1. ¡Mi vida es una mentira! (Parte 1)

2019 Words
Años después José Miguel Aún sigo enamorado de Stefanía, hace ya bastante tiempo que nos unimos como pareja y aunque empezamos los preparativos de la boda, no le hemos puesto una fecha definitiva. De hecho, quiero comprarle el anillo de compromiso para formalizarlo y pedirle matrimonio como debe ser. Además, he estado viendo unas casas muy bonitas, algunas en construcción en un urbanismo en El Rosal. Con los ahorros, pienso comprarle una de esas para mudarnos después de que nos casemos. Siguiendo con la línea del tiempo, han pasado al menos dos años y medio desde que inicié la universidad. Sí. Comencé a estudiar Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello y la verdad, nada mejor que estudiar lo que a uno le gusta. Mamá me decía que era bueno para la abogacía porque vivía peleando con todo el mundo. Pero no sentía que esa fuera mi vocación. Yo siempre me he inclinado hacia la literatura y el periodismo. La claridad del cielo caraqueño entraba por la habitación. Miré el reloj de mi celular. 06:50 de la mañana. «¡Rayos! Voy a llegar tarde a la universidad y justo hoy tengo examen de Cultura y Premodernidad». La profesora Mariella Hernández me tenía en la mira por ser un estudiante de excelente promedio. No sé de dónde sacó semejante blasfemia porque en Bachillerato nunca fui el mejor alumno. Da igual. No puedo manchar mi "perfecto" historial con un retardo o una inasistencia. —¡José Miguel! —escuché gritar a Stefanía desde la cocina. Me quedé mirando el techo por un largo rato. La puerta se abrió de repente. Ella, con una mano apoyada en su cintura y la otra en el manojo de la puerta, me miró echa una furia—. ¡Por amor a Cristo! Son las siete de la mañana, José Miguel. ¿A qué hora piensas levantarte? —¡¿Qué pasa?! —Me levanté exaltado—. Ni mi mamá me formaba tanto rollo cuando estaba en el colegio, vale. —Su semblante empeoró. —¡Bueno, nadie te manda a acostarte tan tarde! —reclamó—. Sabías que hoy tenías clase, debiste ser precavido con eso. —Restregué mi rostro con ambas manos. Era muy temprano para aguantarme sus dramas de loca maniática. —Ay ya, Stefanía, por favor. No empieces con el sermón, que me tenés cansao’. Mejor dale por donde viniste. —repuse, con evidente fastidio en mi voz. Hasta yo me sorprendí de ello. En rigor, estaba harto de que todos los días fuese lo mismo. Incluso, hace ya unas semanas que consideraba regresar a mi apartamento. Solo que no le he dicho nada por falta de tiempo. Ella alzó una ceja, asintió una vez y se marchó, cerrando la puerta de golpe. Metiste la pata, José Miguel. La puerta se abrió de nuevo. —¿Ahora qué, Stefanía? —pregunté, mientras buscaba un pantalón y una franela en el armario. Al levantar la mirada, noté que se trataba de Marco—. Ah, eres tú. Pensé que era... — Sí, me di cuenta. —musitó, interrumpiéndome. —No entiendo que le pasa, Marco, cada día está más extraña. —Él me miró con los labios fruncidos. La confusión, evidente en su rostro—. ¿No te has dado cuenta? ¿O yo estoy alucinando? —¿A qué te refieres con eso de que está extraña? —indagó, confundido. —Es como si ella supiera algo y no quiere decirme, o no se atreve a hablar sobre el tema. —Sacudí la cabeza, aturdido. Debía ordenar mis ideas antes de hablar—. Ya sé que suena estúpido. —Yo creo que ustedes deberían hablar, José Miguel. —espetó. Bajé la cabeza—. Es normal que tengan problemas. Solo que deben aprender a solucionarlo juntos. No es la primera vez que pelean, hermano. Y me duele que sea así, porque se trata de mi prima, ya sabes. Y además están mis ahijados, tienen que pensar en ellos. Esto les puede afectar de un modo u otro. —En eso tienes razón, no lo puedo negar. Y te confieso algo, he pensado regresar a mi apartamento, por lo menos por un tiempo. Sé que será muy drástico, pero si no logramos solucionar esto, es lo primero que haré. —admití. Miré el reloj de mi celular—. Coye, se me hará más tarde. Me daré un baño y me voy. Asintió y se marchó. —Luego hablamos mejor, hermano. —dijo antes de salir. Suspiré y sin decir nada más, entré al baño. Al sentir el agua helada caer sobre mi cuerpo, mis músculos se relajaron. Como si fuesen liberado una carga pesada. Un pequeño flashback vino a mi mente. Era lunes. Empezaba la semana y yo debía ir a la es-cuela. El sol entraba por la ventana. Me levanté enseguida. Mi madre, al cabo de unos segundos, apareció furiosa. Me reprendió por haberme levantado tarde. Mi padre apareció para defenderme. Y allí comenzó una larga y tendida discusión entre ambos. —¡Ya paren los dos, por favor! ¿No se cansan de pelear? Siempre es lo mismo. —Los dos me miraron sor-prendidos. Yo solo tenía doce años y ellos vivían discutiendo desde que tenía uso de razón—. Me duele verlos discutir, ¿sabían? Y sé que a Juan y Paola también les pasa igual. Dios quiera que cuando yo me case, no sea lo mismo con mi esposa. —José Miguel, tú no sabes lo que dices, mi amor. Eres un niño, apenas tienes doce años. ¿Cómo vas a saber cómo será tu relación si ni siquiera tienes novia? —habló mi madre. —No quiero decir que lo sepa, solo pido a Dios que no sea igual a la de ustedes. —concluí, antes de salir de mi habitación. Tomé mi desayuno y mi bolso del colegio, para irme a tomar el autobús escolar. Papá, sin embargo, me siguió y me dijo que él me llevaría a clase. Durante el ca-mino, me pidió perdón. Yo solo asentí. Bajé del auto sin decir nada más. Lo perdoné, claro. Solo que nunca se lo hice saber. Cerré la llave del agua y me sequé antes de salir de la ducha. Me vestí dentro del baño, no sea que Stefanía entrara a la habitación. De pronto, escuché la puerta cerrarse. Era ella, no había nadie más aparte de nosotros. Marco ya no estaba. Salí de la habitación y me encontré con ella sentada sobre la cama con un portarretrato en sus manos. Aclaré mi garganta, y ella levantó su mirada hacia mí. Los dos nos miramos en silencio. Verla tan vulnerable me par-tía el corazón. Yo a esa mujer la amaba con desesperación, no podía permitir que me pasara lo mismo que a mis padres. Estaba decidido a cortar con esa iniquidad. —Te quería pedir perdón... —La miré fijo. Ella necesitaba desahogarse y aunque quise hablar, no me lo permitió—. Sé que no es el momento indicado para hablar, pero debía decírtelo. Me duele que estemos así, ¿sabes? Esto de discutir todos los días, que ya no podamos siquiera mantener una conversación estable, porque de la nada sale algo y empiezan las peleas. —Abrí la boca para hablar, mas su reacción fue ignorarme. Mi celular sonó, avisándome de un mensaje. No lo revisé, no era el momento—. Si quieres, puedes contestar. —No. Eso puedo verlo luego. Justo ahora no me interesa leer mensajes. Primero mi familia, así que acabemos con esto de una vez. —Ella me miró en silencio—. Te amo, Stefanía. Te amo como nunca he amado a nadie en la vida. Y sé que a veces suelo ser impulsivo y digo cosas sin pensar, como las de hace un rato, por ejemplo. —Ella esbozó una sonrisa a medias—. ¿Sabes? Mientras me bañaba, recordé algo de mi infancia. Mis padres solían pelear todo el tiempo, hasta por los detalles más absurdos. Ignoraban el hecho de que mis hermanos y yo los veíamos y escuchábamos pelear. Algunas veces no se percataban de nuestra presencia, pero la mayoría era frente a nosotros. Y pensaba que... Nos pasa igual, ¿no te das cuenta? Por cada tontería, una discusión. Esto no es bueno para los niños. Les afecta como no tienes idea. —Marco habló conmigo antes de irse, dijo que debíamos pensar en nuestros hijos. y tiene razón. Me dijo exactamente lo mismo que tú. —Sí, también habló conmigo. Y cuando analizaba la situación de mis padres, me di cuenta que él tenía razón. —Sin decir nada más se levantó y me abrazó—. ¿Qué es lo que nos pasa, flaca? ¿Por qué tantas discusiones sin razón? ¿Qué hay que hacer para que esto no siga así? —Todo se basa en la comunicación, en la confianza, José Miguel. —Me dolía cuando ella me llamaba por mi nombre. Aunque nunca estuvo más seguro que en sus labios. Pero significaba que ella seguía molesta o dolida por algo que yo aún no sabía—. Mejor vete a la universidad, llegarás tarde otra vez. —¿Vas a estar bien? —inquirí. Ella asintió—. Prométeme que estarás bien. —Te lo prometo. No voy a intentar nada estúpido. —Sonreí—. ¿Vendrás a almorzar? —Como todos los días, preciosa. Nos vemos a las doce, ¿va? —Ella sonrió—. Te amo, flaca. —Besé su frente y me marché. Pasé por el comedor, tomé mi desayuno y me lo llevé. No pasaría la mañana sin comer. Agarré las llaves del Au-di y salí. Llamé al ascensor y por suerte, no tardó en llegar al piso. Iba bajando, lo que era bueno. El teléfono vibró dentro de mi bolsillo. Lo saqué y noté que era Mandy, mi compañera de clases, llamándome. Atendí una vez que es-tuve fuera del ascensor. —José Miguel, ¡qué bueno que contestas! —habló, apenas atendí la llamada—. Perdona, no quiero... La verdad, no quería molestarte. —Mandy... No te preocupes, no molestas. Dime, ¿qué necesitas? —¿Irás a clase hoy? Pasa que necesito hablar con un amigo, ¿y quién mejor que tú para darme las palabras que necesito escuchar? —¿Qué tienes? ¿Algún problema con tu familia? ¿Tus padres otra vez? —inquirí, con evidente curiosidad y preocupación. —No, no se trata de ellos. Sino de mí, es algo que... Mejor dime si podemos hablar luego de clases, ¡en serio necesito de tu ayuda! —Tranquila, claro que sí. Nos vemos en la cafetería después del examen y hablamos, ¿te parece? Yo ya voy en camino, nos vemos en clases. —repuse, cuando bajaba las escaleras hacia el sótano. —Justo te iba a preguntar si querías que te pase buscando. Como ando cerca, por ahí y nos podíamos ir juntos. —propuso. La idea era tentadora, pero no me apetecía causar revuelo en una residencia donde los chismes abundan. Lo último que quería era tener problemas con Stefanía. Entré al auto y lo encendí—. ¿Aló? ¿Tierra a José Miguel? —Perdona Mandy, pero no me apetece llamar la atención de los vecinos del edificio. Espero me entiendas. Además, tengo como movilizarme, gracias de todas maneras. —Comprendo. Mejor nos vemos en clases. Chaito. —colgó. Encendí el auto y emprendí camino hacia la universidad. Mi mente divagaba en los recuerdos. La reciente conversación telefónica con Mandy hizo eco. Sobre todo, la tristeza que emanaba de su voz cuando colgó. Ella no me conocía en lo absoluto, y, por ende, desconocía la existencia de Stefanía y de mis hermosos hijos. O tal vez sí lo sabía, pero no actuaba como si no lo supiera o no le importara. De todos modos, debía ser franco con ella. No quería que se hiciera ilusiones conmigo, lo menos que deseaba ahora era lastimar a alguien.
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