La mañana amaneció extraña.
El castillo entero estaba inquieto: pasos más rápidos, murmullos enredados, un silencio tenso que no pertenecía a la hora ni al clima.
Yo estaba en la cocina, fingiendo revisar unas vasijas vacías, cuando dos sirvientas entraron casi chocando la una con la otra.
No hablaban…
susurraban.
Y sus susurros tenían filo.
—¿La viste? —dijo una, con la mano en el pecho.
—Dioses… sí.
No debí escuchar, pero no pude evitarlo.
—Despertó gritando —continuó la primera—. La princesa… perdón, la prometida… parecía arder en fiebre.
—No era fiebre —negó la otra, temblando—. Era algo peor.
Me giré sin querer.
Ellas se quedaron bloqueadas al verme, pero la curiosidad pudo más que el miedo.
—Yo estaba allí —dijo la más joven—. Le llevaba agua caliente. Entré en la habita
