El ambiente era silencioso, ni siquiera se percibía la respiración de la pareja. Jerome confiaba en Anaís, eso ella lo tenía claro, pero sin embargo el temor de ser identificados y atacados, le angustiaba más de lo que podría controlar. Sin la fuerza completa de la inmortalidad, por la gestación de la niña, Jerome y Anaís, no eran más que dos seres con capacidades especiales, siendo buscados por ejércitos de ángeles y con cuentas pendientes en sus mundos, tratando de esconderse en la tierra.
Ella cerró los ojos y tomó las manos de Jerome, estaban sobre el suelo y el frío de la madrugada comenzaba a taladrarles los huesos.
― ¿Puedes…?
― ¡Shhhh! ― La pregunta de Jerome fue interrumpida por la sentencia de Anaís.
Continuaron con los ojos cerrados y en un silencio forzoso para él. Ella recetaba sus enseñanzas, trataba de conectar su alma con otro tipo de energía, una que no tenía que ver con las fuerzas oscuras o iluminadas. La fuerza del tiempo, la que podía llevarlos de un punto a otro o matarlos. Era una cosa y otra. Si Anaís lograba empalmar sus almas con el aura de Tempestas, aquel ser que dominaba los misterios de las horas, minutos y segundos, podría ayudarles para llevarlos a otra ciudad y huir, sin necesidad de usar su energía. Serían absolutamente indetectables. Pero, si Anaís no coincidía con él, si en su lugar fallaba y entraba en el momento inadecuado al aura del patrón del tiempo, irrumpiendo sin permiso, serían pulverizados en medio del vacío espacial y mundano.
Lo que más le inquietaba no era eso, perderse en polvo en un lugar de la vida que nadie conoce e intuye. Lo que le preocupaba era la reacción de las cortes celestiales e infernales, cuando descubran que Tempestas, había pulverizado a dos de sus seres.
― ¿Listo?
― No, por supuesto que no. Pero no hay opción ― Jerome sonrió
― No mi amor, no la hay. Si lo logramos, estaremos en Inglaterra en cuestión de segundos.
― ¿Anglicanos?
― Lo sé. Pero quien me busca, no topará las tierras de Inglaterra. Estaremos a salvo, mientras desciframos como dejar de lado nuestra naturalidad y ser mortales.
― Solo debemos confiar. Creo que las profesiones de fe, serán útiles en este momento.
― Creo en ti, creo en esto que vivimos. Apuesto a que, no se esperan esto de nosotros.
― Y, una apuesta se paga, con sangre o con el alma.
― Te entrego mi alma Jerome. Te entrego todo lo que quise tener al llegar a París, te entrego mi libertad.
― Pagaré lo que me das, con el mismo precio Anaís.
Jerome se acercó, solo lo necesario para topar sus frentes.
― Estaremos bien, si estamos los tres.
― Sabes que es una nena. Lo sientes ¿Verdad?
― Ahora más claro que antes.
Sonrieron y cerraron los ojos, las manos sin soltarse, los cuerpos se equilibraban en respiración y latidos unísonos. Anaís logró el estado de energía, el momento exacto en que Tempestas estaba disponible.