[SOFÍA]
Francesco no se mueve. Yo tampoco.
Es como si el tiempo se hubiera partido en dos: lo que éramos antes de estas palabras, y lo que somos ahora, suspendidos en el umbral de algo demasiado grande para nombrar.
Un segundo más. Otro. La tensión entre nosotros es tan densa que podría romperse con solo una exhalación.
—Tengo que irme —dice, por fin. Pero su voz no tiene prisa. No se aparta. No se mueve.
Solo me mira.
—Sí —respondo, sin convicción.
Francesco da un paso atrás, pero sus ojos siguen clavados en los míos. Cuando finalmente se da la vuelta y sale del camión, siento que me falta el aire. Como si el corazón se hubiera quedado con él.
Cierro los ojos. Me apoyo en la pared, tratando de contener el torbellino que me sacude por dentro.
Lo sentí.
Claro que lo sentí. Desde esa primera mirada en el garaje de Fiorano, cuando aún era un adolescente testarudo con sueños demasiado grandes para su cuerpo delgado. Desde que me dijo que, si alguna vez ganaba un Gran Premio, el primer mensaje sería para mí. Porque yo era la única que siempre creyó en él.
Lo sentí esa noche.
Y ahora también.
[…]
La rueda de prensa es un caos contenido. Las cámaras disparan sin descanso. Los periodistas, como aves rapaces, se lanzan sobre Francesco con preguntas disfrazadas de sonrisas.
—Francesco, ¿algo que decir sobre el video con Miranda Carter?
—¿Qué opina su equipo del revuelo mediático?
—¿Es cierto que está en una relación con Sofía Conte?
Ahí está. La pregunta inevitable.
Francesco no se inmuta. Se acomoda el micrófono, sereno. Elegante. La misma máscara de siempre, esa que aprendió a usar mejor que nadie.
—Sofía es una de las personas más importantes en mi vida —dice. Directo. Sin titubear—. No tengo nada más que decir al respecto. Mi vida personal no debería ser parte de esta sala.
Silencio. Un murmullo tenso.
Pero él no se quiebra.
Yo lo miro desde el fondo, donde nadie puede verme. Donde puedo observarlo sin que note cómo me tiemblan las manos.
Porque sé lo que está haciendo. Está protegiéndome. A su manera.
No con distancia. Con verdad.
Y eso, de alguna forma, me asusta más que todo lo demás.
Las luces de la sala de prensa me ciegan. Los flashes siguen disparando incluso cuando la última pregunta ya fue respondida. Francesco se pone de pie con la misma calma controlada de siempre, da las gracias y se marcha sin mirar atrás.
Lo sigo desde el fondo, sin hacer ruido. Nadie me nota. No soy la noticia, y él se encargó de dejarlo claro.
En los pasillos de la fabrica, la tensión sigue en el aire. Algunos lo saludan, otros se hacen a un lado. Él camina recto, con la mandíbula apretada y los puños cerrados. Su silencio grita. No lo detengo.
El viaje al hotel es un trayecto mudo. Yo voy en otro auto, pero sé que está pensando en mí. Igual que yo en él.
Cuando llegamos, el vestíbulo está casi vacío. El personal nos reconoce, pero ninguno de los dos está de humor para sonrisas. Francesco no espera el ascensor. Sube directamente por las escaleras. Siempre lo hace cuando necesita quemar algo que no puede decir en voz alta.
Yo me detengo en mi planta. Piso quince. La tarjeta tiembla un poco entre mis dedos al abrir la puerta.