Al final de la cita médica, Aysha volvió a acomodarse en el asiento del lujoso auto. Su dedo, ahora vendado y adormecido por el anestésico, era un alivio frente al constante dolor que había soportado durante días. —Use estas, señorita. Son más cómodas —dijo Edrik Carlson mientras sostenía su pie con suavidad—. ¿Sabía que al torturar sus pies castiga directamente a su cerebro? Su voz era tan suave como envolvente. El perfume que lo rodeaba flotaba entre ellos, embriagador, como un conjuro que desestabilizaba los sentidos. Las manos cálidas de Edrik ajustaron con precisión una sandalia blanca, de perlas opacas, sobre el pie de Aysha. El gesto, tan inesperado, revelaba una faceta inusual en él: elegancia mezclada con autoridad, recubierta de una amabilidad desconcertante. —No lo sabía, señ

