[SOFÍA]
Esta noche, en el hotel, todo está en silencio. Las luces de la ciudad se cuelan por las cortinas del piso quince, dibujando sombras largas sobre la alfombra. Me ducho sin pensar, me visto como si el cuerpo no fuera mío, y me dejo caer en la cama.
Pero no puedo dormir.
Las palabras de Francesco no dejan de repetirse en mi cabeza.
“¿De enamorarme de ti más de lo que ya lo estoy?”
“Dímelo a la cara.”
Le dije la verdad. Pero eso no lo hace más fácil.
Afuera, un coche acelera. El rugido del motor me atraviesa como una punzada, como si me recordara que él está ahí afuera. Que todavía hay tiempo para perderlo… o para no hacerlo.
El teléfono vibra.
Francesco: Estoy en el balcón. Piso 18.
Francesco: No tienes que venir. Pero si no vienes, mañana será como si nada de esto hubiera pasado.
Mi corazón se dispara. Me siento. Me quedo mirando la pantalla como si las palabras fueran una línea de meta que no sé si cruzar.
Me levanto. Me pongo la primera chaqueta que encuentro.
No pienso.
Solo voy.
El pasillo está en silencio cuando salgo de mi habitación. Mis pasos suenan demasiado fuertes sobre la alfombra mullida, como si el hotel entero pudiera escuchar mi duda.
Piso el botón del ascensor. La espera se me hace interminable. Me miro en el reflejo de las puertas metálicas. El cabello aún húmedo, las mejillas encendidas, los ojos… vacilantes. Como si no supieran si están a punto de romperse o de encontrar algo que no sabían que buscaban.
El ascensor llega. Subo sola.
Los números cambian lentamente: 16… 17… 18.
Las puertas se abren con un leve sonido. El pasillo es idéntico al mío, pero se siente más frío. Más lejano. Camino hacia la última puerta del ala este. El balcón privado. Solo las suites más caras lo tienen.
Solo Francesco.
Cuando llego, la puerta está entreabierta. La brisa nocturna me envuelve, fresca y cargada con el olor de la ciudad. Me detengo un segundo en el umbral.
Y lo veo.
Francesco está de espaldas, recostado contra la baranda de vidrio, con una cerveza sin abrir en la mano. Mira las luces, las calles, el mundo. Pero no está en ninguna parte de él.
Está aquí.
Conmigo.
—Viniste —dice, sin girarse.
—No podía no venir —respondo, apenas en un susurro.
Él gira lentamente. Su mirada me encuentra con una mezcla de alivio y tormenta. No hay rastro del piloto impecable de hace unas horas. No está el hombre de las respuestas rápidas y los silencios seguros.
Está Francesco.
Mi Francesco.
—Todo el día estuve pensando en si me pasé de la línea —dice, apoyando la cerveza en una mesa baja—. Si te puse en una posición que no merecías. Pero luego pensé… que, si no lo decía, entonces sí te estaba fallando.
Trago saliva. Quiero decir algo, pero no sé cómo se responde a una confesión que lleva años gestándose en el silencio.
—No me fallaste —digo al fin.
Francesco da un paso hacia mí. Luego otro.
—No quiero perder lo que tenemos, Sofía. Pero tampoco puedo fingir que no quiero algo más.
—¿Y si ese “más” lo arruina todo? —pregunto, bajando la mirada.
—¿Y si no? —replica él, sin titubear—. ¿Y si esto… somos nosotros dejando de tener miedo?
Levanto la vista.
Y sus ojos. Dios, sus ojos.
Llenos de verdad. De todo lo que nunca se atrevió a decir en medio de los motores, los podios y las cámaras.
—¿Esto es real para ti? —pregunto, en un hilo de voz.
Francesco asiente. Se acerca lo suficiente como para que su respiración roce la mía.
—Más real que cualquier trofeo que haya soñado levantar.
Mi corazón late tan fuerte que me cuesta mantenerme entera. Entonces él extiende la mano, suave, sin presión.
—No tienes que darme una respuesta ahora. Solo quédate. Aquí. Conmigo. Esta noche.
Lo miro. La ciudad a nuestros pies. El ruido lejano del tráfico. Y en medio de todo eso, este momento suspendido, frágil, irrepetible.
Asiento.
Y cuando sus brazos me envuelven, no hay miedo. No hay planes. Solo nosotros.
Y la posibilidad de algo verdadero.