Where we are three

1809 Words
― ¿Te has sentido extraña? ― Jerome habla y Anaís sonríe mientras aplica algo de rímel a sus pestañas. ― ¿Te parece que somos normales? ― Le respondió ella. Jerome estaba sentado sobre la cama y desde allí le miraba, mientras ella se maquillaba. ― Es que… ― ¿Qué? ― A ella le irritaba cuando Jerome empezaba con rodeos ― ¿Notaste que tu cabello cambió? Anaís se giro para mirarlo de frente, como si su reflejo en el espejo no pudiera mantenerle la versión de su comentario. ― ¿De que hablas? ― Se giró de nuevo hacía el espejo y empezó a revisarlo, hasta que se detuvo. ― ¿Lo ves? ― Está blanco… ― Murmuró intrigada. Jerome guardaba silencio mientras sopesaba si era mejor responderle o guardar silencio. ― ¿Es eso lo que dices? ― Si my sweet, está algo blanco. ― Jerome quiso suavizar sus palabras. ― ¿Algo blanco? ¡Estás ciego! ― Gritó ― Mierda ― Jerome murmuró enojado mientras Anaís seguía reprochándole el haber callado que su cabello estaba cambiando de color. Se levantó de la cama y caminó hasta la cocina. La salida programada con días de anticipación, se había suspendido. Rebusco en la alacena, algo de esas galletas que ella gustaba hornear, deben estar ocultas, Anaís notó que Jerome come más de una en cada que puede y optó por esconderlas. Una caja en el fondo del gabinete le llamó la atención. El hombre era alto, más que su pareja, pero la caja estaba ridículamente lejos de su alcance. Se estiró y no logró hallarla, lo pensó un poco antes de decidir, pero finalmente acercó una silla y subió a ella. Jerome sabía que la caja contenía uno de los secretos más guardados de la mujer, pero el enojo que lo embriagaba en ese momento, no le dejaba más opción, que la de poner en evidencia, en especie de venganza, el íntimo argumento de ella. ― ¿Qué haces? ― Anaís le sorprendió mientras estiraba su brazo, haciendo malabares sobre una silla para llegar a su destino. ― Busco… ― Lo pensó para no entrar en debates ― Las galletas que sé que escondes ― Afirmó con fuerza. ― No las escondo, reservo para mi y la beba. Tu te las comes todo el mismo día. ― Además baja de allí, están con la verdura, de aquel lado ― Apuntó la canastilla de metal en la que almacenaba las verduras de estación que recolectaba en el extenso terreno donde vivía. Rozaba la caja con sus dedos, mientras sopesaba si continuar con el plan o desistir. Al parecer a Anaís, el enojo se le había disipado y si él insistía en tomar la caja, la pelear iniciaba de nuevo. ― ¡Oh! Mujer inteligente. ― Resaltó sonriente. Le alegraba más saber que ya ella no estaba enojada y en parte, le aliviaba no tomar la caja y no tener que discutir con ella, por eso. ― Estoy lista ― Señaló mientras le mostraba el vestido que decidió usar. ― Te ves hermosa ― Lo sé, ahora vamos. ― ¿Las galletas? ― Al regresar las comes, estarán en casa cuando vuelvas. Jerome bajó de la silla y la acercó hasta su lugar de origen. Él era así, organizado en demasía. Ella era su contraparte, la que le obligaba a respirar mientras ordenaba todo lo que ella dejaba a su paso, como un huracán. Le tomó de la mano y caminaron, el día estaba soleado, el otoño en llevaba solo semanas de haber inundado a la ciudad con sus inusuales tonos variantes entre amarillo, púrpura, rojo y verdes. Anaís disfrutaba del paisaje y el clima, Jerome se complacía de la paz con la compartían sin discusiones. Pronto llegaron a la urbe, donde la ciudad de abrazaba a ellos y les invitaba a recorrerle. Anaís contemplaba un niño, que intentaba depositar una carta en el correo, mientras se sostenía apenas de su bicicleta. Ella soltó el agarre de Jerome y corrió hasta el menor para ayudarle. Él le miraba encantado, reconociendo en ella, esa sensación maternal que se despertaba de a poco. ― ¿Por qué sonríes como tonto? ― Meses antes, ni siquiera hubieras mirado al niño. Tal vez desviabas tu mirada a la jovencita que vende flores y su vestido que se menea con el viento. ― A la que estás mirando ― Mencionó ella en baja voz. ― ¿Te molesta? ― Jerome se sorprendió. Anaís no era de las mujeres que se mostrara insegura o celosa. Aunque él sabía perfectamente, que no la conocía. ― No debería, pero creo que si ― Ella hablaba tratando de deducir lo que sentía. ― ¿Sientes celos mi amor? ― Jerome sonrió complaciente. ― Creo que si ― Refunfuñó ― Es que le ves con deseo. Eso no pasa conmigo. Él se acercó, estaban un par de metros de distancia. Le tomó de la mano y le beso en la frente. Anaís amaba esos gestos. ― No digas eso mi amor. No es cierto. Es solo que pasamos de ser algo… ahora somo diferentes. ― Y eso no te gusta ¿Verdad? ― ¿Cómo que no? ― Resopló ― Amo lo que estamos creando mi amor. No te sientas insegura de nada. No sabes el orgullo que siento de saber que serás la mamá de mi niña. ― Nuestra niña ― Sonrió aunque un par de lágrimas ya le caían por las mejillas humedeciendo el maquillaje. ― Vamos ― Le tomó de la mano y tiró hacía él. ― Busquemos algo de comer, que sea típico de este lugar. ― ¿Ya no quieres galletas? Rieron con fuerza. ― No es eso. Pero no hemos recorrido Inglaterra, en los meses que llevamos viviendo en ella. ― Tienen playa ―Mencionó emocionada ― Deberíamos visitarla. ― Tienes razón. Deja me pregunto y me oriento. ― Eres mejor que yo, en eso. Jerome se alejó de Anaís, mientras trataba de hablar con un par de hombres que esperaba en una esquina. De momento, el aire se hizo más espeso, un aura roja ascendió desde el suelo y le recorrió el cuerpo. Anaís sabía con exactitud lo que estaba pasando y quiso gritarle a Jerome, en su lugar, solo pudo abrir la boca y cerrarla de nuevo, no emitió sonido y no fue por su voluntad. Él, su padre le había tomado y ahora, debía esperar a su voluntad. Una escena se sucedió en su mente, como si se diera frente a sus ojos. Él estaba de pie frente a ella, con el libro dorado en sus manos, las ojos de oro brillaban y el cuerpo de su progenitor se bañaba en un color grisáceo el que ella sabía que usaba cuando le dominaban sus emociones, las que estaba castigado a vivir por la eternidad. ― ¿Cómo llegaste aquí? ― Soy tu padre Anaís Leeika. Al parecer has olvidado la fuerza que tengo. ― Esta tierra no está a tu alcance. ― ¿Según tu o ese hombre? ― Jerome apareció como en un reflejo. ― No lo toques. No conoces a tu hija, señor ― Anaís no perdía el respeto, aunque no estuviera bajo el mando del mismísimo demonio. ― Belial ― Mencionó él. ― No me interesa conocer tu identidad o como te sientes más cómodo en este momento. No te metas conmigo, ni con él o todo lo que conoces de mí, quedará en el pasado. ― Debes volver Anaís ― Le enseñó el libro dorado. ― Por si no lo has notado… Belial ― Le complació con el nombre ― Estoy esperando una niña. Una que educaré en esta tierra en el seno de una familia. ― Él no, Anaís. Es imposible. ― Te pedí una sola cosa Belial. Una ― Le señaló con el dedo. ― No estuve de acuerdo con tus decisiones Anaís. ― Le enseñó el libro de nuevo ― Entrégamelo y sigues con tu vida. Anaís reía con fuerza. Jerome se giró al oírle mofarse, estando sola. Los hombres que le estaban dando indicaciones, murmuraron entre ellos, referenciando a Anaís con las posesiones de las que se hablaban por esos días. ― Ella tiene un problema mental ― Mencionó Jerome al notar que ellos, eran anglicanos y probablemente, querrían ir tras su mujer. ― Muchas gracias por su ayuda ― Se despidió con un apretón de manos y caminó con rapidez hasta ella. En la mente, ella mantenía la escena con su padre. En el exterior, Anaís convulsionaba en risas mientras todos le miraban. Jerome le tomó cuando notó que estaba a punto de caer y le sujetó con fuerza. Notó una silla cercana a ellos y trató de levantarla para llevarla hasta allí. Con dificultad lo logró, pero al recostarla sobre el asiento se sintió aliviado. ― ¿Qué pasa Anaís? ― Su mirada estaba perdida. Él insistía por una respuesta. Ella continuaba con la charla que se desataba en su mente. ― Si te entrego el libro, mi único seguro para vivir fuera de tu yugo, nada más me quedará en esta tierra y entonces, debo volver contigo. ― Nos pones en peligro Anaís. Si él toma el libro, si alguno de legión lo hace… ― ¡Anaís! ― Jerome gritó y el sonido llegó hasta el espacio donde ellos se encontraban. ― Debo irme, Belial. Me espera mi esposo. ― Ni en mi mundo, se es esposo sin un compromiso. Y eso que no soy de los que creen en eso. ― No necesito saber lo que apruebas o no. Debo irme. Anaís se sacudió, solo un poco, en brazos de Jerome y él entendió lo que sucedía. ― ¿Qué te dijo? ― Inquirió ansioso. ― ¿Quién? ― Anaís se removió de su agarre, incorporándose a su lado. ― Ya sabes de que te hablo. ¿Te buscaron cierto? ― No tienes nada de que preocuparte. Ahora vamos a esa playa, quiero tener arena en mis pies. ― Debemos esperar un Ulverston, tengo el dinero suficiente para viajar de ida y vuelta. ― ¿Cómo lo conseguiste? ― Creo que, si te respondo, me sentiré avergonzado. ― ¡Es ese! ― Mencionó Anaís emocionada al notar el vehículo llegar a la parada que le fue señalada por el par de hombre a Jerome. ― Vamos, ahora solo importa lo que nos haga bien. Le dio un beso corto en los labios y caminaron hasta el vehículo. El recorrido tardó más de lo pensado por la pareja. Pero los lugares visitados les mantuvieron entretenidos y conversando todo el momento. Añoraban llegar a casa, luego de que la playa, quedara aplazada para otro momento, uno en el que, la visita de un enojado padre y un embarazo de ocho meses, no estuviera a la orden del día.
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