**LEÓN**
Juliette Dubois. El nombre resuena en mi cabeza, conectado a la imagen inconfundible de la mujer del vestido rojo. La misma que deslumbró a todos anoche. El impacto es como un rayo, una revelación que sacude mis cimientos. No puedo dar crédito a lo que veo, mi mente se resiste a aceptarlo… pero no hay duda posible: es ella. La muchacha de aquella noche perfecta, un recuerdo que se ha grabado a fuego en mi memoria y que, por mucho que lo intenté, nunca pude desterrar.
Una oleada de pánico me invade. Mierda, la realidad me golpea con la fuerza de un mazazo: me acosté con una jovencita, una muchacha que apenas tiene dieciocho años. La magnitud de mi error me abruma. ¡Esto no me puede estar pasando!
La noticia, esta bomba que acaba de estallar en mi vida, me tensa como una cuerda a punto de romperse. Anoche, bajo la luz tenue de la luna, me la follé sin tener la menor idea de que, en realidad, era mi responsabilidad legal, que su bienestar recaía sobre mis hombros. Y ahora, el peso de esa responsabilidad es aplastante. Sabía, o al menos sospechaba, que era su primera vez, una experiencia nueva e inexplorada para ella, pero decidí ignorar esa punzada de conciencia, enterrándola bajo el deseo y la excitación.
No hay excusa. Soy un maldito degenerado, un ser despreciable que se aprovechó de la inocencia. La culpa me carcome por dentro. Necesito aire. Me levanté bruscamente, apartando la silla con estrépito. El sonido retumba en la silenciosa oficina, como un eco de mi propia turbación. Caminó de un lado a otro, incapaz de permanecer quieto. La imagen de Juliette, sonrojada y vulnerable, me persigue. Cada detalle de la noche anterior se reproduce en mi mente con una claridad dolorosa: sus ojos brillantes, su timidez inicial, la forma en que temblaba entre mis brazos.
—¿Qué te pasa, amigo?
—¿A mí? Nada, todo está perfecto.
¿Cómo pude ser tan estúpido? Tan ciego ante la verdad que ahora me grita en la cara. Estaba tan embriagado por la belleza, por la sensación de tenerla en mis manos, que fui incapaz de ver más allá de mi propio deseo. La convertí en un objeto, en una fantasía cumplida, olvidando que era una persona, con sus sueños, sus miedos y, lo más importante, su juventud.
El futuro se presenta como un laberinto oscuro y amenazante. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo voy a solucionar este desastre? Revelar la verdad significaría arruinar mi carrera, mi reputación, mi vida entera. Pero ocultarlo sería aún peor. Sería cargar con este peso en silencio, vivir con la certeza de haber cometido un error imperdonable.
La idea de hablar con ella me aterra. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo podría explicarle que la persona que la hizo sentir especial, que la introdujo en el mundo del placer, también es su tutor legal? No puedo imaginar el dolor, la decepción que sentirá al descubrir la verdad.
Me detengo frente a la ventana, mirando la ciudad que se extiende a mis pies. Las luces parpadean a lo lejos, ajenas a la tormenta que se desata en mi interior. Tomo una respiración profunda, tratando de calmar los nervios. Sé que lo que tengo que hacer es difícil, quizás lo más difícil que he hecho en mi vida, pero no puedo seguir huyendo. Tengo que enfrentarme a las consecuencias de mis actos, por nefastas que sean.
Theo me observa con curiosidad, sin entender mi reacción. Estoy negando mentalmente de que esa joven sea la misma de esa noche, en esta foto se ve tan pulcra, mientras que anoche era la tentación en vivo y todo color.
“Dieciocho años”. Me repito en la mente. Un vacío me golpeó el pecho al escuchar ese número. No había forma. Pero…
Si realmente tenía dieciocho años, eso significaba que me había mentido. Y que anoche estuve con alguien demasiado jodidamente joven. Apreté la mandíbula, pero borré cualquier emoción de mi rostro. No era momento de pensar en eso. Esto es un maldito error.
—Bien —murmuré, retomando el control de la situación—. ¿Y qué hago con ella?
Theo se encogió de hombros como si el asunto no fuera la gran cosa. —Mándala a una universidad que tenga residentes y todo se termina.
El abogado asintió con aprobación. —Eso ayudaría a que se mantenga bajo control. Lo importante es asegurarse de que no se pierda en el mundo. Recuerde, señor, que ella, es una joven que estuvo parte de su vida en un internado, es una chica inocente y tímida.
Si supiera que el maldito que tiene enfrente la corrompió.
No tenía tiempo ni paciencia para lidiar con una adolescente problemática. Y si mejor la enviaba a un internado de élite, estaría a salvo y fuera de mi camino. No la volvería a ver y todo estaría bien.
Era la mejor opción. Me recliné en la silla, pasando una mano por mi mandíbula.
—De acuerdo. Hagámoslo.
El abogado asintió con profesionalismo, pero Theo me miró con una media sonrisa.
—Hombre, no me imagino a ti cuidando a una niña de dieciocho años.
Rodé los ojos. —Ni yo.
Pero la firma estaba ahí. Mi promesa estaba ahí. Nunca pensé que la familia Dubois moriría en ese accidente. Nunca imaginé que tendría que hacerme cargo de su hija. Y mucho menos que su hija podría ser la mujer que me destrozó la cabeza anoche.
—Antes de irme… El abogado ajustó sus lentes y miró los papeles en su mano. Ya estaba levantándose, sin embargo, su tono me indicó que aún tenía algo que decirme. —Juliette llegará esta noche a su casa…
La noche anterior había sido un torbellino de emociones, y ahora, ese mismo nombre significaba un caos que no estaba preparado para enfrentar. ¿Cómo sería verla de nuevo? ¿Sería la misma, la que me hizo olvidar todo por un instante, o estaría marcada por la tragedia que la había rodeado? La idea de responsabilizarme de su bienestar me resultaba abrumadora.
El abogado continuó hablando, pero mis pensamientos se perdieron en un mar de incertidumbres. Cada palabra pareció desvanecerse mientras mi mente soñaba con las posibilidades. La vida me había lanzado un desafío inesperado, y mi corazón latía con una mezcla de expectativa y temor. La promesa que había hecho a los Dubois ahora se sentía como una carga. ¿Sería capaz de cuidarla, de proteger a Juliette de este nuevo mundo oscuro que se había presentado? Y la pregunta más aterradora: ¿Cómo enfrentaría mis propios demonios hacia ella? La conmoción de su llegada me atrapó, atrapó mi razón y mi cordura.
Mi ceja se arqueó de inmediato al caer en sí. —¿Qué ha dicho? ¿Ir a mi casa?
—Ya sé dónde vive usted—agregó sin inmutarse—. Ella ya tiene su dirección.
Sentí que algo en mi estómago se apretaba. —¿Y por qué tan pronto, el encuentro?
—Es el proceso —respondió con total normalidad.
Maldita burocracia eficiente. Me pasé una mano por el rostro. No necesitaba este tipo de problemas ahora. Theo, que había estado entretenido mirando su teléfono, dejó escapar una carcajada y apoyó los codos en el escritorio.
—Es mejor así —dijo con su típico tono despreocupado—. Métela en una habitación de huéspedes y listo. Mañana te organizas para mandarla lejos.
Levanté una ceja. —No es que vayas a criarla —continuó Theo con una sonrisa burlona—. No es tu hija. Es una invitada. Nada de qué preocuparte.
No. Definitivamente no lo era. Ella se convirtió en mi noche de pasión.
—Solo es… la hija de un viejo amigo que ahora está en la gloria —remató con una sonrisa.
Suspiré.
Sí, ese viejo Dubois. Me hizo una mala jugada, o tal vez fue el destino. Ni siquiera recordaba haber firmado aquel documento. Pero ahí estaba mi firma. Y ahora tenía una adolescente de dieciocho años en camino a mi casa. ¿Cómo demonios le voy a hacer?
—Bien —cedí, recargándome en la silla con fastidio—. Hablaré con mis abogados para enviarla a estudiar lejos. Que haga su vida como quiera.
Pero eso era lo único que me interesaba. Que ella no fuera mi problema.
El abogado asintió, recogió sus papeles y salió sin más.
—Vaya que te metiste en un lío —comentó Theo, riéndose mientras se servía un trago de mi licorera—. Eres un maldito niñero.
Su carcajada resonaba en toda mi oficina. Mientras mi mente la desnudaba una y otra vez.