Incendiare la casa.

1036 Words
Jugábamos en el jardín como si fuéramos normales. Como si no estuviéramos marcados por la sangre y el apellido. Bruno se reía mientras me perseguía con una espada de madera. Tiene diez años, pero ya lo visten como a un adulto. Camisas negras, corbatas que le ahogan el cuello, zapatos que suenan como si arrastrara el mundo con cada paso. Para mí sigue siendo un niño. Pero para la mafia... para mi padre... ya es un hombre. Porque va a ser el futuro Don. Así lo dicen las reglas. El Don debe ser varón. No importa si es el más fuerte, el más listo o el más preparado. Basta con que tenga lo que yo no tengo entre las piernas. Y yo no lo tengo. Así que yo no cuento. Yo soy la hija de Catalina Lombardi. La única nieta viva del último gran Don de la Cosa Nostra. La última sangre directa de los Lombardi. Pero eso no sirve de nada. Porque nací mujer. —¿Te rendiste? —me pregunta Bruno con la espada en alto, con esa sonrisa que aún no sabe matar. —¿Yo? Nunca —respondo, lanzándole un puñado de tierra a los ojos antes de correr. Él ríe. Me persigue otra vez. Y por un segundo, somos solo dos hermanos jugando. Por un segundo, no hay tronos de hierro ni pactos de sangre ni bastardas desplazadas por un apellido. Pero ese segundo muere pronto. Porque yo sé por qué papá entrena a Bruno. Sé lo que quiere. Prepararlo para que me sustituya. Para que cuando él muera —si es que algún día se atreve a morir— el apellido Lombardi no pase por mis manos, sino por las de Bruno. Aunque yo sea la heredera. Aunque mi sangre sea más pura. Pero eso no importa. No para él. La única forma en que yo podría llegar al poder sería casándome. Porque si un hombre se casa conmigo, hereda el mando de mi abuelo. Las reglas son así. Viejas. Podridas. Escritas por manos temblorosas y cobardes que tenían miedo de las mujeres con fuerza. Y lo peor… Es que a papá no le conviene que yo me case. Porque si lo hiciera, él perdería el poder. Sí, él dejaría de gobernar. Y el hombre que se convirtiera en mi esposo tomaría el trono. Por eso me guarda como una joya envenenada. Un secreto en una caja. Un arma que nadie puede usar, pero que tampoco puede perder. No me deja salir. No me deja hablar en las reuniones. No permite que nadie me mire dos veces. Dice que es por mi seguridad. Pero no. Es por su corona. Y a veces, me dan ganas de hacerlo solo por joderle la vida. De casarme con cualquiera, con el más miserable, con el más sucio... solo para ver cómo se le cae el mundo. Pero no lo haré. No así. Porque yo no quiero un hombre que me herede un trono. Quiero uno que arda conmigo. Uno que no me tema. Uno que sepa que si soy la última Lombardi… no es por casualidad. Nadie se atreve a desafiar a papá. Nadie. Después de jugar con Bruno, subí lentamente las escaleras, con las piernas aún llenas de tierra y el corazón lleno de rabia. El pasillo estaba en silencio. Como siempre. En esta casa nadie ríe demasiado alto. Nadie habla sin medir las consecuencias. Todo está medido. Calculado. Frío. Y sin embargo, al doblar la esquina, vi algo cálido. —¿Otra vez escapaste del infierno? —dijo Gale, sonriéndome desde la puerta de mi habitación. Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y esa mirada que siempre me hacía sentir… visible. —No escapé —resoplé—. Solo bajé a jugar con mi hermano antes de que le arranquen la infancia a golpes. Él rió. Esa risa tranquila, grave, como si no le tuviera miedo a nada… excepto, tal vez, a mí. —¿Te vas a meter así en la cama? —me preguntó señalando mis rodillas sucias—. Tu madrastra te va a degollar si ve que manchaste las sábanas. —Me gustaría verla intentarlo —murmuré, pero no con convicción. Gale lo notó. Él siempre lo nota. Se enderezó y se acercó, con la misma calma de siempre. Gale era uno de los escoltas de mi padre, pero para mí siempre fue algo más. No un amigo. No un hermano. Algo entre ambos. Un testigo de mi encierro. El único que me llevaba comida cuando me encerraban como castigo. El único que se quedaba detrás de la puerta cuando lloraba. El único que jamás me juzgó por llorar. —¿Todo bien, Isa? Isa. Solo él me llama así. —Sí. Solo que a veces me dan ganas de prenderle fuego a esta casa. —¿Y dejarme sin empleo? —bromeó—. No seas tan cruel. Le sonreí. Aunque por dentro… ardía. —¿Sabes qué es lo peor, Gale? —le dije mientras entraba a la habitación—. Que yo sé que puedo hacerlo. Prender fuego todo esto. Sé cómo, sé dónde, sé con quién. Pero no me dejan. Porque nací mujer. Gale me miró con esa tristeza que me revolvía el alma. Esa que le vi también el día en que me encerraron con catorce años por escaparme una noche. Esa vez en que él me pasó un sándwich por debajo de la puerta mientras los demás me ignoraban. Cuando incluso Bruno me tenía miedo. —Lo sé —dijo simplemente—. Pero también sé que eso no te va a detener. Lo miré. Me senté en la cama, sin quitarle los ojos de encima. —¿Y tú? ¿Estarías dispuesto a traicionar a mi padre si yo decidiera… hacer algo? —Depende —respondió sin pestañear—. ¿Ese “algo” incluye dinamita o solo una fuga elegante? Reí. Por primera vez en el día. Porque con Gale siempre me siento menos sola, menos encerrada, menos… olvidada. —Tranquilo, todavía no pienso escapar. Pero si un día no me encuentras, ya sabes: fui yo. —Y si alguien te persigue… también saben: soy yo.
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