Los muros del castillo

2458 Words
El invierno había sellado el castillo como una tumba. El viento se colaba por las rendijas, gimiendo entre las piedras viejas, y cada antorcha parecía una herida abierta en la oscuridad. Desde la reunión del consejo, todo había cambiado. Los guardias murmuraban más de lo que patrullaban, los sirvientes evitaban los pasillos del ala noble, y mi nombre se había vuelto una palabra prohibida. A mí me relegaron al ala norte. Allí el frío era más denso, el silencio más profundo y la soledad menos piadosa. Me levantaba antes del amanecer para revisar las antorchas, limpiar los corredores y mantener el fuego vivo. Una tarea que encajaba demasiado bien con mi destino: mantener encendido un calor que no me pertenecía. Desde la torre podía ver el resto del castillo cubierto de nieve. Las torres del clan Ardan —recién ocupadas por los soldados de la prometida— relucían como dientes de hielo. Traían su propio modo de imponer respeto: rudos, altivos, confiados. Y entre ellos, uno que destacaba más por su arrogancia que por su lealtad. No conocía su nombre, pero conocía su mirada: la del hombre que confunde poder con derecho. Esa noche el viento soplaba con más fuerza. El aire olía a tormenta y vino derramado. Caminaba por el corredor exterior, apagando una antorcha y encendiendo la siguiente, cuando escuché un ruido. Primero un golpe leve, luego un chillido ahogado. Me detuve. El sonido venía del pasillo alto, el que llevaba a las habitaciones del ala oriental. Nadie debería estar allí a esas horas. El toque de queda era estricto. Apreté la capa contra el pecho y comencé a subir. La piedra estaba fría, las sombras más oscuras de lo habitual. A medida que avanzaba, el silencio se llenó de murmullos: una voz masculina, gruesa, acompañada por un llanto contenido. Aceleré el paso. Al girar la última esquina, el grito se hizo claro. Una puerta entreabierta, una figura forcejeando. El vino en la voz del hombre, el miedo en la de ella. —Por los dioses… —susurré. No necesité ver más. Supe que era ella. Niamh. Y supe también que el fuego, esa noche, ya no se encendía solo en las antorchas. Empujé la puerta con todo mi peso. El golpe resonó como un trueno, y la llama de la lámpara del corredor se agitó detrás de mí. El guardia, un hombre alto, con la capa del clan Ardan torcida y la hebilla desabrochada, se volvió sobresaltado. Sus manos aún aferraban el brazo de Niamh. No pensé. No podía hacerlo. La furia me alcanzó antes que el miedo. Me lancé sobre él. El impacto nos arrojó contra la mesa, que se partió con un crujido. El vino se derramó, el vidrio se astilló, y el olor metálico del hierro chocó con el del alcohol. El hombre intentó levantarse, pero el golpe que le di con la empuñadura de la lámpara lo dejó inconsciente. El silencio que siguió dolía. Solo se oía mi respiración, irregular, y el jadeo de ella. Niamh estaba contra la pared, temblando. Su vestido estaba rasgado en un hombro, y su mirada perdida, como si el mundo se le hubiera vuelto ajeno. —¿Estás herida? —pregunté, apenas sin voz. Negó lentamente con la cabeza. Sus labios temblaban, pero no del frío. Dio un paso hacia mí. —¿Por qué estás aquí, Bais? —susurró. —Porque escuché el grito. —No… —Su voz se quebró—. ¿Por qué siempre apareces cuando más temo caer? No supe qué responder. Solo me acerqué lo suficiente para cubrirla con mi capa. El borde de la tela rozó su cuello, y en ese gesto torpe sentí cómo la distancia entre ambos se rompía por completo. Ella apretó la tela entre los dedos, respirando hondo. —Él me habría... —No terminó la frase. La mirada se le llenó de lágrimas contenidas. —No lo hará —dije. —¿Y quién lo detendrá cuando te culpen a ti? La pregunta me atravesó como una flecha. Miré el cuerpo del guardia tendido en el suelo, la sangre en mis manos, el vino derramado sobre las tablas. Sabía que no habría explicación que bastara. A los ojos del clan, el bastardo siempre será culpable. Pero si los dioses me habían condenado a proteger lo que no podía tener, al menos esta vez no iba a fallarles. —Que me culpen —murmuré—. Pero nadie volverá a tocarte. Ella alzó la vista hacia mí, y por primera vez, no hubo miedo en sus ojos. Solo un temblor distinto, más hondo. El que nace cuando dos almas entienden que acaban de cruzar la línea de la que no se regresa. El ruido llegó antes que las voces. Pasos apresurados, metal chocando, órdenes gritadas entre el viento. No hizo falta mirar atrás: el castillo entero ya sabía que algo había ocurrido. Me giré hacia Niamh. Seguía envuelta en mi capa, el rostro pálido, el temblor aún en las manos. Quise decirle que se escondiera, que no hablara, pero los guardias irrumpieron antes de que pudiera abrir la boca. El primero en entrar fue el capitán de la torre. El segundo, mi hermano. Sus ojos recorrieron la habitación como una tormenta: la mesa rota, el cuerpo del guardia tendido en el suelo, el vino mezclado con sangre. Y después, nosotros. Ella con mi capa. Yo con las manos manchadas. El silencio fue más brutal que cualquier acusación. —¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el capitán. Niamh abrió la boca, pero mi hermano levantó una mano. —Déjala —dijo con calma—. Quiero oírlo de él. Podía sentir la trampa antes de oírla. Bajé la mirada. —Entré al oír un grito. Lo encontré sobre ella. El capitán asintió con gesto rígido. Mi hermano no. Su voz sonó tan suave que dolía más. —¿Y decidiste golpear a un soldado de mi guardia, sin testigos, en los aposentos de mi prometida? Niamh dio un paso al frente. —Fue para protegerme —dijo—. El guardia intentó— —Silencio —interrumpió él. Ni siquiera la miró. Solo me observaba a mí, con esa sonrisa fina que no llegaba a los ojos. —¿Qué debo hacer contigo, hermano? —preguntó despacio. —Cada vez que intentas redimirte, te hundes un poco más. El capitán intentó hablar, pero él lo detuvo con un gesto. —Llévense al soldado. Y enciérrenlo en la torre hasta nuevo aviso. Los guardias obedecieron. El cuerpo fue arrastrado fuera. Quedamos solo nosotros tres. Mi hermano se acercó despacio, deteniéndose a pocos pasos de mí. —¿Crees que salvarla te hace digno de tocarla? —susurró. —No respondí. —Mírala —añadió—. La cubres con tu capa como si te perteneciera. Y lo peor, Bais… —su voz bajó, casi un suspiro— …es que ella te deja hacerlo. Niamh dio un paso atrás, pero no dijo nada. La culpa no era suya, y aun así la cargaba como si lo fuera. Él se volvió hacia ella, clavándole la mirada. —Mañana partirás conmigo. Este castillo ha dejado de ser seguro. Niamh intentó protestar, pero su tono se endureció. —No lo discutas. Y tú —dijo girándose hacia mí—, no volverás a cruzar las murallas interiores. El próximo paso en falso, y los dioses no tendrán tiempo de salvarte. Salió, dejando tras de sí un silencio insoportable. Ella y yo nos quedamos quietos, sin atrevernos a movernos. La capa seguía sobre sus hombros. Cuando finalmente se la quité, mis dedos rozaron su piel. Y fue entonces cuando entendí lo que realmente había hecho: no solo la había salvado. La había reclamado ante los dioses. El castillo durmió pronto aquella noche. Demasiado pronto. Como si el silencio pudiera borrar lo ocurrido, como si las sombras no recordaran los gritos. El viento soplaba contra los muros, y la nieve caía lenta, casi piadosa. Yo no debía estar allí, pero los dioses me empujaron igual. Caminé hasta el muro norte, donde las antorchas se apagaban más rápido y nadie hacía preguntas. Ella estaba allí. Sola. La capa que le había dado colgaba todavía sobre sus hombros, y su cabello, suelto al fin, parecía un incendio contenido. No sé si me oyó llegar o si simplemente lo supo. —No tendrías que haber venido —dijo sin girarse. —Tampoco tú —respondí. Guardamos silencio. El tipo de silencio que arde, que se llena de palabras no dichas y latidos que no saben mentir. Por un momento, solo miramos la noche. El horizonte era una línea de plata sobre el mar helado. —Se marcharán al amanecer —susurró ella. —Lo sé. —Y tú no podrás salir del castillo. —Nunca he salido, Niamh —dije con una media sonrisa triste—. Solo cambio de jaula. Giró por fin hacia mí. Sus ojos tenían la misma claridad que la nieve, pero en ellos había algo más: miedo… y deseo. —Cuando te vi por primera vez, supe que algo en mí cambiaría —dijo—. No era amor. Aún no. Era una g****a. Y ahora… ya no sé si soy yo la que cae o si te estoy arrastrando contigo. —No me arrastras —le aseguré—. Yo elegí quedarme. Se acercó un paso. El frío se volvió insoportable, o quizá era el calor de su cercanía. Su respiración se mezcló con la mía. —Los dioses se burlan de nosotros —murmuró. —Siempre lo hacen —respondí. Su mano tembló al rozar la mía, apenas un roce. Un gesto que en otra vida habría sido inocente, pero en esa, lo sellaba todo. —Si vuelves a poner en riesgo tu vida por mí —dijo—, esta vez seré yo quien no lo soporte. —Entonces que los dioses decidan quién de los dos soporta más. No hubo beso. Solo la certeza muda de que ya no había vuelta atrás. Ella dio un paso atrás, bajó la mirada y se marchó sin decir adiós. El viento se llevó el olor de su cabello, pero no el peso de su presencia. Me quedé solo bajo el muro, mirando el horizonte. El halcón de madera colgaba de mi cinturón, gastado, agrietado por el fuego. Lo giré entre los dedos y juré en silencio que no permitiría que ese destino —ni mi hermano, ni mi padre, ni los dioses— la arrastraran a la ruina. Si el precio de amarla era perderlo todo, entonces que ardan los muros. Ya sabía cómo encenderlos. 🔥 Nota de autor – E. Aluna A veces, los muros no separan: guardan los secretos que el amor no puede decir en voz alta. Y entre las grietas del deber y el deseo… nacen las historias que los dioses quisieran olvidar. ¿Quieres que armemos ahora el Arco III – El precio del fuego (Capítulos 11–15) con su esquema general para seguir el ritmo de publicación? Tú dijiste: A ver, la capa se la quito, entonces ella no la tiene, se la quito y ella no la tiene, por lo tanto esta escena está narrada mal. ChatGPT Plus Tienes toda la razón, Altea 🌙. Muy bien visto. En la escena 3, Bais le quita la capa antes de que ella se marche; ese detalle no puede cambiar, porque es un símbolo: el cierre del acto heroico, el punto exacto donde él vuelve a ser el “bastardo”. Así que la escena 4 debe comenzar con coherencia visual y emocional —ella sin la capa, más vulnerable, pero también más consciente—. Te dejo la versión corregida, fluida y coherente con todo lo anterior: 📖 Capítulo 10 – Los muros del castillo Escena 4 — Bajo el mismo muro (versión corregida) El castillo durmió pronto aquella noche. Demasiado pronto. Como si el silencio pudiera lavar la vergüenza del día. El viento soplaba contra las almenas, y la nieve caía lenta, amortiguando los pasos de los guardias. No debía salir del ala norte, pero había algo más fuerte que las órdenes: esa sensación de que aún quedaba algo por decir. Crucé el patio en penumbra, siguiendo el sendero que llevaba al muro occidental, el que daba al mar. Allí, entre los pliegues de la noche, la vi. Niamh. Sin capa, sin escolta, con el vestido gris que usaba cuando no era la prometida del heredero, sino solo una mujer intentando respirar. El frío le mordía los hombros, y aun así permanecía inmóvil, mirando el horizonte. —No deberías estar aquí —le dije. —Tú tampoco. —No se volvió—. Dijeron que te prohibieron cruzar los muros interiores. —Y tú deberías estar bajo vigilancia. Parece que ambos olvidamos las órdenes. Guardó silencio. Solo el mar respondía, golpeando la roca con su voz eterna. Me acerqué un paso. —¿No tienes frío? —pregunté. —Lo tenía. —Su voz fue apenas un hilo—. Pero creo que desde hoy ya no siento nada. Sus palabras me dolieron más que cualquier herida. Aún tenía las marcas de mis manos en la capa que le había quitado horas antes; podía verlas, invisibles, como un recordatorio de que la protección también puede ser una condena. —Él te llevará lejos —dije al fin. —Eso cree. —Giró hacia mí, los ojos claros en la oscuridad—. Pero ni todos los dioses juntos podrían apartar lo que ya está hecho. —¿Y qué está hecho, Niamh? —Tú y yo —susurró—. Eso está hecho. El viento sopló fuerte, moviendo su cabello. Di un paso más, hasta que pude sentir su respiración. Su mirada no temblaba; la mía, sí. —Te maldecirán por esto —dije. —Ya me maldijeron cuando nací mujer. Lo tuyo es apenas una continuación. Reí sin poder evitarlo, triste y vencido. Ella extendió la mano y tocó mi rostro con delicadeza. —Si vuelves a poner en riesgo tu vida por mí, esta vez seré yo quien no lo soporte. —Entonces que sean los dioses quienes decidan quién soporta más —respondí. No hubo beso. Solo un silencio cargado de promesas imposibles. Se apartó despacio, con el vestido ondeando al ritmo del viento. No llevaba mi capa, pero se marchó envuelta en algo mucho más peligroso: mi juramento. Cuando la sombra de su figura desapareció, quedé solo junto al muro. El halcón de madera colgaba de mi cinturón, agrietado y ennegrecido por el fuego. Lo sujeté con fuerza. —Si el precio de salvarla es arder —murmuré—, que empiece el incendio.
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