Capítulo 1: Bajo la Luz de las Urgencias
El sonido del monitor cardíaco rompía el silencio de la sala. Pitidos intermitentes marcaban un ritmo que Méndez conocía demasiado bien: la delgada línea entre la vida y la muerte. Con un movimiento preciso, ajustó la mascarilla de oxígeno sobre el rostro de un hombre que apenas respiraba.
—¿Cuánto tiempo lleva inconsciente? —preguntó Méndez, sin apartar la vista del paciente.
—Cuarenta minutos, doctor. Intentamos estabilizarlo, pero no responde bien a la medicación —respondió una enfermera, con la voz temblorosa.
Méndez asintió, sus manos firmes y seguras, pero su mirada... Su mirada contaba otra historia. No era la primera vez que enfrentaba esa batalla, y sabía que podría no ganar esta.
—Prepárense para reanimación —ordenó, mientras sus pensamientos lo llevaban a otra noche, a otros ojos que no logró salvar. Lois.
De pronto, la voz de la enfermera interrumpió sus recuerdos.
—Doctor, ¿está seguro? Las constantes son inestables. Tal vez deberíamos...
—Aquí no hay tal vez —la cortó Méndez, su tono firme, casi frío—. O luchamos, o lo perdemos.
Mientras aplicaba presión sobre el pecho del hombre, Méndez notó que alguien lo observaba desde la puerta. Era Mariana, una joven residente nueva en el hospital, con el rostro pálido y los ojos llenos de dudas.
—¿Qué haces ahí parada? —gruñó Méndez sin dejar de maniobrar—. Si tienes miedo, mejor sal. Aquí no hay espacio para eso.
Mariana tragó saliva, pero dio un paso adelante.
—No tengo miedo, doctor. Solo intento aprender.
Méndez dejó escapar un resoplido, casi una risa amarga.
—Entonces aprende esto: cada decisión aquí tiene un precio. A veces salvas una vida, a veces pierdes dos. Y siempre, siempre, pierdes algo de ti mismo.
El monitor emitió un pitido largo y continuo. El corazón del paciente había cesado. Méndez se detuvo, sus manos aún sobre el pecho del hombre. Por un instante, el tiempo pareció detenerse.
—Hora de la muerte, 11:42 p.m. —dijo con voz monótona, mientras se quitaba los guantes.
Mariana permaneció inmóvil, mirando al hombre que, minutos antes, aún respiraba.
—¿Siempre es así? —preguntó en voz baja.
Méndez la miró, sus ojos oscuros, cargados de un cansancio que las palabras no podían explicar.
—Sí. Y peor. Ahora limpia esa sala. Habrá otro en camino.
Y así, mientras la vida se apagaba en un rincón, el hospital seguía su curso, indiferente al dolor, a la muerte, y al hombre que cargaba con ambas como si fueran parte de su uniforme.
Pero mientras Méndez caminaba hacia el lavabo para lavarse las manos, su mente volvía, una vez más, a esos ojos. Lois. Su risa todavía resonaba en sus recuerdos, aunque ahora solo traía un eco vacío. Se enjuagó las manos con fuerza, como si intentara borrar algo más que la sangre de sus dedos.
La puerta de la sala de urgencias se abrió de golpe, y Hernán, su colega y único amigo en el hospital, entró con el semblante cansado.
—Otro caso viene en camino, Méndez. Accidente de tránsito. Uno crítico, uno leve.
—Claro que sí —respondió Méndez con sarcasmo seco, sin siquiera mirarlo—. Siempre hay otro.
Hernán lo observó en silencio por un momento. Sabía que Méndez llevaba años en una lucha interna que ninguno de ellos entendía del todo. Pero era un tema que el doctor mantenía bajo llave.
—Méndez, no puedes seguir así —dijo Hernán, acercándose—. Cada vez te estás hundiendo más.
Méndez lo fulminó con la mirada.
—¿Y qué propones? ¿Que me siente a llorar por cada vida que no puedo salvar? Esto no es un juego, Hernán. Aquí solo hay dos opciones: hacer tu trabajo o salirte del camino.
Hernán suspiró y negó con la cabeza.
—No se trata de eso, y lo sabes. Nadie está por encima del destino solo que creo debes descansar mas,algún día vas a romperte. Y cuando eso pase, no habrá nadie que te levante.
Méndez apretó la mandíbula, sus ojos oscuros brillando con algo que no era del todo rabia, pero tampoco tristeza.
—Ya estoy roto, Hernán. Hace años que no hay nada que levantar.
El silencio entre ambos fue pesado, como un bisturí colgando en el aire. Fue interrumpido por el pitido del intercomunicador.
—Doctor Méndez, trauma nivel uno en camino. Llega en cinco minutos.
Méndez se giró hacia la enfermera en la sala.
—Preparen el quirófano. Hernán, quédate con el caso leve. Yo tomaré el crítico.
Hernán lo miró con desconfianza, pero asintió.
—Como quieras, pero algún día tendrás que dejar de jugar a ser el soldado indestructible.
Méndez no respondió. En su cabeza, esas palabras se perdieron entre el eco de otras que ya no podía olvidar:
"No lo dejes morir. Te lo ruego."
Cinco minutos después
La ambulancia llegó, las puertas traseras se abrieron y una camilla salió disparada hacia la sala de urgencias. En ella estaba un joven cubierto de sangre, con una herida abierta en el abdomen. La camilla que lo seguía llevaba a una mujer, que parecía consciente pero asustada.
—Varón, 27 años. Colisión frontal, hemorragia interna activa. Frecuencia cardíaca inestable —reportó uno de los paramédicos mientras Méndez evaluaba al paciente sobre la marcha.
—Llévenlo al quirófano. Mariana, ven conmigo.
La joven residente lo siguió, ajustándose los guantes con nerviosismo.
—¿Qué necesitas que haga, doctor?
—Primero, no te desmayes —respondió Méndez sin mirarla, mientras revisaba rápidamente la condición del paciente—. Segundo, observa. Esto será rápido y caótico.
Al entrar al quirófano, el equipo ya estaba listo. La atmósfera era tensa, pero Méndez parecía inmune a ello.
—Abdomen abierto. Pinzas, ahora. Necesitamos controlar la hemorragia antes de que pierda más sangre.
Mientras trabajaba, Mariana lo miraba con una mezcla de asombro y miedo. Era como si todo el ruido y la confusión a su alrededor no existieran para él. Cada movimiento era preciso, calculado. Pero entonces, vio algo más: una dureza en su mirada, una frialdad que parecía protegerlo del caos, pero al mismo tiempo, lo alejaba de todo lo demás.
—Doctor... —se atrevió a decir, mientras veía la sangre manar de la herida—. ¿Siempre es así?
Méndez no levantó la vista.
—Siempre.
La operación continuó durante lo que parecieron horas. El corazón del paciente se detuvo dos veces, pero Méndez logró estabilizarlo. Cuando finalmente terminó, dejó caer los guantes ensangrentados en la bandeja y miró al monitor: el ritmo cardíaco era débil, pero constante.
—Vivo por ahora. Manténgalo en observación intensiva —ordenó, mientras salía del quirófano.
En el pasillo, Hernán lo esperaba con los brazos cruzados.
—¿El crítico? —preguntó.
—Vivo.
—¿Y tú? —Hernán lo miró con una seriedad que Méndez evitó confrontar.
—No importa.
Sin esperar respuesta, Méndez caminó hacia el vestíbulo. Necesitaba aire, aunque sabía que el frío de diciembre no limpiaría el peso de otra noche más al borde del abismo.
En el hospital, las luces seguían encendidas. La vida continuaba. Pero Méndez, como siempre, quedaba atrapado entre las sombras de lo que había salvado y lo que había perdido.
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