Abrí los ojos después de varias horas y lo primero que sentí fue un mareo terrible, como si hubiera girado sobre mí misma mil veces. Parpadeé un par de veces, intentando ubicarme, y fue entonces que lo vi. Yeison estaba acostado a mi lado.
Mi corazón dio un brinco y salté de la cama de inmediato.
—¿¡Qué haces aquí!? —le grité, sin poder creerlo.
Él me miró con una calma irritante.
—Te dije que lo que te hicieron cuando recibiste los golpes no se quedaría así… Esto es parte de mi venganza.
—¿Venganza? —pregunté, incrédula—. ¿Cómo rayos pretendes vengarte?
—Si ya te miraste —dijo, con esa sonrisa que me sacaba de quicio—.
Me miré y sentí un escalofrío. Debajo de la sábana, estaba desnuda. Mi rostro pasó del miedo a la confusión absoluta.
—¿¡Qué hiciste!? —pregunté, con voz temblorosa.
—Tomé de ti lo que tanto te había negado —dijo, con una seguridad que me hizo querer golpearlo de inmediato. Intenté, pero me dominó y me tomó de las manos.
—Tranquila —dijo—. Ya no puedo devolverte el tiempo, y además hay evidencia de que tú misma te entregaste.
Lo miré con sombra y furia contenida.
—¿De qué evidencia hablas?
Sacó su móvil y me mostró un video: él estaba sobre mí, besándome. Mi sangre se heló.
—¡Borra ese video ahora mismo! —exigí, temblando de rabia.
—No —respondió, con frialdad—. Lo usaré a mi favor.
Sin decir una palabra más, me levanté de la cama, me vestí apresuradamente y salí del departamento. Abrí la puerta y, para mi sorpresa, me encontré cara a cara con Lorena.
—Ahora sí, te tengo en mis manos —dijo, con esa sonrisa triunfante.
—¿Entonces ustedes dos se conocen? —pregunté, con el corazón latiendo a mil por hora.
—Desde hace mucho tiempo —intervino Yeison—, pero no sabíamos la conexión que teníamos.
—¡Son unos tontos! —exclamé—. Esto no se quedará así, y Demetri no creerá nada de ese video.
—Si no dejas a Demetri, yo le mostraré el video —dijo Lorena, desafiante.
—¡Los voy a denunciar por lo que me hicieron! —le respondí con voz firme.
—Ni en la policía te creerán, mujer Marfil —replicó Lorena, burlona.
No lo pensé dos veces y salí corriendo. Cuando llegué al parqueo, vi mi auto y mi corazón se hundió: todo había estado feamente calculado. Al acercarme, vi que la llave estaba sobre el asiento. Me subí sin mirar atrás y manejé hasta la mansión.
Al llegar, subí corriendo a mi habitación. Antonella, que estaba pendiente, me siguió y me preguntó preocupada:
—¿Qué pasó?
Entré al baño y abrí la ducha. Dejé que el agua cayera sobre mí mientras las lágrimas no paraban de rodar. Después de un rato, salí con una bata y encontré a Antonella esperándome.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no llegaste a dormir? —preguntó, con preocupación.
La abracé y le conté entre sollozos:
—Me pasó algo muy feo… Lorena tiene que ver en todo esto.
—No pienses más en ese hijo —dijo ella, intentando consolarme—. Tan pronto nazca, le harán una prueba de maternidad.
—No me refiero a eso —contesté, sollozando—. Anoche me encontré con mi ex, fingió pedirme perdón, y cuando me abrazó me puso algo en la nariz. Me desmayé y cuando desperté estaba desnuda en su cama, y encima hay un video donde se ve todo a su conveniencia. Y justo cuando iba saliendo, me encontré con Lorena… ellas planearon todo juntas.
Antonella me abrazó fuerte y me dijo con voz suave:
—Creo en tu palabra, y seguramente Demetri también lo hará.
—No lo sé —susurré, con lágrimas cayendo—. Hay un video y eso puede confundirlo. Lorena dijo que me iba a destruir, y lo va a lograr…
—Por ahora, no pienses en eso —me dijo Antonella, consolándome—. Pensaremos en cómo hacer para que Demetri no desconfíe y se dé cuenta de que todo fue culpa de Lorena y tu ex.
La abracé mientras seguía llorando, aferrándome a la única persona que parecía creerme de verdad.
La noche estaba cayendo cuando regresó Demetri. Lo vi entrar por la puerta del comedor y, sin pensar, me levanté de mi silla, me subí a su regazo y lo abracé con fuerza. Él me rodeó con sus brazos y susurró:
—Te extrañé muchísimo.
—¡Tú me extrañaste más! —le respondí, con una sonrisa que se me escapaba entre lágrimas de felicidad.
Saiddy se levantó de su silla, me dio un beso en la frente y le dijo:
—Qué bueno que llegaste bien a casa.
—Gracias, mamá —respondió él, sonriendo.
Antonella agregó:
—Me alegra que hayas vuelto.
—Agradezco su recibimiento —dijo Demetri, con esa calma que me hacía suspirar.
—Toma tu lugar para cenar con nosotras —dijo Saiddy, señalando su silla.
Lorena, con una sonrisa forzada, intervino:
—Yo también estoy feliz de verte, Demetri, y además tenemos que decirte algo de tu esposa.
Él la miró, serio:
—No tiene que decirme nada de Regina.
—Cambiarás de opinión —insistió Lorena, burlona.
—¡Lorena, deja de levantar falsos contra Regina! —la regañó Antonella.
—No es falso, es la verdad —replicó ella.
Saiddy intervino, firme:
—Basta de hablar de Regina. Permití que se quedara hasta comprobar lo del bebé, pero si sigue así, es mejor que te vayas.
Lorena sonrió y sacó su móvil. Reprodujo el video y todos vimos a Yeison sobre mí, besándome, mientras yo no hacía nada. Demetri me miró, con los ojos llenos de furia y dolor:
—¡Explícame esto! —dijo, con voz tensa.
—Lamento mucho que veas ese video… hay una explicación —dije, intentando calmarme.
—¿Qué explicación? ¿Ahora vas a inventar que tu ex te obligó mientras yo estaba lejos? —dijo Lorena, sarcástica.
—¡Eso fue exactamente lo que pasó! —exclamé—. Yeison me obligó.
Lorena comenzó a reír y aplaudir:
—¿Tu teatrillo ya terminó? Porque ahora Demetri sabe la verdad.
Demetri deslizó su silla hacia el despacho y yo lo seguí. Entré y le dije:
—No es cierto como parece.
—¿Entonces el video no eres tú? —preguntó, con enojo.
Me quedé en silencio y, tras un instante, le dije:
—Sí soy yo, pero no es como crees, las cosas no pasaron así.
De repente, Lorena entró al despacho y mostró más evidencia: fotos de mi auto estacionado frente al departamento de Yeison. Me levanté furiosa y le di una bofetada:
—¡Dile la verdad a Demetri! —exigí.
—Solo diré que quería estar en la mansión para desenmascararte —dijo Lorena—. Conocí a Yeison, él me contó que tu novia se casó con un hombre rico y en silla de ruedas para sacarle dinero. Me mostró una foto y supe que eras tú. Entonces ideé el plan y fingí un embarazo para descubrir la verdad.
—¿Cómo puedes creerle a eso? —preguntó Demetri, incrédulo.
—Ahí están las fotos y los videos, no puedes estar tan ciego —dijo Lorena.
—¡Eso es mentira! —grité—. Nunca me casé con él por dinero.
—Reconozco que fingí un embarazo y me metí a la ducha para ver si confesabas —dijo Lorena—. Así caía tu careta de mujer respetuosa.
—¡Eres la mujer que más mentiras ha dicho en un minuto! —grité, desesperada.
Demetri me miró a los ojos, con el ceño fruncido:
—Vete de mi casa. A partir de ahora lo único que nos unirá será el trabajo.
—¡No puedo creer que creas en Lorena! —exclamé.
—No creo en sus palabras, creo en las evidencias —respondió él, firme.
—Esas evidencias están manipuladas, Yeison me tocó sin mi consentimiento —dije, casi suplicando.
—No lo creeré. Mejor vete de mi vista —sentenció Demetri.
Lorena, con una sonrisa triunfal, dijo:
—Los dejo solos, cumplí mi propósito: demostrar quién eres.
Cuando la puerta se cerró, me arrodillé frente a Demetri y le juré:
—Por mi vida, no lo engañé jamás y nunca lo haría en mi sano juicio.
—Jamás te perdonaré —dijo él, con la voz rota—. Jamás perdonaré que me hayas engañado, que me hayas dicho que me amabas solo por dinero.
—El dinero no me interesa —susurré.
—Ya no creo en ti. Recoge tus cosas y no vuelvas a mirarme como hombre. Como lo hizo Verónica una vez, tú también… nunca me amaste realmente.
Demetri deslizó su silla y salió del despacho. Lo seguí, gritándole:
—¡Nada de lo que dijo Lorena es cierto!
Saiddy se acercó y me dijo:
—No puedes negar lo que todos vimos: fotos y videos.
Antonella me tomó del brazo y susurró:
—A pesar de todo, yo creo en ti.
—Él cree que lo engañé —dije, con lágrimas cayendo—. Nada de lo que parece allí es cierto. Jamás lo engañaría y menos de esa forma.
—Recoge tus cosas y no vuelvas a la mansión jamás —dijo Demetri, con voz firme.
No dije nada más. Subí a mi habitación, tomé mi pequeña maleta y empecé a guardar mi ropa, mientras las lágrimas no dejaban de rodar por mis mejillas.
Bajé las escaleras con la maleta en una mano y el estómago hecho un nudo. El comedor estaba en silencio, como si el lugar también tuviera vergüenza ajena por todo lo ocurrido. Vi a Demetri apoyado en su silla, con la mirada fija en algún punto distante. Me acerqué con paso tembloroso y, con la voz más firme que pude reunir, le tendí la llave del auto.
—Aquí tienes —dije—. Te devuelvo la llave del coche que me regalaste.
Él la tomó sin mirarme mucho y respondió con frialdad que me dolió como un golpe:
—Pronto estaremos divorciados. Espero no volver a verte.
La garganta se me cerró, pero no iba a suplicar. Le contesté con voz cansada y algo de ironía amarga:
—Lamento decirte que nos veremos, porque sigo siendo tu secretaria… a menos que también quieras despedirme del trabajo. Pero supongo que eso es lo único que todavía nos une.
No dijo nada más. Me dio la espalda —o eso me pareció— y yo me quedé ahí un instante, contemplando la casa donde tanto había reído y llorado. Salí por la puerta principal sin mirar atrás, las lágrimas rodando calientes por mis mejillas. Caminé por la acera como una autómata, sin rumbo fijo, repitiendo en mi cabeza cada palabra, cada imagen que acababa de destruir mi mundo.
No presté atención al tráfico; mis ojos solo tenían ojos para mi dolor. De pronto, el sonido de un claxon muy cerca, un frenazo, un golpe seco de metal contra mi cuerpo y un estallido de luces y voces que venían de todas partes.
Sentí el aire salirse de mis pulmones en un suspiro largo y frío, y todo se volvió borroso. Mientras la noche se inclinaba sobre mí y los sonidos se diluían como en un sueño, una última idea atravesó mi mente: todo había ido demasiado rápido.
Y luego… oscuridad.
Punto de vista de Demetri.
El sonido de los monitores y los pasos apresurados de enfermeras me parecían ecos lejanos. Yo solo podía pensar en ella. En Regina. En cómo había salido de la mansión con lágrimas en los ojos… y en cómo, media hora después, recibí la llamada más aterradora de mi vida: había tenido un accidente.
Ahora estaba aquí, en el hospital, acompañado de todos —Antonella, mi madre, los padres de Regina—, pero era como si todo me pasara a cámara lenta. La culpa me comía vivo.
Fabricio apareció agitado, con el rostro preocupado. Se acercó hasta mí y me dio una palmada en el hombro.
—Llegué tan rápido como pude, hermano —dijo, jadeando—. ¿Cómo está Regina?
—Fue mi culpa —murmuré, mirando el suelo—. La eché de la mansión… si no lo hubiera hecho, esto no habría pasado.
Fabricio frunció el ceño, sorprendido.
—¿Cómo que la echaste? Si ustedes están… o estaban, muy enamorados.
—Eso creía —dije con amargura—. Pero me engañó. Con su ex. Y hay pruebas, Fabricio, videos, fotos… Todo.
Él negó con la cabeza, incrédulo.
—No puede ser, Demetri. Ella no parece una mujer así.
—Yo también pensé lo mismo —suspiré—. Pero ya ves, me equivoqué. Solo quería mi dinero.
Antes de que pudiera responderme, un doctor se acercó al grupo y preguntó con voz firme:
—¿Familiares de la señora Regina?
Tomasa se levantó de inmediato.
—Yo soy su madre —respondió, con los ojos llenos de lágrimas.
Todos nos acercamos. El médico tomó su carpeta y dijo:
—Su hija está estable. Tiene algunas costillas fracturadas y deberá usar un cuello ortopédico por unas semanas, pero se recuperará bien.
Lauro, su padre, suspiró aliviado.
—Gracias, doctor, por atenderla tan bien.
El médico asintió, pero enseguida añadió algo que nos dejó a todos congelados:
—Sin embargo, hay algo que deben cuidar con especial atención: su embarazo. La señora Regina tiene aproximadamente cuatro semanas de gestación.
El silencio fue tan pesado que pude escuchar mi propio corazón. Sentí cómo todos giraban la cabeza hacia mí. Lauro se acercó con una sonrisa tibia.
—Entonces serás padre, hijo. Y nosotros, abuelos.
Tragué saliva, forzando una sonrisa que no sentía.
—Sí… supongo que sí.
Tomasa preguntó si podían verla y el médico le indicó la habitación 201. Lauro me miró y preguntó con respeto:
—¿Podemos verla primero, Demetri?
—Claro —asentí—, vayan ustedes.
Mientras se alejaban, Antonella se me acercó, con esa mirada inquisitiva suya.
—¿Por qué no nos dijiste lo que estaba pasando entre ustedes?
—Porque no tenía sentido —respondí con tono cansado—. Sé lo que hago, Antonella. Y prefiero que nadie se meta.
Mi madre, Saiddy, cruzó los brazos.
—Tu vida, tus decisiones. Nosotros no diremos nada.
Asentí.
—Váyanse a la mansión. Necesito hablar con Regina a solas.
Fabricio ofreció llevarlas. Una hora después, cuando los padres de Regina salieron de la habitación, Lauro se acercó a mí con una leve sonrisa.
—Está bien, muchacho. Duerme. Pero espero que sigas cumpliendo tu promesa de cuidarla.
—Lo haré —dije sin titubear, aunque dentro de mí no sabía ni qué pensar.
Cuando se marcharon, tomé el ascensor hasta el segundo piso. La habitación 201 olía a desinfectante y a flores. Entré despacio. Regina estaba despierta, con una venda en el cuello y la mirada perdida en el techo. Me acerqué en silencio hasta quedar frente a ella.
—El médico me dijo que estás embarazada —dije, con voz más suave de lo que esperaba—. Debes cuidarte mucho.
—Ya me lo dijo él también —contestó, sin mirarme directamente.
Guardé silencio unos segundos. Luego, sin poder contenerlo, solté:
—¿De quién es el bebé, Regina?
Ella giró el rostro hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas.
—Es tuyo, Demetri. De nadie más. No puedo creer que después de todo lo que hemos vivido pienses que te engañé.
—Ante las pruebas… es difícil creerte —dije, aunque cada palabra me pesaba.
—¿Y yo no pude haberte dudado a ti cuando Lorena me mostró un video donde ustedes se besaban? —replicó con firmeza—. No lo hice. Porque confié en ti.
Me quedé helado.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo juro por la vida de mi bebé —susurró—. Vi ese video y no permití que me hiciera dudar de ti.
No supe qué decir. Tenía el pecho apretado.
—Regina… no puedo sacarme de la cabeza lo que vi con Yeison.
—Yeison me engañó —dijo, rompiendo en llanto—. Fingió pedirme perdón, me abrazó y me puso algo en la nariz. Cuando desperté, estaba desnuda en su cama… y él tenía ese video. No tuve opción.
Negué lentamente.
—Es difícil de creer, Regina. Muy difícil.
—Lo sé —respondió, limpiándose las lágrimas—. Pero no te miento. Él solo se aprovechó de mí.
Suspiré.
—Desde que lo conocí supe que era un bueno para nada.
—Y por su culpa nos separó —dijo entre sollozos—. Por su culpa mi bebé crecerá lejos de su padre.
—Tengo que pensar en todo —contesté con voz baja—. Pero no te dejaré sola. No con el bebé.
—Gracias —dijo ella—. Aunque me duele que sigas dudando de mí. Pero te demostraré que no hice nada malo… y que a quien dañaron fue a ti.
No supe qué responder. Solo alcancé a decir:
—Descansa, Regina. Volveré más tarde a verte.
Salí de la habitación, con el corazón hecho un lío y la mente todavía más. El pasillo del hospital se me hizo eterno mientras rodaba mi silla hacia el ascensor, sin saber si lo que estaba dejando atrás era una mujer… o todo lo que alguna vez había creído del amor.
No habían pasado ni treinta minutos cuando ya estaba de regreso en la oficina. La verdad, no sé ni cómo llegué, ni qué excusa le di al guardia para que me abriera tan rápido la puerta del estacionamiento. Lo único que sabía era que mi cabeza estaba por explotar. Apenas crucé el pasillo, vi a Martina revisando unos documentos y me acerqué con la voz más firme que pude fingir.
—Regina está en el hospital —le dije de golpe—. Habitación 201. Tienes permiso para irte y estar con ella.
Martina me miró como si no hubiera entendido una sola palabra.
—¿Qué le pasó? —preguntó, dejando los papeles sobre el escritorio.
—Tuvo un accidente —respondí, tratando de no soltar un suspiro que me delatara el remordimiento.
Ella no dijo nada más. Tomó su bolso y se marchó tan rápido que ni el viento la alcanzó.
Yo, por mi parte, seguí hasta la oficina que desde hace unos días ocupaba Fabricio. Apenas crucé la puerta, él levantó la vista del computador y soltó:
—Vaya, no esperaba verte hoy por aquí. Pensé que te tomarías el día.
—También lo pensé —le respondí, dejándome caer en la silla frente a su escritorio—. Pero necesitaba estar lejos… No sé qué hacer, Fabricio.
Él me observó con esa calma que me sacaba de quicio y al mismo tiempo me tranquilizaba.
—Lo único que tienes que hacer —dijo— es escuchar a tu corazón y seguirlo.
—Sí, suena muy bonito en teoría —resoplé—, pero hacerlo no es tan fácil.
Fabricio se acomodó hacia adelante, entrelazando las manos.
—Dime la verdad, ¿de verdad crees que Regina te fue infiel y que solo quería tu dinero?
Lo miré sin saber qué responder. —Yo pensé que la conocía —dije finalmente—, pero parece que no es la mujer de la que me enamoré.
—¿Y qué dice tu corazón? —insistió él.
Me quedé callado un momento, mirando por la ventana. —Dice que no me miente —confesé—. Que ese idiota de Yeison le hizo daño.
—¿Y si es cierto? —replicó Fabricio—. Si ese hombre realmente se aprovechó de ella, debe estar sufriendo muchísimo, Demetri.
Sentí un nudo en la garganta. —Ya lo pensé —admití—. Y si todo es verdad… tengo que protegerla, cuidarla… y defenderla.
Fabricio asintió con firmeza. —Entonces no hablemos más. Voy a investigar la dirección de ese tal Yeison y lo enfrentaremos.
—¿Cómo harás eso? —pregunté, arqueando una ceja.
—Tengo mis contactos —respondió, con una sonrisa que daba miedo—. Confía en mí.
Hizo unas cuantas llamadas, todas con ese tono misterioso que parecía sacado de una película de espías. Diez minutos después, colgó y me mostró su móvil.
—En unos minutos tendremos la dirección. Prepárate.
Los minutos se sintieron como horas, pero finalmente sonó su teléfono.
—Ya está —dijo, levantándose—. Es hora de irnos.
Presioné el botón de mi silla eléctrica y salí detrás de él sin decir una palabra.
Media hora después, estábamos frente a un edificio viejo y descuidado. Fabricio no dudó ni un segundo y subimos directo al número 9. Golpeó la puerta con fuerza, y para nuestra suerte —o desgracia—, el mismo Yeison abrió.
Fabricio no esperó explicaciones: lo tomó del cuello de la camisa y lo empujó contra la pared.
—Ya sabemos la verdad —le dijo con voz grave—. Sabemos que te aprovechaste de Regina.
Yeison soltó una carcajada que me revolvió el estómago.
—¿Ah, sí? —respondió—. Le dije a esa idiota que no se metiera conmigo. Cuando me golpearon, juré que me vengaría… y cumplí mi promesa.
—Eres un miserable —le solté, temblando de furia—. Pero vas a pagar lo que hiciste.
—¿Y cómo, ah? —contestó Yeison, sonriendo con cinismo—. No tienen pruebas contra mí.
—Las tendremos —le advirtió Fabricio, apretando aún más su camisa.
—Agradece que estoy en esta silla —le dije con voz baja pero firme—, porque si no, te estaría partiendo la cara ahora mismo.
Yeison se burló… hasta que Fabricio, sin pensarlo dos veces, le soltó un puñetazo directo en la mandíbula.
—¡Fabricio! —grité—. ¡No vale la pena! Deja que la policía se encargue de él.
Fabricio lo soltó finalmente, y salimos de ese lugar antes de que yo perdiera también la paciencia.
—Necesito llegar al hospital —le dije en cuanto subimos al auto.
—Vamos allá —respondió él—. Y escucha, Demetri: jamás, pero jamás vuelvas a desconfiar de tu mujer.
Asentí sin decir nada. Y mientras el auto arrancaba, solo podía pensar en Regina… en todo lo que había sufrido… y en lo mucho que me dolía haber dudado de ella.
Cuando llegué a la clínica, juraría que el elevador subía más lento que una tortuga embarazada. Estaba tan desesperado por llegar a la habitación que presioné el botón del piso como si al hacerlo mil veces fuera a teleportarme. Cuando finalmente llegué al pasillo, rodé con la silla lo más rápido que pude. Sentía el corazón queriéndome salir del pecho, no sé si por la culpa o por la necesidad de verla.
Empujé la puerta de la habitación 201 sin siquiera tocar. Y ahí estaba ella… Regina, recostada en la cama del hospital, pálida pero hermosa, con esa serenidad que me daba ganas de tirarme al piso a pedirle perdón. Martina estaba sentada a su lado, pero apenas la vi, le dije:
—Martina, por favor, déjanos solos.
Ella asintió sin decir palabra, se levantó y salió, cerrando la puerta suavemente detrás de ella.
Me acerqué despacio, aunque en realidad quería correr. Mis manos temblaban. —Regina… —comencé con la voz ronca—, perdóname, por favor. Fui un tonto… un completo idiota por dejarme llevar por lo que otros decían o por lo que me mostraban.
Ella me miró, confundida, con el ceño fruncido. —¿Qué pasó, Demetri? —preguntó, claramente sin entender nada.
Tomé aire y solté todo de una vez: —Fui a enfrentar a Yeison con Fabricio. Y él confesó… confesó que todo lo hizo para vengarse.
Por un instante, el silencio llenó la habitación. Regina cerró los ojos y respiró hondo antes de hablar. —Demetri, en mi sano juicio jamás te hubiese engañado —dijo con firmeza—. Y de hecho, jamás pasó nada.
Sentí cómo el alma me regresaba al cuerpo. Me incliné un poco más hacia ella. —Por favor, perdóname y vuelve conmigo a la mansión —le pedí con el corazón en la garganta—. No podría vivir sin ti, Regina. No otra vez.
Ella me observó fijamente, con esa mirada que me deja sin defensas. —Solo lo haré si me juras que, pase lo que pase, jamás volverás a desconfiar de mí.
—Te lo juro —dije sin dudar—. Te lo juro por mi vida, Regina. Jamás volveré a dudar de ti.
Ella extendió su mano y yo la tomé con cuidado, como si fuera lo más frágil del mundo. Sentí su calor, y fue como si en ese instante todo el peso del día desapareciera.
—La doctora ginecóloga me revisó —me dijo suavemente—, y los resultados muestran que no he tenido actividad s****l en días. Así que Yeison no pudo tocarme. Solo me engañó y le hizo creer a todos que sí lo había hecho. Él se fue hace seis días, y la primera noche fue cuando ocurrió todo. Según la doctora, hace más de seis días mi cuerpo no muestra signos de actividad s****l, porque además tenía mi periodo.
No supe si reír, llorar o aplaudirle a la ciencia. —No tienes idea del alivio que siento al oír eso —le dije, exhalando todo el aire que llevaba atorado en los pulmones—. Estaba muy atormentado… pensando que no supe cuidarte, que te fallé.
—Yo también estaba atormentada —admitió ella—, pero después de hablar con la doctora salí de dudas.
Me quedé viéndola, tratando de grabarme su rostro. —Solo tengo una duda —dije, medio en serio, medio curioso—: si tenías el periodo, ¿cómo es que estás embarazada?
Ella soltó una pequeña risa, esa que me derrite. —Porque muchas mujeres tienen sangrado por cambios hormonales. Y eso fue lo que me pasó a mí.
Me quedé mudo unos segundos, procesando la información. Luego sonreí como un tonto. —Estoy tan feliz… voy a ser padre —dije con una mezcla de orgullo y alivio.
—Y yo estoy más feliz que tú —me respondió, acariciándome la mejilla—, porque este bebé es fruto del amor de los dos.