El nombre prohibido

1787 Words
La mañana amaneció helada. El fuego del baile ya era un recuerdo, pero en el aire quedaba ese olor que precede a la tormenta: el silencio antes del juicio. Los ancianos habían convocado una reunión en el salón de armas. Decían que era para revisar las alianzas y las provisiones del invierno, pero todos sabíamos que se trataba de otra cosa. La mirada de mi hermano bastaba para confirmarlo: la sonrisa del baile había muerto, y en su lugar quedaba una sospecha. Yo estaba allí por obligación, no por derecho. Sujeté las jarras de vino mientras los hombres del consejo discutían sobre rutas, cosechas y vigilancia. Intentaba no pensar. Solo escuchar. Y entonces ocurrió. Uno de los sirvientes, viejo y cansado, acercó una copa hacia mí. Temblaba por la edad, o tal vez por el frío. Cuando se inclinó, habló sin pensar, como quien repite una costumbre que lleva años dormida: —Para usted, mi señor heredero. El sonido se quebró en el aire. El silencio cayó de golpe. Ni el fuego de las antorchas se atrevió a crepitar. El anciano se dio cuenta de lo que había dicho y se cubrió la boca con ambas manos. Yo quedé inmóvil, con la copa suspendida entre nosotros. Podía sentir las miradas de todos clavarse en mi nuca. Mi hermano fue el primero en reaccionar. Su voz no gritó. No lo necesitó. Cuando habló, el hielo del invierno se quedó corto: —¿Qué acabas de decir? El sirviente balbuceó, pidiendo disculpas. Su voz se quebró como una rama seca. Pero era tarde. Los ancianos intercambiaban miradas cargadas de temor, y en el aire se respiraba un rumor que ya no podía ser detenido. Yo intenté intervenir. —Ha sido un error. Nada más. Mi hermano giró hacia mí. Sus ojos ardían con una furia que no buscaba justicia, sino venganza. —¿Un error? —repitió—. Curioso, hermano. Hasta los errores parecen recordarte lo que nunca fue tuyo. Nadie se movió. Mael, el consejero mayor, se levantó despacio, intentando contener el desastre. —Basta —dijo con calma—. No alimentemos sombras con palabras. Todos aquí conocemos la verdad del linaje. Pero su intento solo hizo el silencio más pesado. Porque si algo enseña el miedo, es que las verdades prohibidas no se niegan, se esconden. Y cuando alguien las pronuncia… ya no hay regreso. El eco de las palabras del sirviente aún flotaba en el salón cuando mi hermano se levantó de su asiento. Sus manos seguían manchadas de vino, y la sombra del emblema bordado en su capa parecía moverse con él, como si compartiera su furia. —¿Vas a dejar pasar esto, Mael? —dijo con voz cortante—. ¿Vas a permitir que en este castillo se hable de dos herederos? El anciano respiró despacio, sin mirarlo. —No hay dos herederos, mi señor. Solo uno. Pero hay límites que ni los dioses toleran: la soberbia, el orgullo… o la injusticia. Mi hermano golpeó la mesa con el puño. Las copas temblaron. —¡Entonces castígalo! —exclamó—. Que todo el clan vea que aquí no hay lugar para impostores. El anciano del sirviente cayó de rodillas, pidiendo clemencia. Quise intervenir, pero Mael alzó la mano para detenerme. Su mirada, sin embargo, no fue de condena. Fue de advertencia. —No seas tú quien los enfrente hoy, Bais —susurró. Pero ya era tarde. Mi hermano dio un paso hacia mí. —El silencio de un bastardo pesa más que su palabra —dijo—. Así que hablarás ahora, o callarás para siempre. Podía sentir el temblor en mi pecho, pero no cedí. —No tengo nada que decir —respondí. —Entonces baja la cabeza —ordenó. No lo hice. El aire se llenó de murmullos. Los ancianos miraban hacia el fuego, los sirvientes fingían limpiar. Solo Mael habló, con la voz firme que todavía imponía respeto. —Basta, mi señor. No es el hijo ilegítimo quien trae vergüenza al clan, sino quien olvida que los dioses no son ciegos. Mi hermano lo fulminó con la mirada, pero no se atrevió a responderle. El peso de la tradición lo frenó donde el honor ya no alcanzaba. Luego se volvió hacia mí. —Te dejaré conservar la vida —dijo al fin—. Pero a partir de hoy, ningún hombre de este castillo volverá a dirigirte la palabra sin mi permiso. No comerás en el salón, no pisarás el patio de armas, no portarás emblema alguno. Su sentencia cayó como un hierro frío sobre mi espalda. El silencio que siguió fue peor que el golpe que yo había esperado. —¿Y si los dioses no lo aceptan? —pregunté sin pensar. Él sonrió, sin alegría. —Entonces los desafiaremos juntos, hermano. Tú desde el barro, y yo desde el trono. Me di media vuelta sin responder. No lloré. El orgullo no me lo permitió. Pero dentro de mí, algo se quebró para siempre. La tarde cayó temprano. El invierno no perdona a los que cargan con vergüenza. El castillo, que por la mañana rebosaba de vida, ahora parecía un templo en ruinas: sin risas, sin fuego, sin palabras. Pasé las horas en la cocina, removiendo brasas que ya no ardían. Nadie me habló. Nadie me miró. Y entendí lo que significaba el castigo: no el hambre, ni el aislamiento, sino el olvido. Ser invisible era mi nueva condena. El viento soplaba desde los corredores como si trajera voces lejanas. A veces creí escuchar mi nombre, pero no era así. Solo eran ecos de lo que alguna vez fui. El chirrido de la puerta me sacó del trance. Al principio pensé que era un guardia, pero la figura que se deslizó entre las sombras era más silenciosa que el miedo. —No te inclines —dijo Mael, cerrando la puerta tras de sí—. Hoy no soy tu superior. Solo un viejo que aún respeta a los dioses. Me quedé de pie, observándolo. Tenía la capa mojada por la nieve y el rostro cansado. Había fuego en sus ojos, pero no del que destruye: del que aún cree que algo puede salvarse. —No debiste enfrentarlo —murmuró—. Tu hermano no busca justicia. Busca romperte. —Ya lo hizo —respondí. Mael me miró largo rato. Luego se acercó al fuego apagado y, con un hierro, removió las brasas hasta que una chispa volvió a encenderse. —¿Ves? —dijo—. Aun la ceniza más fría guarda un respiro de calor. Pero si no la cuidas, muere sin dejar rastro. —¿Por qué me dices esto? —Porque el fuego del clan no te pertenece, pero el de la profecía sí. Los rumores se han extendido, Bais. Y no vienen solo del sirviente. El aire se me congeló en los pulmones. —¿Quién más? —Tu hermano habla de traición entre los ancianos. Y los jóvenes soldados… comienzan a preguntarse si no sería mejor un rey que los dioses eligieron, en lugar de uno que solo heredó el nombre. Guardó silencio un instante, y luego bajó la voz: —No te confíes. Lo que hoy son rumores, mañana serán órdenes. Y los dioses tienen su manera de reclamar lo que los hombres niegan. Me quedé mirando la chispa del fuego. Mael se volvió hacia la puerta, pero antes de irse, añadió: —Recuerda esto, muchacho: cuando el nombre prohibido se pronuncia, no se desata el destino. Se confirma. Y se fue, dejándome con la llama parpadeante, temblando igual que yo. La noche cayó pesada, como si el cielo entero hubiera decidido rendirse. La nieve seguía cayendo, muda, cubriendo los muros del castillo y las huellas de todos los que aún tenían un lugar adentro. Yo, en cambio, me quedé fuera. Entre los establos y el silencio, observando cómo el fuego de la cocina moría por tercera vez en el día. Pensé en lo que había dicho Mael: “Cuando el nombre prohibido se pronuncia, no se desata el destino. Se confirma.” Y sentí que cada palabra se me grababa en la piel como un hierro candente. El sonido de pasos me arrancó del pensamiento. Pasos livianos, firmes, conocidos. No necesitaba verla para saber que era ella. —No deberías estar aquí, Niamh. —Mi voz fue apenas un suspiro. —Y tú no deberías cargar solo con lo que no elegiste —respondió, deteniéndose frente a mí. Llevaba la capa más sencilla que le había visto, sin joyas, sin emblemas, sin escolta. Solo su rostro, limpio del deber y del miedo. —Dicen que hoy se habló de ti en el consejo —continuó—. Dicen… que te llamaron heredero. Tragué saliva, sin poder apartar la mirada. —No deberías creer todo lo que dicen los hombres. Ella dio un paso más. La nieve crujió bajo sus botas. —Entonces dímelo tú. ¿Eres sangre de rey? El viento sopló entre nosotros, frío y cortante. Por un momento quise mentirle. Por un momento quise ser solo el bastardo sin nombre que todos podían ignorar. Pero su voz tembló al pronunciar mi nombre, y eso bastó. —Sí —susurré. —Llevo la sangre que mi padre negó, la que mi madre pagó con su vida. Llevo el peso de un nombre que no puedo usar y un destino que no pedí. Ella cerró los ojos, como si esa verdad le doliera. —Entonces la profecía era cierta. —Y su castigo también. Nos quedamos en silencio, tan cerca que podía sentir el calor de su respiración. Las antorchas del muro más próximo se agitaban con el viento, lanzando sombras que parecían jugar con nosotros. —¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó. —Porque los dioses castigan a quien intenta cambiar lo que ya escribieron. —¿Y si lo reescribimos? —dijo, en un hilo de voz. La miré. Por un instante, el tiempo se quebró. No había tronos, ni clanes, ni sangre, ni nombres. Solo ella. Solo nosotros. Pero los dioses siempre escuchan. Y el silencio que siguió fue más frío que la nieve. —No puedes —dije al fin—. Nadie puede desafiar un juramento hecho en fuego. Ella asintió despacio, conteniendo las lágrimas que no debía mostrar. —Entonces que arda, Bais. Porque ya lo hemos roto. Se dio media vuelta y desapareció entre la ventisca, dejando tras de sí una estela de nieve y perfume. Yo me quedé allí, con las manos vacías y el corazón encendido, sabiendo que lo peor no era el rumor… sino el destino que acabábamos de sellar con la verdad.
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