[SOFÍA]
Nos sentamos en el suelo del balcón, espalda contra la pared de cristal, las piernas apenas rozándose. Francesco abre la cerveza, me ofrece primero. Bebo un sorbo, amargo y frío. Él sonríe apenas, como si cada gesto mío fuera algo que quiere memorizar.
—¿Te acuerdas de Spa? —pregunta de pronto, mirando al cielo.
—¿Cómo olvidarlo? Se te rompió el alerón y casi le gritas al jefe de equipo en italiano frente a toda la prensa.
Él ríe, una carcajada baja, sincera.
—No, no eso. Me refiero a cuando nos quedamos encerrados en el box por la tormenta. Estuvimos ahí horas, solo hablando.
—Sobre teorías aerodinámicas y nuestras listas de canciones favoritas —añado, con una sonrisa.
—Y sobre qué haríamos si todo esto se acabara mañana —dice, bajando la voz.
Lo miro. Él no me está mirando a mí, sino al cielo, como si buscara respuestas en el espacio entre las estrellas.
—Dijiste que abrirías un taller en el norte de Italia —recuerdo.
—Y tú dijiste que diseñarías motores para motos eléctricas.
Asiento, sonriendo. Entonces él se vuelve hacia mí. Sus ojos oscuros brillan con algo más que las luces de la ciudad.
—Nunca dije que lo haría solo.
Mi garganta se cierra. Siento que, si respiro demasiado hondo, me quiebro.
—Francesco…
—No tienes que decir nada —interrumpe, suave—. Solo quiero que sepas que, si esto se acaba mañana, si todo se va al carajo… tú seguirías siendo lo único que vale la pena haber tenido.
Mis ojos se llenan sin permiso. Me cubro el rostro un segundo, como si pudiera protegerme de la intensidad de sus palabras. Pero sus manos me encuentran. Una, en mi mejilla. La otra, sobre la mía.
—Mírame —pide, bajito.
Lo hago.
Y ahí está. Todo lo que hemos contenido durante años. Lo que evitamos en medio del caos, los circuitos y las decisiones que siempre pusimos primero.
—No sé si esto es una locura —murmuro—. Pero no quiero volver a mentirnos.
Él se inclina, despacio. Como si me diera tiempo para echarme atrás.
No lo hago.
Cuando sus labios rozan los míos, todo se detiene.
No es un beso de urgencia ni de duda. Es uno de esos que se dan con cuidado, como quien toca algo sagrado. Me besa como si estuviera escribiendo un futuro sobre mi piel.
Y yo le respondo.
Porque lo he esperado tanto tiempo.
Nos abrazamos en ese rincón suspendido del mundo, rodeados de concreto, luces lejanas y silencio. No decimos más. No hace falta.
Esta noche, por fin, no hay máscaras.
No hay plan.
No hay miedo.
Solo nosotros.
Sus labios siguen sobre los míos, suaves al principio, como si aún dudara de que esto sea real. Pero yo le respondo sin vacilar, con la certeza de que he esperado demasiado para volver a alejarme.
Francesco me sostiene el rostro con ambas manos, como si tuviera miedo de que me desvaneciera. Y yo lo toco por fin con la libertad que nunca me permití antes: sus brazos, su cuello, el borde de su camiseta. Reconozco cada parte de él como se reconoce una casa a la que siempre se quiso volver.
Nos separamos apenas un momento, respirando el mismo aire, con la frente apoyada, las manos todavía buscándose.
—No me imaginas cuánto tiempo soñé con esto —murmura él, casi sin aliento.
—Sí lo imagino —respondo—. Porque yo también.
—Lo de la otra noche fue… —trata de decir.
—Digamos que no cuenta —resumo y es que esto se siente diferente.
Él sonríe, y esa sonrisa me rompe. No la de piloto carismático. No la de chico perfecto de la prensa. Esta es suya, solo suya. Solo mía.
Me ayuda a ponerme de pie, sin decir nada, y entramos de nuevo en la suite. Afuera, la ciudad sigue viva, pero aquí dentro, el mundo es más pequeño. Más íntimo.
Se quita la chaqueta y la deja en el respaldo de un sillón. Yo hago lo mismo con la mía. Nos miramos. No hay prisa. No hay torpeza. Solo ese lenguaje silencioso que ya compartimos desde antes de tocarnos.
Francesco extiende una mano. La tomo.
Entramos en la habitación, donde la luz cálida de la lámpara crea sombras suaves en las paredes. Él me guía hasta la cama, pero no es deseo lo que nos mueve primero. Es ternura. Calor. Necesidad de pertenecer.
Nos acostamos uno al lado del otro. Su brazo rodea mi cintura y mi cabeza se acomoda sobre su pecho, justo donde puedo oír el latido. Va rápido. Como el mío.
—Esto no es una fantasía —susurra—. No lo es, ¿verdad?
—No —digo, acariciando con la yema de mis dedos la curva de su mandíbula—. Es lo más real que hemos tenido, mucho más que aquella primera noche.
Me besa de nuevo. Esta vez más profundo. Más seguro. Su cuerpo se alinea con el mío, como si hubiera estado esperando este momento desde siempre. Las manos exploran con calma, con devoción, memorizando sin apuro. Cada caricia dice estás aquí, cada suspiro dice te quise mucho antes de saberlo.
La ropa se va quedando en el suelo, pero no hay urgencia, solo entrega. Cuando finalmente nos unimos, es como si todo encajara de una manera distinta, como si esta fuese nuestra primera vez. Como si después de tanta distancia, el universo por fin corrigiera su error.
Nos amamos en silencio. Lento. Honesto. No como quienes buscan olvidar el mundo, sino como quienes por fin lo han encontrado.
Y cuando todo termina, no hay palabras. Solo su mano entrelazada con la mía, su cuerpo cálido a mi lado, y mi corazón latiendo tranquilo por primera vez en mucho tiempo.
Me quedo despierta un rato más, observando su perfil mientras duerme. Luce tan sereno, tan distinto al hombre que carga con el peso de millones de expectativas.
Y me doy cuenta de que, aunque mañana el mundo vuelva a girar, esta noche no nos pertenece a nadie más.
Solo a nosotros.