto. No sabía cuánto tiempo pasó. Quizá un minuto. Quizá una vida entera. Hasta que algo… sonó. Un crujido leve. No el de la puerta. No el del viento. El de un pie. Sobre piedra vieja. Mi cuerpo se tensó de inmediato. No era un guardia. Ellos no se esconden. Era alguien que escuchó más de lo que debía. Me acerqué a la entrada de la torre, muy despacio. El corredor estaba vacío… pero el silencio tenía un olor: pánico. prisa. testigo. Entonces lo vi. El reflejo de un velo oscuro doblando la esquina. Una figura pequeña, ágil. Una doncella. No, no cualquier doncella. Una espía del consejo. De esas que parecen llevar jarras de agua pero en realidad cargan secretos. Mi sangre se heló. —¡Oye! —grité, intentando alcanzarla. La figura corrió. Rápida. Demasiado rápida para alguien que venía “casualmente” pasando. Bajé los escalones de dos en dos, ignorando el dolor en el costado, intentando seguirla. Pero ella conocía cada recoveco mejor que yo. Cada sombra. Cada pasadizo. Cuando llegué al final del corredor… …ya no estaba. Solo quedaba el eco de sus pasos. Y la certeza brutal de lo que acababa de suceder. Había escuchado. Todo. La confesión. El amor que ella no podía permitirse. Mi silencio. Mi verdad. Mi caída. Y ahora corría directo hacia bocas que pagarían oro por ese secreto. Hacia ancianos que buscaban una excusa para usarme. Hacia un hermano herido que solo necesitaba una chispa para matarme. Me apoyé contra la pared, sintiendo el peso del desastre que acababa de desatarse. La cacería había empezado. Pero esta vez… yo era la presa.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD