**GABRIEL** Era viernes, y yo no tenía compromisos, ni culpas, ni nombres que recordar. Solo el deseo de vivir como si fuera la primera vez. Mis amigos —los de siempre, los cómplices de cada locura, los que saben cuándo callar y cuándo gritar— ya estaban armando el plan desde el auto que nos llevaba del aeropuerto. Hotel de boutique con vista al puerto, copas en la terraza del piso veintiséis, y luego… lo que venga. Vancouver nos recibió con esa lluvia fina que no moja, pero que promete, con esas luces que se reflejan en el vidrio de los rascacielos como diamantes líquidos. En esta ciudad, todo parece diseñado para el exceso elegante: luces suaves que abrazan sin asfixiar, música que vibra en el pecho y se queda en la memoria, mujeres que caminan por Robson Street como si supieran que e

