3. La intrusa.
Lia.
No le caigo muy bien a Rose.
Estoy acostumbrada a no caerle bien a la gente. Muchos confunden mi timidez con frialdad, e incluso con antipatía. Pero no es que no me guste estar rodeada de personas… es que me agota mentalmente. Después de pasar un día entero socializando o de asistir a un evento por compromiso, lo único que quiero es llegar a mi cama. Es como si todo en mí se vaciara, y descansar se vuelve una necesidad urgente, casi física.
Después de la muerte de Lucas, mi ansiedad social se intensificó.
Y en este rancho hay demasiada gente.
Rose, Casidy, los peones y demás trabajadores entran y salen de la casa como si fuera la suya. No me molesta… pero me abruma. El ruido, las voces, la constante presencia de otros. Así que, aunque ya llevo más de una semana viviendo aquí, todavía no logro acostumbrarme.
A veces estoy desayunando cuando tres o cuatro peones entran ruidosamente a buscar comida o bebida fría. Al principio me saludaban, pero me ponían tan nerviosa que sólo conseguía soltar una respuesta tensa, así que ya pasan de largo, apenas notando mi presencia. No puedo ni imaginarme qué piensan de mí o los insultos con los que seguramente me llaman en sus cabezas.
La primera que se rindió conmigo fue Rose, a quien a leguas se le nota que le desagrado, así que mayormente trato de hacer mi propia comida para que no piense que me estoy aprovechando de ella.
Toda la situación me hace devolver un poco a mi época escolar, en donde era demasiado difícil conseguir amigos o encajar en algún grupo.
A veces siento que este mundo fue hecho para los extrovertidos. Para los que llenan el espacio con palabras y risas sin esfuerzo. Los introvertidos no recibimos mucha comprensión en un entorno donde solo quien habla más fuerte es quien realmente es escuchado.
Tal vez por eso me resulta fácil pasar desapercibida aquí. Con tanta gente entrando y saliendo, es sencillo esconderse en el fondo. Pero incluso en medio de ese constante movimiento, hay patrones que uno empieza a notar.
Como Becket.
Todos los días lo escucho cuando se levanta a horas casi ilegales de la mañana para salir a trabajar y vuelve cuando yo ya estoy en la cama. A veces lo espío silenciosamente por la ventana. Me asomo y lo veo irse cuando el sol no ha salido, luego lo veo llegar en su camioneta cuando ya la luna está bien puesta. Se ve demacrado y con el peso del mundo encima, lo que me recuerda un poco a esos primeros días en que yo perdí a Lucas.
Becket está pasando por ese luto, por esos primeros días en los que te sientes como un zombie. Y él parece un zombie, encerrado en su trabajo para no pensar en nada más. Sospecho que esa es una de las razones por las que Rose me detesta; ella me culpa del estado de Becket. Tampoco ayuda que él parezca evitarme como la peste, lo que muchos notan y hace que el desagrado que les causo aumente.
Pero, a pesar de esta situación, es mejor que estar en casa, en donde me he vuelto el centro de atención de mi familia. Siempre he odiado ser el centro de atención, ¿pero ser el centro de atención por lástima? Lo detesto. Así que prefiero este desprecio porque me hace pasar desapercibida, algo en lo que me he vuelto una experta toda mi vida.
Ese lunes, a mediodía, todo parece más agitado de lo normal. Escucho a los trabajadores entrar y salir, comiendo a deshoras, cruzándose por la casa como si alguien hubiera roto la rutina. En un día cualquiera, esperaría a que todo se calmara para bajar por mi almuerzo, pero esta vez no parece que vaya a haber un solo momento de silencio.
Y me muero de hambre.
Así que, poniéndome una coraza de valentía, salgo de mi habitación y camino hacia la planta baja, en donde el olor a comida me invade, pero también risas y las voces masculinas de los trabajadores.
Hank, uno de los pocos trabajadores que ha sido amable conmigo, me dedica una ligera sonrisa al verme. Está sentado en el comedor, comiendo junto a otros dos hombres. Ellos me miran apenas un segundo y luego siguen a lo suyo, como si yo no estuviera ahí. Como si fuera invisible.
Le sonrío de vuelta a Hank justo cuando Rose sale con dos bandejas térmicas con lo que supongo es comida para los trabajadores.
— Muchacha, llevo esto último para el veterinario y Beck. Si quieres comer algo, tendrás que esperar — dice Rose, apurada.
— Dale mi almuerzo — interrumpe una voz desde la entrada.
Todos se enderezan al instante. Las risas se apagan y el ambiente relajado desaparece como si alguien hubiese apagado un interruptor.
— ¿Qué dices, Beck? — Rose lo mira con el ceño fruncido.
— Dale mi almuerzo. Yo puedo esperar a que prepares algo más —responde Becket, sin mirar a nadie. Solo se acerca, toma los dos recipientes de comida y me entrega uno. El otro, supongo, lo lleva para el veterinario.
Cuando se marcha, las risas y la charla regresan como si nada hubiera pasado. Salvo por Rose, quien me lanza una mirada contrariada antes de desaparecer en la cocina.
Suspiro.
Vuelvo a cruzar la mirada con Hank, que parece avergonzado por el comportamiento de la mujer mayor. La incomodidad me aprieta el pecho, y el miedo a que empiecen a hacer preguntas si me quedo a comer con ellos es un poco insoportable. Así que doy media vuelta y me refugio en el despacho, el mismo en el que he pasado parte de mi tiempo en los últimos días.
Una parte de mí quiere buscar a Becket para darle al menos la mitad del almuerzo, pero no me atrevo. Si él me ha estado evitando, es porque no soporta mi presencia. Y no quiero imponerme más de lo que ya lo hago.
Cuando ya estoy a punto de terminar mi almuerzo, la puerta se abre y Cassidy entra con una mochila llena de cuadernos. Está refunfuñando algo entre dientes, así que tarda en notar mi presencia, pero una vez lo hace, se detiene como si no supiera si seguir o irse.
— Entra, ya estaba terminando.
— No recuerdo tu nombre — me dice, tirando las cosas sobre el escritorio.
— Lia — le digo.
— Rose te detesta, dice que eres la mujer más fría que ha conocido en su vida, ¿es cierto lo que ella dice?
Limpio mis manos con la servilleta mientras me encojo de hombros.
¿Cómo respondo eso?
Esa es su opinión de mí, pero no es mi realidad.
— ¿Qué crees tú? — Le digo a cambio.
— Creo que todo te asusta — dice distraídamente, empezando a revisar sus cuadernos —. Eres igual a Canela, me recuerdas a ella.
— ¿Canela?
— La yegua que Becket rescató hace años.
Me detengo, analizando sus palabras.
— ¿Me estás comparando con una yegua?
— Canela es más bonita que tú, pero son igual de asustadizas. Cuando tío Beck la trajo, estaba tan asustada de todos que no salía del potrero, así como tú no sales de tu habitación — muerde su lápiz, levanta la vista de su cuaderno y me mira con curiosidad —: ¿Qué tanto haces allá? Rose dice que seguramente nada, que eres una floja.
Vaya, parece que Rose ya se armó un concepto muy firme de mí.
— Trabajo — le digo.
— ¿Trabajas? — Más curiosidad brilla en su mirada, sus ojos son negros y su cabello de un rojo cobrizo muy bonito. No se parece en nada a Hank, su padre, así que debe haber heredado sus facciones de su madre.
— Soy animadora 2D — respondo su pregunta y, al ver que parece no entender, le aclaro —: Ahora mismo estoy haciendo las animaciones del personaje principal de un videojuego. Lo dibujo y le doy movimientos suaves, expresiones faciales y… — me callo porque ella luce como si le estuviera hablando en otro idioma… o le aburriera lo que le digo.
— Genial — dice con voz plana —, pero no me gustan los videojuegos.
— Pero a muchas otras personas sí.
— Supongo — muerde nuevamente su bolígrafo, mirando fijamente su cuaderno —, ¿sabes algebra?
— ¿Quieres que te ayude?
Ella asiente inmediatamente.
— Becket suele ayudarme, pero hoy es día de vacunación del ganado y todos están ocupados con eso, así que…
— Está bien —dudo un segundo—. ¿Quieres que vaya para allá?
— Trae aquella silla, siéntate al lado mío.
Eso hago.
— ¿En qué te ayudo?
Pronto estoy resolviendo ecuaciones simples y sumando negativos con positivos. Cassidy es lista, pero algo perezosa y distraída; tengo que traerla de vuelta al mundo real cada pocos minutos. Además, divaga sobre muchas cosas.
— ¿Cómo era Lucas?
Me detengo. El lápiz deja de rayar la hoja.
— ¿Qué?
— Lucas —repite—. El tío Beck me habló poco de él. Siempre se ponía triste cuando lo mencionaba, así que dejé de hacerlo.
He intentado, por mi cuenta, comprender la dinámica entre Becket y Lucas, pero tengo tan poco en mis manos. Apenas fragmentos, y la carta que mi esposo me dejó. Aun así, de algo estoy segura: ellos se amaban. Era un amor mutuo, profundo. Lo sé porque la única razón por la que Lucas quería que sus cenizas descansaran en estas tierras… era él. Becket.
— ¿Y? — Cassidy me saca de mi cabeza —. ¿Cómo era Lucas?
Sonrío, a pesar del nudo que empieza a apretarse en mi pecho.
— Lucas Callahan era muy gracioso. Hacía bromas por todo y le encantaba hacer reír a los demás — me detengo un segundo, dejando que el recuerdo me atraviese —. Te habría gustado.
Lucas le agradaba a todos.
— ¿Me lo muestras?
La pregunta me toma por sorpresa.
— ¿Qué?
— En fotos. Mejor aún si tienes un video — se emociona con solo decirlo —. Eres su esposa, seguro tienes muchos, ¿o no?
— Los tengo — trago saliva con dificultad. Pero hace mucho que no veo esos videos. Hace mucho que no me atrevo ni a mirar una foto suya.
— Cass — la voz firme de Becket nos sobresalta a ambas. Está en la puerta, apoyado contra el marco, mirándonos con seriedad —. Va a nacer un ternero. ¿No quieres ir a verlo?
— No, estoy bien aquí. Lia me va a mostrar a tu hermano.
Becket la observa en silencio, con una expresión difícil de descifrar. Cassidy, en cambio, ni se inmuta.
— Cass, ve. Hank te estaba buscando.
— No es cierto. Le dije a papá que estaría aquí.
— Cassidy — su voz se vuelve más dura.
Después de una breve batalla de miradas, Cassidy finalmente cede. Se pone de pie con un suspiro molesto y se marcha refunfuñando por lo bajo.
Ha pasado más de una semana desde la última vez que estuve en presencia de Becket, y, a pesar de la distancia, esa pequeña animosidad entre los dos sigue latente. Invisible, pero constante.
— No es la primera vez que estás aquí, ¿cierto?
Su pregunta me toma por sorpresa, así que ladeo la cabeza, frunciendo el ceño sin poder disimular mi confusión.
Becket entra al despacho y mira alrededor, con intención.
Ah.
— Es el único lugar con aire acondicionado — respondo con sencillez, como si eso lo explicara todo.
— No manejas bien el calor.
Claro. Sabe que Lucas y yo vivíamos en Londres. Debe suponer que este clima todavía me resulta ajeno.
Desvío la mirada hacia la ventana, donde los colores naranjas del sol tiñen el paisaje. Por el rabillo del ojo, lo veo rascarse el cuello, incómodo.
Todo sobre esta situación lo es.
¿Debería irme?
Nadie me quiere aquí.
Sacudo la cabeza.
No.
Lucas quería que estuviera aquí.
Y, aunque a veces me siento fuera de lugar, yo también quiero quedarme.
A pesar de esta tensión con Becket, él es lo más cercano a Lucas que he tenido en los últimos dos años.
— ¿Ya almorzaste? — pregunta, rompiendo el silencio.
Asiento, sin dejar de mirar hacia afuera. Trato de imaginar a un pequeño Lucas corriendo por estos campos.
¿Quién era mi esposo, en realidad?
¿Por qué me escondió tanto de su vida?
Y ni siquiera le guardo rencor por eso, conocía al hombre con el que me casé, sé que había una buena razón detrás de todos sus secretos, pero aun así su silencio… duele.
— Lia, yo…
— No quiero tus tierras — susurro.
— ¿Qué?
— No quiero tus tierras — repito —, ya debes saber que soy dueña de la mitad de todo esto, pero no quiero tus tierras.
— ¿Cómo puedo estar seguro de eso?
— No puedes — le soy sincera —, no me conoces, no sabes si ahora mismo te estoy mintiendo, sólo el tiempo te dirá si mis palabras son ciertas o no. Pero, por el momento, sólo quiero… estar aquí.
— ¿Por qué?
— Porque Lucas así lo quería.
No explico más y él tampoco me presiona para que hable.
Y aunque no quiero nada de esto, renunciar a lo que Lucas legítimamente me dejó también se siente mal, como ir en contra de lo que él quiso... así que puedo ser una propietaria silenciosa.
Por el rabillo del ojo, lo veo sentarse en una de las sillas más cercanas. Suspira, y en ese suspiro hay algo más que simple agotamiento: parece llevar el peso entero de todo esto, de la situación, de los días que no dejan de acumularse sobre sus hombros.
No es la primera vez que intento ponerme en su lugar. Así que, reuniendo toda la fuerza que tengo, murmuro:
— ¿Quieres verlo?
— ¿Qué? — me mira.
— A Lucas — susurro, apenas audible —. ¿Quieres verlo?
¿Cuándo fue la última vez que lo vio? Lucas y yo compartimos ocho años juntos, y puedo decir con certeza que, en todo ese tiempo, Becket no lo vio ni una sola vez.
¿Cuándo fue la última vez que lo abrazó?
¿La última vez que lo miró a los ojos?
¿Y por qué se alejaron?
Sé que puede leer todas esas preguntas en mi mirada. Pero, así como él nunca me ha presionado, yo tampoco lo haré a él.
— ¿Puedo? — pregunta con ese tono bajo, suave, como si supiera que cualquier palabra más alta podría romper algo.
Sonrío, apenas.
— Te lo estoy ofreciendo.
Busco el video en mi teléfono, con los dedos algo temblorosos. Mientras tanto, él se acomoda en la silla donde antes estaba Cassidy, justo al lado mío. La madera cruje bajo su peso, y me obligo a concentrarme en su cercanía, en su calor, en lugar de lo que estoy a punto de mostrarle. Cuando por fin encuentro uno de mis favoritos —el de nuestra boda, casi cinco años atrás—, le paso el teléfono.
No miro la pantalla, pero su voz me alcanza.
— Y aquí estamos otra vez, bebé —. Cierro los ojos al escuchar su tono alegre. Luego, mi propia risa, justo antes de que él me dé un beso sonoro en la mejilla —. Finalmente conseguí tu sí en el altar, el mayor logro de mi vida.
— Cállate — me río de nuevo. Y un escalofrío me recorre al recordar esa época. Esa felicidad.
— ¿Qué pasa? — más risas, bulla de fondo —. Quiero que todo el mundo lo sepa, lo afortunado que soy…
El video se detiene. Pero sé que no ha terminado. Él lo detuvo.
¿También le duele verlo?
Cuando abro los ojos, Becket sostiene el teléfono a un lado. Respira superficialmente.
— Lo siento, no puedo… — dice, negando con la cabeza. Su voz suena más gruesa, como si contuviera algo que está a punto de romperse.
Me limpio una lágrima que ha escapado sin permiso. No quiero que la vea. Pero lo hace. Desde tan cerca, lo noto seguir el rastro de la humedad por mi mejilla, hasta perderse en la comisura de mis labios.
Entonces aparta la mirada y suelta una bocanada larga de aire.
— Lo siento — susurra.
— ¿Por qué?
— Porque ahora puedo verlo… — vuelve a mirarme, hablándome en ese mismo susurro bajo —. Una parte de ti murió con él ese día, ¿no?
No respondo.
No puedo.
Porque él no tiene idea de cuán cierta es cada una de esas palabras, cuánto realmente yo perdí cuando perdí a Lucas, más de lo que jamás pude haber imaginado.
Y es una pérdida y culpa con la que voy a cargar toda la vida.
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