MIGUEL

1065 Words
CAP. 8- MIGUEL Miguel no es un hombre que pase inadvertido. Mientras la cabalgata avanza, mientras los colores rojo y amarillo inundan Mogna, su figura sobresale entre la multitud como un corte violento en el panorama. Las botas brillantes, la campera de cuero, magnífica, flamante; y los anteojos de sol que ocultan su mirada calculadora. Es una apariencia que no combina con el pueblo, pero que lo subyuga. No es parte de la festividad. Es una exhibición. Y el gentío lo nota. No lo miran con admiración, sino con desconfianza. Porque mientras los piadosos rezan y los jinetes avanzan con paso pomposo, Miguel se mueve con la soltura de quien cree que ya ha triunfado, de quien observa sin turbación, sin vínculo real. Pero en algún punto, su impavidez no es bastante. Es la de un hombre que ha convertido la codicia en su única brújula moral. Mientras la población de Mogna sobrevive en la indigencia, él ve en ésas tierras algo más que viviendas humildes: ve una mina de oro, hierro, o tal vez litio, patrimonios que podrían convertirlo en un rey en su pequeño reino de polvo y apetencia. Para afirmar el poder en su pueblo, Miguel ha tejido una red de influjos peligrosos. A los dirigentes públicos los compra con dinero o intimidaciones veladas, y aquellos que no admiten "su generosidad" suelen hallar obstáculos misteriosos en sus vidas: cosechas devastadas, posesiones quemadas, familiares enfermos de repente. Inclusive ha usado a compañías mineras externas para forzar al pueblo. Mogna no es solo un lugar enterrado en San Juan; es una fracción en su juego. Con cada acuerdo encubierto, Miguel hurta a los habitantes de ésas tierras sin que ellos lo noten hasta que es muy tarde. Cada tanto, alguien que se desafía manifiestamente a Miguel, se desvanece. Un mercante que se negó a venderle posesiones, un reportero que hizo muchas preguntas, un cabecilla social que se atrevió a emprender una protesta. Las desapariciones jamás dejan huellas claras, solo el miedo gradual entre los habitantes. Lidia, que ha vivido bastante para saber al dedillo los secretos de su hermano, se interroga si algún día también llegará su turno. Pero ella no es como los demás. Ella está dispuesta a oponerse. La docente y el comisario, conscientes de los horrores que Miguel podría ocasionar a su propia hija, tomaron aquella decisión extrema: sacarla del pueblo antes de que él lograra hacerle algo. Organizaron su salida como si se tratara de una criminal. Borraron todas las pistas de su presencia en el pueblo, para que Miguel nunca pudiera localizarla. A pesar de haber hecho lo que corresponde, Lidia vive con el miedo permanente de que Miguel averigüe la verdad. Cada vez que él alude a su hija con desapego, cada vez que rastrea respuestas, Lidia siente un estremecimiento en la espalda. Miguel es un individuo que no acepta perder, y si alguna vez desconfía sobre si su hermana estuvo envuelta en la desaparición, no tendrá misericordia. Miguel no deja de indagar sobre Beatriz, pero su dolor no es el de un padre cariñoso. Es el de un hombre fracasado porque no la puede utilizar como una pieza en su juego de poder. Para él, su hija era un símbolo, una herramienta, algo que debía controlar, y su desaparición es una ofensa a su ego. Su sonrisa sigue presente, pero se vuelve más oscura, más calculadora. La cólera de Miguel no conoce límites. Para él, la frustración no es una elección, y menos cuando su propia sangre está en juego. El sicario, aquel que había aceptado el trabajo de desaparecer a Beatriz, debía haber cumplido con su trabajo sin dejar huellas. Pero no lo hizo. Cuando Miguel se da cuenta de que Beatriz sigue con vida, algo en su interior se encrespa. No es el dolor de un papá frustrado, sino el orgullo herido de un varón que siempre ha tenido el control. Como reacción inmediata, decide buscar al asesino que fracasó. No importa cuánto dinero tenga que malgastar, cuántas manos tenga que comprar, ni cuántos ojos haya que cerrar. Va a hallarlo. Y lo va a hacer pagar. Cuando finalmente lo logra, escondido en alguna guarida olvidada, Miguel no pierde tiempo en comerciar. No hay palabras, no hay preguntas. Lo observa durante unos instantes, en silencio, como si calculara la dimensión de su despecho. Y luego, sin previo aviso, el primer sopapo zumba en la morada. Lo que sigue es un escarmiento minucioso, calculado, propio. Miguel no meramente lo mata; lo deshace. Cada golpe lleva consigo la furia de un hombre que no acepta el ser desafiado. Cada fractura, cada lesión, es una lección dada con ferocidad. Al final, cuando el cuerpo del asesino ya no responde, Miguel se retira, inspirando profundo, con el rostro oscurecido por el gozo frío de quien ha recuperado el poder. El mensaje es claro para cualquiera que intente resistir: nadie se ríe de Miguel. Nadie le falla. Y, sobre todo, nadie le quita lo que piensa que es suyo. Su orgullo y su dinero Miguel acierta con las reglas del juego en Mogna: la pobreza no solo corroe el cuerpo, sino también la voluntad. En un lugar donde la desesperanza es moneda corriente, él se mueve con total confianza, sabiendo que todo posee un precio, inclusive la lealtad de aquellos que no habrían de oponerse a él. Miguel no aplica su poder con arengas ni falsas ofertas. Lo hace con gestiones calculadas: Obtiene voluntades: Dinero, protecciones, favor. A quien le sirve, le da lo bastante para que siga con su apoyo. A quien le molesta, lo despoja hasta de la última ocasión de sobrevivir. Engaña con hambre. Los negocios, el acceso a necesidades básicas, incluso los dominios, pasan lentamente a estar bajo su control. Nadie en Mogna puede hacer algo sin que, de algún modo, Miguel reciba su porción. Cuando alguien osa cuestionar su autoridad, se esfuma o sufre algún suceso que deja claro que no hay lugar para el error. Miguel se pasea por el pueblo con el talante de un líder bondadoso. Sonríe en tertulias, se sienta en las plazas como si fuera una persona de pueblo, como si fuera uno más. Pero bajo ese aspecto, su verdadero plan avanza como un veneno mudo. Él no quiere solo riqueza. Quiere control total. Quiere convertir Mogna en su imperio propio. Y está preparado a hacer lo preciso para conseguirlo.
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