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Me Embarazó el Ceo Millonario

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Blurb

¡Dios mío…! ¡Estoy embarazada de un CEO multimillonario!

Hace dos años, una noche ardiente con un desconocido cambió mi vida. El multimillonario Caleb Ramsey. Poderoso, con ojos azules que queman, y absolutamente inalcanzable. No llegó a tiempo para evitar que dos matones me acorralaran, pero su valentía los espantó. Era solo una noche. Sin promesas. Sin ataduras. Y, definitivamente, sin arrepentimientos.

Seis semanas después, una prueba de embarazo positiva lo cambió todo. Nunca volvió a llamar, dejando mi corazón en pedazos. Para complicarlo, me casé con otro. Y ese “otro” es ahora mi ex. (¡Menudo lío!)

Ahora, él reclama la custodia de mi hija, que no es suya. Solo hay una solución. Encontrar al verdadero padre. Al hombre que juré dejar en el pasado. Debo contactar al señor multimillonario… y pedirle una prueba de ADN.

¿Fácil? ¡Ja!

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Prólogo (Parte1)
Claire —Idea estúpida —gruñó Malcom con esa voz grave que parecía surgir desde lo más profundo de la tierra, tan densa que hacía vibrar hasta el aire. Apoyado contra la barra del museo, con los brazos cruzados sobre su imponente pecho, su figura de casi dos metros se alzaba como una escultura tallada en ébano. Su piel, de un tono chocolate cremoso, contrastaba con la penumbra que llenaba el local ya cerrado. La calvicie le daba un aire de severidad, acentuada por una mandíbula cuadrada y unos ojos oscuros que veían más de lo que decían. Musculoso, intimidante a primera vista… pero detrás de esa fachada, se escondía una dulzura discreta, casi clandestina, que muy pocos tenían el privilegio de conocer. Era mi jefe. Sí. Pero también era algo más. Un guardián involuntario. Uno de esos que no necesitaban capa ni espada para inspirar respeto. Y como buen guardián, no se andaba con rodeos. —Es tarde y está lloviendo. Toma un taxi esta noche —ordenó con esa mezcla de autoridad y preocupación que solo él sabía manejar. Estuve a punto de poner los ojos en blanco. Mi casa quedaba a tres miserables cuadras. Tres. Caminaba ese trayecto todos los días después de cerrar, como una rutina grabada en mis músculos. ¿Un poco de lluvia iba a asustarme ahora? Pero Malcom no hablaba por hablar. Últimamente, las noches en la ciudad estaban cambiando. Los callejones parecían tragarse la luz, las sombras se volvían más densas y persistentes, como si algo —o alguien— se moviera dentro de ellas. Y el frío… no era solo de temperatura. Era un frío que raspaba los nervios, que susurraba advertencias en los rincones del subconsciente. —Nos vemos mañana, Malcom —dije con una sonrisa forzada y un adiós rápido con la mano. Me lavé las manos, tomé mi bolso y salí. Afuera, la ciudad parecía haber sido engullida por el caos. Una tormenta furiosa caía desde el cielo como si el mismísimo océano hubiera decidido rendirse. En segundos estaba empapada, con la ropa pegada al cuerpo y el cabello convertido en una maraña oscura sobre mi rostro. El viento me azotaba con una furia que casi dolía. —Estupendo —murmuré, frunciendo los labios con amargura. Intenté parar un taxi. Nada. Ni un solo coche. Ni una luz que se acercara. La calle parecía una postal desierta, congelada en algún rincón olvidado del mundo. Tras cinco minutos de espera y una creciente sensación de inutilidad, acepté lo inevitable. No iba a quedarme ahí plantada hasta echar raíces. —Claro, Claire —me dije en voz baja, con ironía—, ¿quién necesita un paraguas? ¿Qué sabrán los meteorólogos? Solo llevan años estudiando el clima... Eché a andar, salpicando los charcos con pasos decididos, aunque cada uno de ellos era un suspiro contenido. Mi ropa se adhería a cada curva de mi cuerpo como una segunda piel incómoda. Pero ya no me importaba. Solo quería llegar a casa. Casa, calor, ropa seca. Y tal vez una taza de té con whisky. El día había sido un desastre de principio a fin. Clientes malhumorados, una quemadura con café que me dejó la piel roja en la muñeca, y por si fuera poco, el aro del sostén se había salido y me había pinchado toda la noche. Y ahora esto. —Perfecto. Sencillamente perfecto —mascullé entre dientes. Doblé la esquina del semáforo, que parpadeaba una luz roja intermitente como si quisiera burlarse de mí. La calle estaba vacía. Ni autos. Ni peatones. Solo la lluvia golpeando el asfalto con un ritmo incesante y el lejano retumbar de un trueno que vibraba en los huesos. Y entonces, sucedió. Una mano surgió de la nada y me atrapó del brazo. Firme. Seca. Como una garra. —¡Eh! —alcancé a gritar, pero mi voz fue devorada por el rugido del agua y el silbido del viento. Fui arrastrada hacia un callejón, mis pies resbalando en el pavimento mojado, mis uñas arañando el aire. La lluvia ya no me mojaba: me golpeaba como si quisiera arrancarme la piel. Sentí un tirón en el cabello, el aliento áspero y caliente de alguien muy cerca de mi oído. Un olor a sudor rancio y metal me llenó las fosas nasales. Intenté luchar, forcejear, pero el agarre era brutal, inhumano. Un pánico antiguo, primitivo, se apoderó de mí, congelando cada pensamiento lógico. —¡Suéltame! —grité con una voz que ya no parecía mía, desgarrada por el miedo. Me arrastraban hacia las sombras como si el callejón tuviera hambre, como si se abriera para devorarme entera. Mis pies resbalaban sobre el pavimento mojado, mis uñas arañaban el muro invisible de la oscuridad, y el eco de mi respiración agitada se perdía en el estruendo de la tormenta. La lluvia seguía cayendo con furia, pero ya no era solo agua: era una cortina que me aislaba del mundo, que convertía cada grito en un susurro y cada súplica en un eco ahogado. Y entonces, como un trueno en mitad del caos, un solo pensamiento estalló en mi mente, crudo y aterrador: ¿Es este el comienzo de mi peor pesadilla... o el final de todo lo que fui? La lluvia era una cortina furiosa, un muro líquido que lo distorsionaba todo. Cada gota caía como una piedra, golpeando mi piel, mis ojos, mi espalda, haciéndome más lenta, más torpe. Mis piernas resbalaban, los zapatos producían un sonido sordo al chocar contra el concreto mojado, y mi corazón golpeaba dentro del pecho como si quisiera huir antes que yo. El agarre del hombre en mi brazo era férreo, brutal. Sentí cómo sus dedos se clavaban en mi carne mientras me empujaba hacia la boca de un callejón angosto, donde las sombras eran tan densas que parecían tragarse la escasa luz de las farolas. —¡Déjame! —grité, pataleando, mi voz cargada de pánico—. ¡Suéltame! Pero mi voz se perdía entre el estrépito del aguacero, apagada por el rugido constante del cielo. Tropecé con un charco profundo. El agua helada me caló los tobillos. Perdí un zapato. El tacón se quebró con un sonido seco y desafiante, y caí de rodillas. El concreto me raspó las palmas al intentar amortiguar la caída. Sentí la piel abrirse. Ardía. Pero no me detuve. Me revolví como un animal atrapado. Giré el rostro y los vi. Dos figuras. El primero, el que me había arrastrado: pelo largo, mojado y apelmazado que le colgaba por el rostro como lianas podridas. Sus ojos eran dos pozos opacos y enrojecidos, y de su boca colgaba una sonrisa torcida, como un corte mal hecho en un papel viejo. El segundo era aún más imponente: alto, con hombros que parecían hechos de bloques de cemento. La camiseta blanca se le adhería al pecho musculoso, empapada y sucia, dándole un aire de amenaza pura. Sus puños eran grandes como ladrillos. Y sus ojos, fríos. Calculadores. —Te dije que alguien aparecería —dijo el del cabello largo, dándole un codazo a su compañero mientras se reía con un siseo áspero, como una cuerda frotando metal. —Mira nada más —gruñó el otro, sus labios curvándose en una mueca de interés enfermo—. Qué piernas. Sus ojos me recorrieron sin pudor, deteniéndose en mis muslos mojados, subiendo con descaro hasta el escote que se marcaba bajo la blusa empapada. Me sentí desnuda. Desnuda y expuesta, como una presa acorralada. —Danos tu dinero, muñeca. Y luego... —el de la melena desordenada se relamió los labios, con un destello de lujuria repugnante—. Quizá te llevemos de paseo. —¿En serio están haciendo esto? —jadeé, intentando mantenerme en pie, mi voz temblando entre la rabia y el miedo—. ¿Aquí? ¿Con esta tormenta? —Menos testigos, cariño —dijo el grandote, dando un paso más hacia mí con una sonrisa oscura. Retrocedí, mis manos temblorosas tanteando el suelo, buscando apoyo. Tropecé con un contenedor de basura oxidado. No había salida. Miré frenéticamente alrededor, el corazón en la garganta. Nada. Ni una piedra, ni una botella rota. Ni siquiera una tapa de alcantarilla suelta. Solo oscuridad. —No tienen que hacer esto —balbuceé, alzando una mano en señal de paz, aunque mi voz traicionaba mi terror—. Llévense el bolso. El celular. Lo que quieran. —Oh, claro que sí. Y algo más —musitó el del cabello largo, mientras sacaba un cuchillo corto, su hoja reflejando un débil destello de luz púrpura y gris. —Desnúdala —ordenó al otro, su voz ronca de expectativa. —¡Ni en tus malditos sueños! —escupí, y lancé una patada en su dirección. Fallé. Me atraparon por los brazos. Sus manos eran garras, hierro vivo. Luché como nunca antes había luchado en mi vida: arañé, pataleé, mordí. Mi aliento salía en ráfagas desesperadas. El metal del cuchillo brillaba cerca. Me empujaron contra la pared húmeda, mi espalda chocando con los ladrillos fríos. Una mano se deslizó bajo mi blusa empapada. Grité. Un grito largo, agudo, desesperado. Un grito que quemó mi garganta, pero que la tormenta tragó sin compasión. Mis uñas encontraron piel. Rasguñé con furia. Uno de ellos rugió de dolor y me abofeteó con tal fuerza que sentí cómo mi cabeza chocaba contra el muro. Vi estrellas. Todo se nubló. El mundo giró. Mis rodillas temblaron. Pero no me rendí. No iba a morir así. No iba a dejar que ellos decidieran cómo terminaba mi historia. Y entonces ocurrió. Un rugido. No humano. No animal. Un motor. Una motocicleta. El rugido del motor cortó la noche como una navaja afilada. Un segundo después, una explosión de luz lo inundó todo: los faros atravesaron el callejón como si el cielo hubiera abierto los ojos, barriendo las sombras con una claridad repentina y violenta. Los dos hombres se giraron de golpe, encandilados. Yo entrecerré los ojos, parpadeando con fuerza. El agua resbalaba por mi rostro y, aún aturdida, apenas logré distinguir la figura que descendía de la máquina como si emergiera del mismo infierno. El motorista se plantó sobre el pavimento con una presencia que cortaba el aire. Chaqueta negra, brillante bajo la lluvia, ajustada al cuerpo como una segunda piel. Las botas resonaban con cada paso, firmes, pesadas, como si cada una marcara el compás de una sentencia. En su espalda, claramente visible incluso bajo el aguacero, un emblema grande y amenazante: CR. Letras blancas sobre n***o. El símbolo de un club de motociclistas. No uno cualquiera. Uno de esos que no necesitas googlear para saber que no se andan con juegos. —Les sugiero que mantengan las manos lejos de ella —dijo. Su voz era una mezcla entre trueno y acero fundido, con una calma peligrosa que no dejaba espacio para las dudas. El del cuchillo vaciló, su mano temblando apenas. Dio un paso hacia atrás, aunque no bajó el arma. El otro apretó la mandíbula, como si estuviera sopesando si su ego valía más que su vida. —No queremos problemas, hermano —gruñó el grande, bajando apenas la vista al logo de la chaqueta, como si de pronto recordara las historias que se contaban en voz baja. —Entonces aléjense —ordenó el motorista, dando un paso al frente. Su sombra se alargó con las luces tras él, proyectándose sobre los agresores como una advertencia escrita en fuego. Los hombres se miraron. Duda. Miedo. Luego retrocedieron un paso, otro. El del cuchillo escupió al suelo, frustrado, pero no dijo nada. Sabía cuándo perder era sobrevivir. Yo seguía congelada, apoyada contra la pared, la blusa pegada a mi cuerpo, las manos temblorosas y los ojos fijos en aquella figura que ahora se interponía entre mí y la oscuridad. ¿Quién era ese hombre? ¿Un salvador? ¿Un demonio con casco y cuero? ¿O alguien con sus propios fantasmas… y sus propios planes? Los hombres retrocedieron con la rigidez torpe de los cobardes. Sus ojos iban del motociclista al emblema en su chaqueta: una calavera alada, cruzada por relámpagos y la sigla MC en rojo oscuro. El desaliñado bajó el cuchillo. El grande alzó las manos, pero mantuvo una sonrisa repulsiva en el rostro. —No tenemos nada contra ti, hermano —murmuró el de cabello largo, retrocediendo un paso más. El motorista dio otro hacia adelante, sin apartar la mirada de ellos. —Si la tocan —dijo con calma gélida—, entonces sí. El tipo musculoso señaló hacia mí con un gesto burlón. —¿Esta es tu mujer? El desconocido asintió con firmeza. —Sí. Aquella palabra cayó como un peso sobre mis hombros empapados. Ellos se miraron entre sí, y sin más, se desvanecieron entre las sombras del callejón, llevándose consigo el olor a sudor, alcohol y violencia contenida. Me quedé inmóvil, temblando, sin saber si debía agradecer o echarme a correr. Mi respiración era errática, mis piernas apenas me sostenían y el zapato que aún tenía puesto se sentía como una broma cruel. ¿Y si él era peor? El motorista me observó un segundo más antes de girarse, regresar a su moto y hacerme una seña con la cabeza. —Súbete —dijo con voz áspera, apenas más alta que la lluvia. —¿Qué? No… yo no… —Súbete. No te haré daño. Estás sangrando. Y van a volver. Con su banda. Sus palabras calaron más hondo que el frío. Me llevé la mano a la sien y sentí algo caliente: sangre. El golpe contra la pared. Apenas lo había notado con toda la adrenalina. Tragué saliva, mirando al hombre, luego al fondo del callejón, luego al cielo n***o que seguía escupiendo su furia sobre la ciudad. No tenía opciones. No iba a quedarme ahí esperando a que esos dos regresaran con más amigos. Con un estremecimiento, me acerqué. Mis piernas dudaban, mi corazón latía como un tambor roto. Pasé la pierna sobre la moto, con dificultad, y me senté. El asiento de cuero estaba empapado, pero cálido, extrañamente suave bajo mis muslos desnudos. —Agárrate —ordenó él mientras arrancaba. Extendí los brazos y rodeé su torso, presionando mis palmas contra su pecho. Era duro. Firme. Sólido. El cuero de su chaqueta olía a lluvia, metal y algo más… algo oscuro, masculino, casi primitivo. El motor rugió y la moto salió disparada del callejón. La velocidad me arrancó un jadeo. Me aferré a él instintivamente, pegándome más a su espalda mientras el mundo se convertía en una ráfaga de luces borrosas y calles vacías. La lluvia me azotaba la cara, el cabello se enredaba como látigos alrededor de mis mejillas, y el aire frío se metía por cada rincón de mi ropa mojada. Y sin embargo… Había algo liberador en esa locura. En el zumbido del motor bajo mis piernas. En la fuerza con la que él me sostenía sobre el asfalto. En la forma en que la ciudad parecía desaparecer tras nosotros. Por un momento, el miedo se mezcló con una emoción punzante: libertad. ¿Quién era él? ¿A dónde me llevaba? No podía pensar. No podía preguntar. Solo podía aferrarme, cerrar los ojos y dejarme arrastrar por la tormenta y por aquel hombre misterioso que había irrumpido en mi vida como un trueno. Después de lo que pareció una eternidad, la moto desaceleró. Levanté la cabeza y vi un edificio. No, un hotel. Alto, elegante, sus luces cálidas brillaban a pesar del clima. Seguimos por un camino lateral hasta una entrada trasera, y él detuvo la moto con un brusco frenazo. Intenté bajar, pero mis piernas no respondieron. Tanteé el suelo con un pie descalzo, el otro aún con tacón roto. Al apoyar ambos, el mundo se inclinó. Todo giró. Caí hacia atrás. Lo último que sentí fueron dos brazos fuertes que me atrapaban, y luego… Oscuridad.

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