Templanza

1095 Words
— ¡No!— Grito de nuevo, pero a ella eso parecía no importarle. — ¿Por qué?— Rogó, buscando caridad en él. El hombre le miró consternado, era lógica la respuesta y absolutamente impropia la pregunta, pero ella insistía en continuar, como si tuviera un trozo de esperanza qué le motivara. Se acercó hasta donde estaba él y tiró con suavidad de su camisa, atrayéndolo a ella. Él se estancó en su lugar, no tiene la fuerza para mover un hombre del doble de su estatura y peso. Pero, ella seguía rogando e insistiendo en moverlo. — Ya te dije qué ¡No! — Gritó. — No, es no, Carolina. ¡No! — Concluyó en otro grito. — Te pago de inmediato. — ¿Con qué? — preguntó en tono burlesco, una sonrisa ligera se esbozó en la boca de ella, tenía un pensamiento instalado en la cabeza y le ayudaría a obtener lo qué quería. — Lo qué tanto te gusta — Lo miró coqueta, intentando convencerle. — ¿Lo dices enserio? — Se burló de nuevo. — ¿Por qué? — Carolina balbuceaba y le costaba coordinar. Su hablar era más lento. — Ni siquiera puedes sostenerte — Tiró del agarre qué sostenía a la mujer de su camisa y de paso, le otorgaba equilibrio. — Ya no produces nada Carolina. ¡Vete de aquí! — Le ordenó con firmeza. Esta vez no le gritó y ella entendió qué era tal como él lo decía. Ya no le producía nada. — Regalame uno, por lo menos. Te prometo… — No prometas nada — Sentenció. — Vete Carolina, desaparece de mi vista. — No lo dices enserio, sé qué sientes cosas por mi. Él le miró de arriba a abajo y sonrió. En un pasado fue así, lo qué sentía por ella lo dominaba más qué su trabajo o cualquier otra cosa. Pero ahora no, ella no era la misma mujer de la qué se enamoró, no solo por su aspecto físico. Ahora, ella era tan distinta, qué le desconocía. Se mostraba irritable, ajada y maltratada. No tenía idea de donde dormía o a quien frecuentaba. Solo le buscaba cuando su necesidad la ponía en evidencia.. — Hace mucho no siento nada por ti. — No es verdad, me amas. Rió con fuerza y dejó de mirarla. Se concentró en el conteo qué llevaba de las piezas. Necesitaba dejar organizado el inventario, así como el dinero. Ya había tomado la radical decisión de abandonar el trabajo y aunque, probablemente le costará hasta la vida, era eso o seguir culpando del daño, como lo hacía a diario con Carolina. — Debes irte Carolina. No tardan en llegar a revisar y si ven aquí… — Te matas o me matan. — Interrumpió — Ya lo sé y no me interesa. Quiero estar aquí y quiero qué me des una… Solo una — Rogó de nuevo. — ¡Ya es suficiente! — Gritaba — ¿Te has visto en un espejo? Perdiste tu belleza, tu cordura, perdiste todo. — Es tu culpa, tu me metiste en esto. — Para qué vendas, para qué trabajes Carolina… Pero no para qué te las tragues. No para qué te metas todo lo qué llega a tus manos. Estoy cansado de pagar tus deudas, trabajo para eso. — ¿Qué harás? — Preguntó nostálgica al notar una despedida en su voz. — Nada, lárgate ahora y no me metas en problemas. Déjame en paz. El hombre entró a la habitación principal, donde guardaba gran parte de la mercancía y el dinero. Ya había ordenado todo y estaba en regla, ahora era esperar la firma de entrega para liberar su turno de venta y ser libre. Estaba acordado, mañana no se presentaría y para cuando lo buscaran, ya habrá cruzado la frontera. Lo qué no se percató, ni siquiera lo medito, era el dejar a la mujer sola, con un paquete de sobres sobre la mesa. Ella, una adicta, con abstinencia en el culmen y la necesidad ahorcando, no perdería la oportunidad. En el fondo, eso era lo que él quería y así como lo pensó, ella lo ejecutó. Tomó la bolsa y corrió lo más rápido qué su debilitado cuerpo pudo, se esfumó entre la noche y esos callejones qué ella bien conocía. Temblaba, de miedo y ansiedad, necesitaba con urgencia inhalar el polvo. Se sentó cuando notó qué no le estaban siguiendo, el piso estaba húmedo y el olor a basura era penetrante. Se podían ver ratas merodeando por el lugar y uno qué otro gato, conviviendo con ellas, como en un pacto de supervivencia. Carolina admiraba el polvo, ni siquiera se detuvo a pensar en la cantidad, ella necesitaba inhalarlo pronto. Lo hizo y apretó los ojos para disfrutar la sensación. Ella era una mujer fuerte, aguerrida y complicada, pero ante la cocaína, era una niña qué no sentía dolor por su pasado, el efecto le daba esa sensación de tranquilidad, qué las manos de sus violadores, recorriendo su pequeño cuerpo, le habían robado. Un hombre se detuvo frente a ella, notó los pies descalzos del personaje y creyó qué quería robarle, cubrió su cabeza, intentando protegerse del golpe, pero él estiró solo la mano, indicando qué la tomara. — ¡Es hora! — su voz era cortante y directa, como enojado. — ¿Lo es? — Pensó en el efecto de la droga en su cuerpo, esa debe ser la razón para su alucinación. — Vamos — advirtió de nuevo con el tono ofuscado. — Debes hacerlo. Ella tomó la mano, el agarre qué el hombre le ofrecía y se apoyó para ponerse de pie. Tambaleó un poco y sonrió, buscando en una cara amiga en el personaje qué ahora le acompañaba, pero él solo asintió sin ningún rastro de empatía y caminó. — ¿Quién eres? — No necesitas saberlo. Solo debes saber, qué es hora. — Tanto qué he esperado la hora. — No, esa hora no. No la vivirás. Es hora de presentarte ante la corte y qué respondas por lo qué has logrado o lo qué dejaste de hacer. — No hice nada — Acepta con dolor, no entendía cómo, pero al parecer, tenía muy claro lo qué él le estaba diciendo. — Exacto, ni tú, ni ellas. Y el tiempo se agotó. Reprochó, mientras continuaban el camino, el lugar estaba solo y nadie, más qué dos ratas y un gato, se percataron del momento exacto en el qué los cuerpos se esfumaron en una espesa nube negra. Un color demasiado particular.
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