Cuando llegamos frente a mi edificio, el silencio se apoderó del ambiente. No era incómodo, pero sí de esos silencios que te obligan a pensar demasiado. Demetri estacionó el auto frente a la entrada, y antes de que pudiera despedirse, bajó también.
—Te acompaño hasta la puerta —dijo con esa voz serena que tiene, sin esperar mi respuesta.
Caminamos —bueno, yo caminé y él avanzó en su silla— sin decir una palabra. Cuando llegamos frente a mi puerta, me giré para mirarlo.
—¿Quieres pasar? —le pregunté, con una media sonrisa—. Te prepararé el mejor café que te has tomado en tu vida.
—Eso suena interesante —respondió con una leve sonrisa mientras deslizaba su silla hacia adentro.
Entró como si ya conociera el lugar. Yo lo guié hasta la cocina, mientras me quitaba los zapatos para sentir el piso frío bajo los pies. Él observaba cada rincón con curiosidad.
—Así que… ¿por qué vives sola? —preguntó, apoyando los brazos sobre la mesa.
Solté una risita antes de responderle.
—Porque mis padres son demasiado conservadores. Querían controlarme todo: con quién salgo, a qué hora llego, qué me pongo… lo de siempre. Y no lo soporté, así que preferí mudarme sola antes de terminar viviendo una vida que no era mía.
Demetri me miró con un brillo sincero en los ojos.
—Eso es muy valiente. No todos se atreven a tomar una decisión así.
Serví el café, y cuando el aroma llenó la cocina, tomé asiento frente a él. Por un instante, me sentí… tranquila.
—Y tú, después de que pase la boda falsa, ¿qué harás con tu vida? —le pregunté, dándole un sorbo a mi taza.
—Seguiré igual, supongo. Aunque estaba pensando irme de vacaciones, fuera del país. Quizás hasta que todo se calme —respondió con ese tono relajado que lo caracteriza.
Reí divertida.
—Entonces deberías llevarme contigo. Digo, todos los ojos estarán sobre la pobre mujer triste y engañada.
Él también rió, moviendo la cabeza.
—No quiero verte sufrir.
—No lo haré —dije con una sonrisa que ocultaba un extraño cosquilleo en el pecho.
Pasaron unos minutos más entre risas y comentarios sueltos, hasta que él miró el reloj de su muñeca.
—Será mejor que me vaya. Es tarde, y tú deberías descansar.
—Mañana ya es fin de semana, y esos son mis días de descanso —le respondí con un tono ligero.
—Entonces espero que tengas un bonito fin de semana —dijo con una sonrisa amable.
—Igual tú.
Lo acompañé hasta la puerta. Cuando se marchó, cerré y me apoyé unos segundos contra ella. Luego, casi corriendo, fui a mi habitación y me dejé caer de espaldas sobre la cama.
El sonido de mi móvil rompió el silencio. Lo tomé con pereza, y al ver el nombre en pantalla, fruncí el ceño. Era un mensaje de Antonella.
Hola cuñada, te escribe Antonella. Es para invitarte este fin de semana a nuestra casa de campo. Nos iremos a las 8 de la mañana.
Me senté en la cama, pensativa. “¿Casa de campo? ¿Cuñada?” Ya empezaban los problemas. Le respondí rápido:
Lamento no poder aceptar tu invitación, ya tenía algo programado.
Pasaron apenas unos segundos antes de que mi pantalla se llenara de una lluvia de emojis de caritas suplicando, manos juntas y corazones. Suspiré, porque sabía que no tenía escapatoria.
Está bien, te espero a las 8 en mi departamento.
Dejé el móvil sobre mi pecho y me dejé caer de nuevo en la cama. Cerré los ojos, pensando que lo que había empezado como una farsa cada vez se sentía más real.
A las ocho en punto, como si el reloj la hubiera anunciado con una trompeta celestial, sonó el timbre de mi apartamento. Me miré por última vez al espejo —no porque lo necesitara, claro, sino porque no quería parecer una zombi en una “escapada familiar”— y fui a abrir la puerta.
Del otro lado estaba Antonella, con esa sonrisa amplia y contagiosa que parecía iluminar el pasillo entero.
—¡Buenos días, cuñada! —exclamó antes de lanzarse a abrazarme—. Este fin de semana será perfecto, lo presiento.
Apreté mis labios en una sonrisa, intentando igualar su entusiasmo.
—No lo dudo, seguro que será así —respondí, aunque en el fondo pensaba que “perfecto” no era precisamente el adjetivo que usaría para un viaje donde tendría que seguir fingiendo un compromiso.
Antonella aplaudió como si acabara de ganar un premio, y sin perder ni un segundo, me tomó del brazo para llevarme al ascensor. En cuestión de minutos ya estábamos frente al auto.
Cuando abrí la puerta trasera y subí, mis ojos se toparon con la escena menos esperada: en los asientos delanteros estaban Saidy y Demetri.
—Buenos días —dije, tratando de sonar relajada.
—Buenos días, querida —respondió Saiddy con su habitual dulzura.
Demetri me miró por el espejo retrovisor, con esa media sonrisa que tanto se le daba.
—Buenos días, mi cielo —dijo, con un tono que me hizo arquear una ceja.
Decidí seguirle el juego —porque a estas alturas, ¿qué otra opción tenía?— y me incliné un poco hacia adelante, dándole un beso en la mejilla.
—Buenos días, amor —dije con una naturalidad que casi me asustó.
Por un instante, él se quedó mirándome, sorprendido, como si no esperara que lo hiciera. Luego sonrió, esa sonrisa tranquila que parecía esconder algo más. Yo volví a acomodarme en mi asiento, intentando no pensar demasiado en lo que acababa de pasar.
Demetri puso el auto en marcha y el vehículo se deslizó por la calle mientras Antonella hablaba sin parar sobre todo lo que haríamos en la casa de campo. Yo solo miraba por la ventana, preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en una telenovela… y por qué, demonios, empezaba a gustarme el papel que estaba interpretando.