Prólogo.
Ahí está.
Mi niña de fuego.
Mi pequeña estrella cubierta de carne y miedo.
Brilla para todos, pero canta para mí. Lo sé. Lo siento en cada nota que suelta, como un suspiro escondido entre las teclas del piano que nadie escucha, excepto yo.
Tiene quince años.
Quince.
Lo repito en mi cabeza como un mantra sucio, culpable, delicioso. No debería mirarla como la miro, lo sé. Pero ¿cómo no hacerlo? Si fue hecha para desarmarme, para encenderme, para invocar mi nombre sin decirlo.
Míralo tú mismo: ese cabello rubio dorado, con pequeños rizos en las puntas como la corona de una virgen profanada. Los focos le dan ese brillo celestial que me dan ganas de arrancarle a mordiscos.
Y esos ojos…
Dios mío, esos ojos.
Color hazen. Ni verdes, ni miel, ni humanos. No. Son los ojos de una criatura nacida para ser devorada.
Son míos.
Aún no lo sabe, pero son míos.
La maquillan como una mujer, aunque todavía no se ha terminado de romper por dentro. Pero lo hará. Yo me aseguraré de eso. No con golpes. No con gritos. Con tiempo. Con espera. Con paciencia. Como el coleccionista que mira una flor crecer solo para cortarla en su máximo esplendor.
El vestido rojo le queda grande en intención, pero no en cuerpo. Le marca el pecho aún joven, los hombros aún temblorosos. Canta. Siempre canta. Y cuando lo hace, todo se detiene. Incluso yo.
Incluso el Diablo.
Porque en ese instante, mientras su voz acaricia el aire, me convenzo de que ella fue creada solo para mí. No por amor. No.
Por obsesión.
La veo tensarse cuando los hombres mayores la miran. Se le nota en el parpadeo, en el temblor leve de la mandíbula, en cómo aprieta el micrófono como si pudiera enterrarlo en su pecho. Ellos la miran con hambre.
Pero no como yo.
Ellos quieren su cuerpo.
Yo quiero su alma.
Entera.
Doblada.
Rota.
No la toco. No aún. No porque no quiera, sino porque la quiero más. Quiero que me vea, que me sienta, que un día me elija. Quiero estar en sus sueños, en sus miedos, en sus pensamientos más turbios cuando crea que está sola.
Quiero que cante para mí y que no lo sepa.
Quiero que crezca sabiendo que algo la observa, la desea, la respira.
Soy la sombra bajo el escenario. El calor detrás de su nuca. El susurro que no entiende cuando despierta a medianoche con el corazón latiéndole fuerte.
Soy su destino.
Soy el Diablo.
Y ella…
Ella es el infierno que elegí para mí.