ECOS DE LA NIEBLA
La niebla de Toronto cubría las calles como un susurro húmedo aquella mañana. El invierno comenzaba a acariciar la ciudad, y Alejandra apretó la bufanda alrededor de su cuello mientras esperaba que el semáforo cambiara.
—¿Otra vez soñaste con ellos? —preguntó Ahinoa, parada a su lado.
Alejandra asintió en silencio. El rostro de sus padres aparecía cada vez más difuso en sus sueños, pero el dolor de su ausencia era tan agudo como el primer día. Diez años habían pasado desde su desaparición. Diez años de preguntas sin respuestas. Diez años sin abrazos, ni despedidas, ni explicaciones.
Crecieron con su tía Isabel, una mujer estricta pero amorosa que evitaba hablar del pasado como si temiera despertar algo dormido.
—No entiendo por qué nadie los busca ya… —murmuró Alejandra.
—Porque todos se cansaron —respondió Ahinoa con un tono más frío—. Menos nosotras.
El sonido de un claxon rompió el silencio. Cruzaron la calle rumbo a la preparatoria Saint Michael, donde la rutina diaria les ofrecía un poco de normalidad. O eso creían.
En la entrada, como cada mañana, las esperaba Arturo. Alto, de cabello castaño claro y ojos azul cielo, sonrió al verlas.
—Mis chicas favoritas —dijo, abriendo los brazos.
—Sólo una es tu favorita y no lo admites —bromeó Alejandra, empujándolo con el hombro mientras Ahinoa rodaba los ojos.
—No seas ridícula —respondió él, aunque su mirada se posó en Ahinoa unos segundos más de lo necesario.
Desde hacía un par de años, Arturo ya no veía a Ahinoa solo como la hermana de su mejor amiga. Había algo en ella que lo inquietaba, lo desarmaba. Su inteligencia afilada. Su forma de mirar sin decir nada. Pero nunca se atrevió a confesarlo. No quería herir a Alejandra ni romper su amistad.
—¿Listas para la clase de idiomas? —preguntó Arturo, mirando a Ahinoa con una sonrisa torpe.
—Sí, aunque creo que no iremos solas esta vez… —respondió ella, señalando discretamente hacia la entrada.
Un chico nuevo caminaba por el pasillo. Alto, de tez clara, cabello n***o azabache desordenado y unos ojos verde agua que parecían leer pensamientos. Vestía una chaqueta de cuero y unos audífonos colgaban de su cuello.
En cuanto cruzó miradas con Alejandra… algo vibró en el aire.
—¿Quién es ese? —susurró Alejandra, sintiendo un leve sobresalto en el pecho.
—Enrique. Es nuevo. Viene de Italia. Se unirá a la clase de idiomas —comentó Ahinoa sin apartar la vista del chico.
Enrique se acercó. Sonrió, primero a Ahinoa… luego, a Alejandra. Pero con esta última, su mirada se volvió más lenta, más intensa. Como si la reconociera de otra vida.
—Ciao —saludó—. Me llamo Enrique. ¿Vosotras sois gemelas?
—Sí —respondieron al unísono, lo que le provocó una leve risa.
—Eso será un problema… ¿cómo voy a diferenciarlas?
—La que no te contesta es Ahinoa. Y yo soy Alejandra —aclaró ella con una ceja alzada.
—Entonces lo recordaré… Alejandra tiene fuego en los ojos —dijo Enrique sin pensarlo, lo que hizo que ella se ruborizara.
Desde ese día, Enrique y Ahinoa se volvieron inseparables en clase de idiomas. Compartían bromas en italiano, se pasaban notas con frases secretas y hablaban de literatura extranjera como si compartieran el mismo rincón del mundo. Sin embargo, cada vez que Enrique veía a Alejandra en los pasillos, su corazón latía más rápido. Y ella, aunque intentaba disimularlo, no podía dejar de sentir lo mismo.
Arturo, por su parte, comenzó a notar los cambios. Enrique no le gustaba. Su actitud despreocupada, su forma de mirar a Alejandra y su repentina cercanía con Ahinoa despertaban en él una alarma silenciosa. Pero no podía decir nada. No sin revelar lo que sentía por Ahinoa.
Una tarde, al salir de clases, Arturo se acercó a Alejandra.
—¿Qué sabes de Enrique?
—¿Por qué lo preguntas así?
—Porque no me da buena espina.
Alejandra frunció el ceño.
—¿Es porque se lleva bien con Ahinoa o porque me mira demasiado?
Arturo guardó silencio. No podía negar ninguna de las dos razones.
—Solo… ten cuidado. A veces, los que parecen venir de lejos… también traen problemas de allá.
En otra parte de la ciudad, en una videollamada clandestina, Enrique hablaba con alguien desde un celular sin chip.
—La misión es simple, Enrique —decía la voz al otro lado de la pantalla—. Mantente cerca. Asegúrate de que no recuerden nada. Y sobre todo… no te enamores.
Enrique apretó la mandíbula. Demasiado tarde.
—Ya es inevitable.