El peso del silencio

2580 Words
La mañana llegó con un frío extraño, como si el castillo hubiera amanecido intentando protegerse de sí mismo. La nieve cubría los patios, y el fuego de las antorchas titilaba sin convicción. Yo llevaba horas trabajando en los establos, con la sensación amarga de que algo dentro de mí se había roto durante la noche. Los guardias me escoltaban a distancia, como siempre. Pero esa mañana no necesitaban vigilarme: yo no era una amenaza para nadie. Apenas era la sombra de algo que no debería existir. Entonces la vi. Niamh cruzaba el patio junto a dos damas de compañía, envuelta en una capa azul profundo, distinta a la que llevaba el día anterior. El color de su clan. El color que recordaba a todos que pertenecía a otro hombre. Caminaba con la espalda recta, la mirada fija en el frente, los labios tensos. Parecía más alta. Más fría. Más lejos. Cuando el viento abrió un instante su capa, vi el borde de su vestido gris… el mismo que había llevado anoche. Lo había vuelto a elegir. Pero ahora lo escondía bajo el azul de su futuro matrimonio. Mis ojos la siguieron sin poder evitarlo. Solo entonces ella giró el rostro. Y por primera vez desde que la conozco… …no me miró. No buscó mis ojos. No buscó mi sombra. No buscó nada. Fue deliberado, calculado, cruel en su suavidad. Miró por encima de mí. Como si yo fuera parte del paisaje. Como si no recordara los susurros de la noche, ni las palabras escondidas entre páginas, ni el temblor de su voz cuando dijo que crecería conmigo aunque el mundo ardiera. El gesto me atravesó de una forma que ningún golpe de mi hermano había logrado. Mael me vio quedarse inmóvil. —No lo tomes así —murmuró acercándose—. Está asustada. —¿Asustada de mí? —pregunté. —No. Asustada de lo que siente —respondió él—. Y de lo que tu hermano puede hacer si vuelve a notar algo. Ella siguió avanzando por el patio sin una sola mirada hacia atrás. Cada paso suyo retumbaba como un recordatorio: Lo que es inevitable también puede destruir. Cuando desapareció tras la puerta de la torre este, sentí que algo dentro de mí se derrumbaba. No por la distancia. Sino por la mentira que ella intentaba sostener. Mael no insistió mientras miraba cómo Niamh se alejaba, pero cuando mis manos empezaron a temblar sobre el cubo de agua, lo supe: no iba a dejarme solo. —Bais —dijo con voz baja, apoyándose en el marco del establo—. No puedes dejar que esto te rompa. —Ya lo hizo —respondí sin mirarlo. Él frunció el ceño. Avanzó un paso dentro, cerrando la puerta detrás de sí para que los guardias no escucharan. —Lo que viste ahí fuera no fue rechazo —insistió—. Fue miedo. —¿Y eso debería aliviarme? Mael suspiró, agotado, como si llevara semanas cargando el mismo peso que yo. —Ella es la prometida del heredero. Está atrapada, igual que tú, Bais. —No estamos atrapados igual —dije, dejando caer el cubo con un golpe seco contra la piedra—. Si ella se equivoca, el castillo susurra. Si yo me equivoco… muero. Mael se acercó y me agarró del antebrazo. —Eso no significa que debas rendirte. —¿Rendirme? —reí sin humor—. ¿A qué? ¿A un silencio que me aplasta? ¿A verla actuar como si anoche no hubiera existido? ¿A esconder cada palabra como si yo fuera una vergüenza viviente? Mi voz salió más rasposa de lo que pretendía. No era rabia. Era dolor. —Bais —su tono se suavizó—. Está intentando protegerte. ¿No lo ves? —Lo veo demasiado. La distancia la protege a ella. El silencio me destruye a mí. Mael dejó caer la mano. —Te estás consumiendo —dijo en un susurro—. Y si sigues así, tu hermano va a tener lo que quiere: quebrarte desde dentro. Apreté los puños. —No me quiebro por él —confesé—. Ni por el castillo. Ni por la profecía. Me quiebro porque… —tragé saliva— porque no sé cómo alejarme de algo que nunca debí tocar. El silencio se volvió espeso, pesado, inmóvil. Mael bajó la mirada, derrotado. —Quizá no necesites alejarte —murmuró—. Quizá solo necesites entender que esto no se apagará. Ni con distancia. Ni con miedo. Ni con órdenes. Alcé la vista. —¿Y qué quieres que haga? —pregunté—. ¿Que la busque y terminemos ambos enterrados bajo los pies de los dioses? —No —respondió—. Quiero que dejes de odiarte por sentir algo que todo el mundo siente alguna vez. Incluso los que se creen dueños del destino. Sus palabras me golpearon porque eran verdad. Y porque eran imposibles. —Mira, Bais —dijo Mael—. Tú no elegiste esto. Pero tampoco puedes huir. Al menos… no de ti mismo. Bajé la cabeza. No tenía fuerzas para seguir discutiendo. Mael suspiró, se giró hacia la puerta y antes de salir dijo: —Esta guerra no empezó por tu culpa. Pero va a terminar contigo en el centro. Te guste o no. Cuando se fue, quedé solo en el establo, con el eco de sus palabras clavándose en mis costillas como una lanza. Porque tenía razón. Y dolía precisamente por eso. La noche siempre huele distinto cuando uno carga secretos. A veces a lluvia. A veces a madera húmeda. Esa noche… olía a presagio. Me quedé despierto mucho después de que Mael se marchara. No importaba cuántas veces cerrara los ojos: cada vez que lo hacía, veía el rostro de Niamh alejándose de mí en el patio, como si el mundo hubiera decidido dividirse en dos… y yo hubiera quedado del lado equivocado. Me levanté y salí en silencio. El castillo dormía, pero yo no pertenezco al sueño de nadie. Subí por las escaleras que dan al pasillo norte, donde nadie pasa a esas horas. Ahí, donde las antorchas chisporrotean como si temieran morirse, apoyé la espalda en el muro frío. Mis manos todavía tenían el temblor que dejé por disimulo en el establo. Respiré hondo, intentando expulsar de mis pulmones la sensación de que el día me había aplastado. Entonces apareció. No en cuerpo. En memoria. La voz de la druida. “El que fue negado traerá la unión… o la ruina.” Siempre había recordado ese pedazo. Pero esa noche, el eco se completó en mi mente como un cuenco que por fin deja ver su forma real. “No podrá huir de su destino. Ni del fuego que lo guía. Ni del corazón que lo condena.” Abrí los ojos de golpe. No sabía si era un recuerdo, un sueño, o la forma que los dioses tienen de recordarte que no eres dueño de nada. Me llevé una mano al pecho, como si así pudiera calmar el latido que había abandonado todo orden humano. —Unión o ruina… —susurré. Nunca había pensado que la profecía pudiera tener algo que ver con ella. Siempre creí que se refería al clan, a mi padre, al trono que nunca quise. Pero ahora… Ahora sospechaba que ese “corazón que me condena” tenía un nombre que me quemaba desde dentro. Caminé por el pasillo, sin rumbo. La noche se estiraba como un animal hambriento a mi alrededor. Los dioses, si es que miraban, debían de estar riéndose. Recordé la mirada de la druida el día en que mis manos ardieron frente al fuego. Recordé cómo Niamh había reconocido esa llama cuando me rozó la piel en la sala del consejo. Recordé la forma en que ella sostuvo mi nombre sin pronunciarlo. El destino no siempre grita. A veces susurra. A veces se insinúa con una mirada prohibida. Y esa era mi verdadera tortura. No era el silencio de Niamh. No era mi hermano vigilándome. No era la humillación del día. Era la certeza de que mi vida había sido escrita mucho antes de que yo respirara por primera vez. Y que ese escrito llevaba su sombra, su voz, su fuego. Me detuve frente a uno de los ventanales. Afuera, el mar golpeaba las rocas como si quisiera devorarlas. Vi su bruma alzarse en la distancia, mezclándose con el cielo n***o, con las estrellas que parecían mirar sin ver. —¿Unión o ruina…? —repetí—. ¿Dónde quedo yo? Nadie respondió. La noche no responde. Solo observa. Y así, mientras el viento helado se colaba por la piedra y me calaba los huesos, comprendí una verdad que me desgarró sin tocarme: No estaba peleando contra un sentimiento. Estaba peleando contra un destino escrito antes de que yo existiera. Y estaba perdiendo. La noche siempre huele distinto cuando uno carga secretos. A veces a lluvia. A veces a madera húmeda. Esa noche… olía a presagio. Me quedé despierto mucho después de que Mael se marchara. No importaba cuántas veces cerrara los ojos: cada vez que lo hacía, veía el rostro de Niamh alejándose de mí en el patio, como si el mundo hubiera decidido dividirse en dos… y yo hubiera quedado del lado equivocado. Me levanté y salí en silencio. El castillo dormía, pero yo no pertenezco al sueño de nadie. Subí por las escaleras que dan al pasillo norte, donde nadie pasa a esas horas. Ahí, donde las antorchas chisporrotean como si temieran morirse, apoyé la espalda en el muro frío. Mis manos todavía tenían el temblor que dejé por disimulo en el establo. Respiré hondo, intentando expulsar de mis pulmones la sensación de que el día me había aplastado. Entonces apareció. No en cuerpo. En memoria. La voz de la druida. “El que fue negado traerá la unión… o la ruina.” Siempre había recordado ese pedazo. Pero esa noche, el eco se completó en mi mente como un cuenco que por fin deja ver su forma real. “No podrá huir de su destino. Ni del fuego que lo guía. Ni del corazón que lo condena.” Abrí los ojos de golpe. No sabía si era un recuerdo, un sueño, o la forma que los dioses tienen de recordarte que no eres dueño de nada. Me llevé una mano al pecho, como si así pudiera calmar el latido que había abandonado todo orden humano. —Unión o ruina… —susurré. Nunca había pensado que la profecía pudiera tener algo que ver con ella. Siempre creí que se refería al clan, a mi padre, al trono que nunca quise. Pero ahora… Ahora sospechaba que ese “corazón que me condena” tenía un nombre que me quemaba desde dentro. Caminé por el pasillo, sin rumbo. La noche se estiraba como un animal hambriento a mi alrededor. Los dioses, si es que miraban, debían de estar riéndose. Recordé la mirada de la druida el día en que mis manos ardieron frente al fuego. Recordé cómo Niamh había reconocido esa llama cuando me rozó la piel en la sala del consejo. Recordé la forma en que ella sostuvo mi nombre sin pronunciarlo. El destino no siempre grita. A veces susurra. A veces se insinúa con una mirada prohibida. Y esa era mi verdadera tortura. No era el silencio de Niamh. No era mi hermano vigilándome. No era la humillación del día. Era la certeza de que mi vida había sido escrita mucho antes de que yo respirara por primera vez. Y que ese escrito llevaba su sombra, su voz, su fuego. Me detuve frente a uno de los ventanales. Afuera, el mar golpeaba las rocas como si quisiera devorarlas. Vi su bruma alzarse en la distancia, mezclándose con el cielo n***o, con las estrellas que parecían mirar sin ver. —¿Unión o ruina…? —repetí—. ¿Dónde quedo yo? Nadie respondió. La noche no responde. Solo observa. Y así, mientras el viento helado se colaba por la piedra y me calaba los huesos, comprendí una verdad que me desgarró sin tocarme: No estaba peleando contra un sentimiento. Estaba peleando contra un destino escrito antes de que yo existiera. Y estaba perdiendo. ¿Avanzamos a la Escena 4 — la plegaria desesperada a los dioses, donde Bais por primera vez suplica… aun sabiendo que nadie concede favores sin un precio? Tú dijiste: Ultima escena Luna ChatGPT Plus Aquí tienes, Altea. Profunda, intensa, íntima… como debe cerrar este capítulo. Bais tocando fondo, pero sin quebrarse. Una plegaria que no pide amor, sino misericordia. Capítulo 13 – El peso del silencio Escena 4 — Plegaria desesperada a los dioses No sé cuánto tiempo pasé frente al ventanal. Minutos, horas… la noche no diferencia entre un hombre perdido y uno culpable. El frío terminó por obligarme a moverme. Bajé las escaleras de piedra casi sin sentir los pasos, guiado por algo más viejo que yo, más antiguo que cualquier ley del clan. Cuando crucé el patio, el viento marino me golpeó el rostro con un sabor salado, áspero. Las antorchas se agitaban como si temieran apagarse. Nadie vigilaba: la guardia descansaba, confiada en que el castillo dormía. Pero yo no dormía. Y los dioses tampoco. Caminé hasta el círculo de piedras donde los ancianos celebran los ritos. Me arrodillé frente al altar pequeño, el que usaban las mujeres para pedir fertilidad y los guerreros para pedir valentía. Nunca había pedido nada. Quizá por eso dolió más. Apoyé las manos en la piedra fría. La sentí vibrar, como si reconociera mi piel. Como si recordara la sangre que comparto con un hombre que me negó ante el mundo. El mar rugía detrás de mí, chocando contra las rocas en un ritmo que parecía un corazón cansado. —Dioses… —susurré, y mi voz se rompió como una cuerda tensa—. Si alguna vez me habéis mirado, si alguna vez estuve en vuestros designios… dadme fuerzas para hacer lo correcto. Mi garganta ardió. El silencio respondió. —No os pido que me la deis —continué—. No pido que la miréis por mí, ni que desviéis su destino del de mi hermano. No soy tan necio. El viento sopló más fuerte, levantando polvo del suelo, como si quisiera borrar mis huellas. —Solo pido que me dejéis resistir —respiré—. Que mi corazón no me traicione más de lo que ya lo ha hecho. Que vuestro fuego no me consuma antes de tiempo. Mis uñas se clavaron en la piedra. —Permitidme ser fuerte —murmuré—. Aunque sea por una noche. Una ráfaga helada barrió el círculo. Las antorchas temblaron. Una chispa saltó, iluminando por un segundo la superficie del altar. Y entonces lo vi. Un hilo de luz, delgado como un cabello, recorrió la g****a central de la piedra. No era fuego. No era antorcha. Era… una señal. Un recordatorio. Un destino que no había pedido, pero que me seguía como una sombra. Sentí un peso en el pecho, duro, inevitable. El que fue negado traerá la unión… o la ruina. Bajé la cabeza. No sé si los dioses escucharon mi plegaria. No sé si quieren salvarme o empujarme hacia el abismo. Lo único que sé es que, al levantarme, mis piernas temblaban… y mi corazón también. Porque amar lo prohibido es fácil. Lo difícil es sobrevivir al precio. Y yo acababa de aceptarlo.
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