Sabía que la espía no tardaría.
Sabía que sus pasos rápidos y torpes llevarían mi secreto directo a oídos que siempre estuvieron esperando una excusa.
Pero aun así…
no estaba preparado para lo que ocurrió.
No había pasado ni una hora desde que bajé de la torre cuando escuché un estruendo en el corredor principal.
Voces.
Órdenes cortas.
El eco de algo —o alguien— arrastrado con violencia.
Me asomé desde la sala del fuego.
Solo un vistazo.
Pero fue suficiente.
Mi hermano bajaba las escaleras con una furia que no recordaba haberle visto jamás.
La venda en su pierna estaba mal puesta, su respiración era irregular, pero eso no lo detenía.
Tenía los ojos encendidos de rabia…
y de traición.
Detrás de él venía la espía.
La misma que había huido de la torre.
La misma que ahora era empujada por dos guardias hasta quedar de rodillas.
Él se detuvo frente a ella, pero no la miraba.
No le importaba ella.
Solo me buscaba a mí.
Y me encontró.
Sus ojos se detuvieron en los míos con una precisión brutal.
No gritó.
No habló.
Caminó hacia mí con pasos lentos, pesados…
como un verdugo cruzando un templo.
Cuando llegó a dos metros de distancia, su voz salió baja.
Demasiado baja.
—Así que era cierto.
No era una pregunta.
Era un veredicto.
No respondí.
No podía.
Él dio otro paso.
—Estuviste con ella —dijo—.
En la torre.
De noche.
Mi corazón se contrajo.
—No fue lo que—
—¡Cállate! —rugió, rompiendo al fin el silencio que contenía—.
No te atrevas a mentirme.
No después de…
de esto.
Su voz tembló por un segundo.
No de tristeza.
De pura rabia.
Se giró hacia la espía y le arrancó el velo que cubría el rostro.
—Dilo —ordenó—.
Dilo delante de todos.
Ella temblaba.
No sabía si por miedo a él… o por miedo a mí.
—M… mi señor… yo escuché… que el b-bastardo y la prometida… —tragó saliva— se hablaban como… como amantes.
Un murmullo recorrió el pasillo.
Un murmullo peligroso.
Hiriente.
Mi hermano volvió hacia mí.
Y esta vez no habló.
Se limitó a desenvainar su espada.
El sonido metálico fue un latido seco.
—Sal afuera —dijo con una calma antinatural—.
Vamos a terminar esto como lo hace un clan.
Con sangre.
No di un paso atrás.
Aunque todo en mí temblaba.
—No voy a pelear contigo —respondí.
Él sonrió.
Una sonrisa rota.
Demencial.
—No tienes opción.
Se acercó lo suficiente como para que su aliento chocara con el mío.
—Me quitaste a mi padre…
me quitaste caza…
me quitaste respeto…
me quitaste destino…
Su pecho subía y bajaba como si estuviera conteniendo un incendio.
—Y ahora…
también me quieres quitar a mi mujer.
Sentí el golpe sin que levantara la mano.
Era la primera vez que lo decía así.
La primera vez que me lo arrojaba como una daga clavada entre los dos.
Su voz bajó a un susurro mortal:
—Sal fuera… o te saco yo arrastrando.
La gente ya se reunía.
Los ancianos aparecían al fondo del corredor.
Mael me miraba con horror contenido.
Y yo…
Yo sabía que, si no salía…
él me mataría aquí mismo.
Respiré hondo.
Di un paso adelante.
—Vamos —dije.
Su sonrisa se torció.
—Al fin.
Salimos al patio interior, rodeados de piedra fría y de ojos hambrientos.
Mi hermano levantó la espada y señaló el suelo.
—Hoy se decide qué sangre merece este clan.
La de un heredero…
Levantó la punta hacia mí.
—…o la de un intruso.
Y así comenzó el duelo.
No por honor.
No por poder.
Por todo lo que nunca nos dijeron que ya estaba escrito.
El aire del patio estaba helado, pero yo ardía por dentro.
No por rabia.
No por miedo.
Por algo peor:
la sensación de que todo esto ya había sido escrito por manos que no eran humanas.
Mi hermano se colocó frente a mí, espada en mano, con la respiración agitada y los ojos inyectados en furia contenida.
A su alrededor, los ancianos observaban sin intervenir.
Murmullo de pueblo, pasos nerviosos, el olor a metal y tierra mojada.
Yo no quise tomar una espada.
No quería pelear.
Pero Mael me la puso en la mano antes de que pudiera negarme.
—No le des la espalda —susurró—.
Ni un solo segundo.
Mi hermano dio el primer paso.
Después otro.
Y cuando levantó su arma, no vi técnica ni disciplina.
Solo dolor convertido en filo.
—Defiéndete —escupió.
No me moví.
Eso lo enfureció más.
—¡Defiéndete! —rugió, lanzándose hacia mí.
La primera estocada fue directa, precisa, pero marcada por su herida.
La esquivé por centímetros.
La segunda llegó más rápido.
Bloqueé con el antebrazo, y el golpe vibró hasta mi hombro.
El ruido del metal chocando llenó el patio.
No quería hacerle daño.
No quería que esto existiera.
Pero él no veía hermano.
No veía sangre.
Solo veía enemigo.
—Deja de contenerte —escupió, atacando de nuevo—.
¡Pelea como el bastardo que eres!
El golpe siguiente fue más bajo, buscando mi costado herido.
Me pese a mí mismo, reaccioné.
No por mí.
Por él.
Bloqueé la estocada y la desvié, obligándolo a retroceder medio paso.
Los murmullos crecieron.
El duelo, aunque no declarado oficialmente, era ya una ceremonia pública.
Un juicio.
Un castigo.
Mi hermano volvió a cargar.
Esta vez su filo rozó mi mejilla.
Un hilo de sangre bajó lento.
Él lo vio.
Sonrió.
Una sonrisa rota.
—Sangras igual que nosotros —susurró—.
Pero no eres uno de nosotros.
Lanzó otro golpe.
Lo esquivé.
Luego otro.
Lo desvié.
Hasta que, sin querer, un movimiento suyo lo hizo perder el equilibrio por la pierna herida.
Y mi espada quedó apuntándole al pecho.
No toqué su piel.
No lo herí.
Pero la imagen…
la imagen fue suficiente para congelar el aire.
Él vio la posición.
Interpretó la ventaja.
Y su rostro cambió.
Del odio…
al horror.
No por mí.
Por él.
Por la idea de perder.
—No… —susurró, como si el mundo se estuviera hundiendo bajo sus pies.
Fue entonces cuando todo se rompió.
—¡Deteneos! —la voz de Tharan resonó como un trueno.
Los ancianos avanzaron de golpe.
Guardias se interpusieron.
Mael me agarró el brazo antes de que mi hermano atacara de nuevo.
El silencio cayó sobre el patio, tan espeso como la violencia que quedó suspendida en el aire.
Tharan levantó su bastón.
—Esto no es un duelo —sentenció—.
Es un desastre.
El heredero intentó zafarse de los guardias, desesperado, hundido en un torbellino de rabia y vergüenza.
—¡Él me ha deshonrado! —gritó—.
¡Ha tomado lo que era mío!
—¡Y tú has casi matado a un hombre del clan! —replicó otro anciano.
—No es un hombre —escupió él—.
Es una maldición.
Las palabras cayeron como piedras.
Yo bajé la espada.
No porque hubiera terminado.
Sino porque había entendido algo:
Mi hermano no quería vencerme.
Quería destruirme.
Y no pudo.
Eso, para él, era peor que la muerte.
Tharan golpeó el bastón contra el suelo.
—¡Este duelo termina aquí! —declaró—.
Hasta nueva orden del consejo… ninguno de los dos portará arma contra el otro.
El murmullo se alzó de nuevo, inquieto.
Mi hermano me miró.
Una mirada tan rota que dolía más que su espada.
—Esto no ha terminado —susurró.
Y lo supe.
Tenía razón.
El duelo terminó, pero el silencio que quedó después pesaba más que cualquier golpe.
Los ancianos se dispersaron.
Los guardias llevaron a mi hermano a un extremo del patio.
Mael me empujó hacia una columna para apoyarme, porque mis piernas temblaban como si hubiera bajado una montaña con la herida abierta.
Mi mejilla seguía sangrando.
Una línea fina, caliente.
Él también tenía una herida similar: un corte en el antebrazo que había abierto su propia furia.
Dos gotas de sangre.
La suya y la mía.
Cayendo sobre la misma piedra.
No pude dejar de mirarlas.
Una mancha oscura juntándose, mezclándose, desapareciendo en la g****a del suelo.
—Bais… —Mael intentó sujetarme—. No mires así. No es—
—Mírala —susurré sin apartar los ojos.
Él siguió mi mirada.
La sangre mezclada.
La nuestra.
Mi hermano también la vio.
Quizá porque buscaba cualquier excusa para odiarme más…
o quizá porque incluso él sintió lo que yo:
un presagio.
Un mal augurio.
Un recordatorio de algo que la druida una vez dijo en voz baja, con los ojos en el fuego:
“Cuando la sangre de los hijos negados se mezcle sobre piedra ancestral, el destino será sellado.”
No supe si fue un recuerdo…
o si escuché su voz en ese momento, susurrando entre el viento.
Pero mi hermano la oyó también.
Lo vi en su rostro.
Una flaqueza mínima.
Un temblor en la mandíbula que no era rabia…
era miedo.
Él retrocedió un paso.
No de mí.
De lo que acababa de pasar.
—Esto no significa nada —dijo, con una voz demasiado tensa—.
Nada.
Pero su mirada cayó hacia la g****a de la piedra otra vez.
Y esa negación fue la prueba.
Para él…
significaba todo.
Se acercó despacio, ya sin guardias sujetándolo.
La espada había desaparecido de su mano, pero la furia no.
Se detuvo frente a mí, tan cerca que pude sentir su respiración temblar.
—Escúchame bien, Bais —dijo, lento, como si cada sílaba fuera un golpe—.
Nunca más volverás a mirarla.
Nunca más volverás a hablarle.
Nunca más volverás a estar a solas con ella.
No me moví.
Él se inclinó más.
—Y si vuelves a poner un pie cerca de su sombra…
yo mismo… —su voz se quebró mínimamente— yo mismo te quitaré la vida.
El viento sopló entre nosotros, levantando polvo y hojas secas.
Pero en ese instante, el mundo pareció detenerse.
Porque aunque él lo dijo como amenaza…
…yo entendí que era un juramento.
El suyo.
Y el mío.
Las palabras salieron de mi boca antes de poder detenerlas:
—Si muero… será porque los dioses así lo quieren, no porque tú me lo ordenes.
Sus ojos se ensombrecieron.
Una chispa de miedo.
De furia.
De destino.
—Entonces escucha mi juramento —respondió, y lo dijo con una solemnidad que heló el patio entero—:
Juro por la sangre de mi padre…
que si tocas lo que es mío, no habrá muro, ni dios, ni druida que pueda salvarte de mí.
La herida de mi mejilla ardió.
Como si reaccionara a sus palabras.
Como si la sangre respondiera.
Mi voz salió baja, fija, inevitable:
—Y yo juro por la sangre de esa misma línea…
que no huiré.
Nunca.
Ni de ti.
Ni de lo que está escrito.
Ni de lo que siento.
Un murmullo recorrió a los ancianos.
Quizá creyeron que fue increíble.
Quizá impensable.
Pero en ese instante, mi hermano lo entendió:
Nuestro conflicto ya no era un error.
Era destino.
Y estaba sellado con sangre.
Él dio un paso atrás, respirando hondo, como si se estuviera ahogando.
—Esto… —susurró—.
Esto nos destruirá a los dos.
Lo miré, sintiendo la verdad en sus palabras.
—Tal vez —respondí—.
Pero el destino no se deshace por negarlo.
Él se giró y se alejó, casi tambaleándose.
No por debilidad física.
Por la carga de lo que acabábamos de hacer.
Un juramento de sangre.
El nuestro.
El primero que no se podía romper.
Y el más peligroso de todos.
Esa noche no dormí.
O al menos, eso creí.
Me acosté en el rincón que me habían asignado desde niño, con la herida en la mejilla ardiendo y el sabor metálico del duelo aún en la boca.
Mael había dejado una jarra de agua cerca.
No la toqué.
La piedra bajo mi espalda estaba helada.
El silencio del castillo era pesado, sofocado, como si los muros retuvieran un secreto demasiado grande.
Cerré los ojos un instante.
Solo un instante.
Y el mundo cambió.
No sentí el paso del sueño.
De pronto, estaba de pie en medio del bosque.
El mismo bosque donde mi padre me llevó de recién nacido.
El mismo donde la druida me miró por primera vez.
La niebla era espesa, gris, viva.
Parecía moverse al ritmo de mi respiración.
El suelo estaba húmedo, y un fuego antiguo chisporroteaba en el centro de un claro que reconocí sin haberlo visto jamás.
—Has derramado sangre —dijo una voz detrás de mí.
Me giré.
La druida estaba allí.
No como la recordaba, encorvada y vieja…
sino más alta, más firme, con los ojos brillantes como brasa en el viento.
El tiempo no la tocaba igual que a los demás.
O quizá no era tiempo lo que la tocaba.
—Fuiste tú quien los llamó —dije sin saber por qué.
Las palabras salieron solas, como si mi boca hubiera aprendido un idioma que mi mente nunca estudió.
Ella ladeó la cabeza.
—Yo no llamo.
Solo escucho.
Son los hilos los que se tensan por sí solos.
El fuego crepitó.
Las sombras parecieron danzar detrás de ella.
—El juramento está hecho —continuó—.
Y la sangre lo ha reconocido.
Mi respiración se volvió pesada.
—No fue un juramento. Fue una amenaza.
Ella sonrió.
No con dulzura.
Con lástima.
—No sabes lo que has sellado, muchacho.
Quise responder, pero la niebla se cerró un poco, como si quisiera tragar mis palabras antes de nacer.
La druida avanzó hacia mí, arrastrando su bastón sobre la tierra húmeda.
—Tu hermano cree que te odia —susurró—.
Pero no es odio lo que siente.
Es miedo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—Miedo… ¿a qué?
Ella levantó una mano y tocó mi mejilla donde la sangre seca había dejado un rastro oscuro.
—A que seas tú quien lleve lo que él nunca tendrá.
Mi voz salió rota.
—¿El trono?
Ella negó con la cabeza.
—No.
El destino.
El fuego estalló en un chasquido, levantando chispas como estrellas que no querían apagar la noche.
—Todo lo que ha ocurrido —continuó— era necesario para abrir el camino.
Pero ahora… ahora la cuerda está tirante.
Cualquier movimiento puede romperla.
Sentí un nudo en el pecho.
—Dime qué debo hacer.
Ella me miró como si fuera un niño perdido.
—Si lo supieras ahora… morirías mañana.
Tu papel aún no está completo.
Sus ojos se volvieron más oscuros.
—Escucha bien, Bais:
cuando la mujer destinada derrame lágrimas que no son suyas…
el clan temblará.
Y tú tendrás que elegir entre salvarla…
o salvarte.
La niebla se volvió más espesa.
Más fría.
Como manos cerrándose en mi garganta.
—¿Qué elección es esa? —pregunté, sintiendo mi voz quebrarse.
Ella apoyó su bastón sobre la piedra y el sonido resonó como un trueno.
—La única que siempre ha gobernado a los hombres —susurró—:
la elección entre el corazón…
y la sangre.
La niebla subió de golpe.
El fuego se apagó.
El bosque desapareció.
Desperté jadeando, sentado, empapado en sudor.
Mi mejilla ardía.
Mi corazón latía como un tambor desbocado.
Y en la oscuridad de la cocina donde crecí, con el eco de sus palabras aún vibrando en mis huesos, entendí lo peor:
La druida no había venido a advertirme.
Había venido a recordarme que el destino ya estaba en marcha.
Y que lo que estaba por venir sería más grande, más peligroso…
y más irrevocable
que cualquier juramento de sangre.