Introducción Parte I
“Algunas de las creencias y leyendas que la Antigüedad nos ha legado están tan universal y profundamente arraigadas, que nos hemos habituado a considerarlas casi tan viejas como la misma Humanidad. Sin embargo, nos sentimos inclinados a investigar hasta qué punto la coincidencia de muchas de estas creencias y leyendas es fruto de la casualidad, o bien hasta qué punto podrían ser reflejo de la existencia de una antigua civilización, desconocida e insospechada, y todos cuyos otros vestigios
hubiesen desaparecido”.
Frederic Soddy, premio Nobel, descubridor de los isótopos y de las leyes de transformación en radiactividad natural.
Aristóteles, 350 años antes del nacimiento de Cristo, escribió una definición muy interesante de la araña. La definió como un insecto de seis patas. Todo el mundo dijo, “Aristóteles afirma que la araña es un insecto de seis patas, entonces debe ser cierto.” Dos mil años pasaron y nadie tuvo la idea de contar las patas de la araña por ellos mismos. No fue sino hasta el año 1750 que un científico Francés de nombre Lamarck decidió poner una araña en la mesa y contó sus patas. Y descubrió que la araña no tiene seis patas; tiene ocho patas. Por 2000 años todo el mundo creyó que la araña era un insecto con seis patas. Nadie pensó en cuestionar al gran Aristóteles.
Introducción
Desde tiempos muy antiguos, en lo referente a la interpretación bíblica, había ciertas ideas con respecto a losprimeros cinco libros del Antiguo Testamento: Se daba por sentado que el Todopoderoso los había dictado a Moisés c. 1500 a.C.; que algunas partes de ellos, de hecho, habían sido escritos por el dedo corpóreo de Yahveh, y que las escritura no reflejaban simplemente la forma de pensar de Dios sino sus frases exactas.
También se sostenía, que si bien cada relato de estos libros era una declaración precisa de un hecho histórico o científico, también contenía vastos significados ocultos. Ésa era la opinión general, y la opinión general maduró en dogma. El libro del Génesis se consideró universalmente como un relato de la creación y de los comienzos de la vida en la tierra, no solo divinamente completo, sino milagrosamente exacto, una explicación a la que debían adaptarse todos los descubrimientos en todas las ramas de la ciencia.
Un tema favorito de la elocuencia teológica era la perfección del Pentateuco, y especialmente del Génesis, no solo como un registro del pasado, sino como una revelación del futuro. El cenit de este punto de vista en la Iglesia protestante fue la Pansophia Mosaica de Pfeiffer, un obispo luterano. En el norte de Alemania, en el siglo XVII, Pfeiffer declaró que el texto del Génesis “debe ser aceptado estrictamente”; que “contiene todo conocimiento, humano y divino”; que en él se encuentran “la fuente de todas las ciencias y artes, incluido el derecho, la medicina, la filosofía y la retórica, la fuente y esencia de la historia y de todas las profesiones, oficios y obras”, y además es “una exhibición de todas las virtudes y vicios”.
Esta declaración resonó en Alemania de púlpito en púlpito, creciendo en fuerza y volumen, hasta que un siglo después fue repetida por Huet, eminente obispo y comentarista Francés. Quien citó a cien autores, sagrados y profanos, para probar que Moisés escribió el Pentateuco; y no solo esto, sino también que toda la mitología pagana provenía de Moisés, que Moisés era, de hecho, casi todo el panteón de dioses paganos condensado en una sola persona, que era adorado bajo los nombres de Baco, Adonis y Apolo.
Aproximadamente a mediados del siglo XII apareció, hasta donde sabemos, la primera crítica de esta teoría. Fue cuando Aben Ezra, el más grande erudito bíblico de la Edad Media, se aventuró muy discretamente a llamar la atención sobre ciertos puntos del Pentateuco incompatibles con la creencia de que todo había sido escrito por Moisés y transmitido en su forma original. Su opinión se basó en textos bien conocidos que han hecho que eminentes eruditos bíblicos del siglo diecinueve abandonen el antiguo punto de vista, mostrando que algunos textos del Pentateuco desmienten claramente la autoría mosaica de los mismos: como el relato de la propia muerte y entierro de Moisés, así como afirmaciones basadas en nombres, eventos y condiciones que solo llegaron a existir siglos después de la época de Moisés. Pero Aben Ezra evidentemente no tenía vena de mártir; le adjudicó la idea a un rabino de una generación anterior y, encubrió su declaración en un enigma, añadiendo la advertencia: “Que el que entienda se calme la lengua”.
Durante aproximadamente cuatro siglos, el mundo erudito siguió el consejo del prudente rabino, y luego, dos destacados eruditos, uno de ellos protestante y el otro católico, revivieron la idea. El primero de ellos, Carlstadt, insistió en que la autoría del Pentateuco era desconocida e incognoscible; el otro, Andreas Maes, expresó su opinión en términos que no ofenderían a los más ortodoxos: que el Pentateuco había sido editado por Esdras y había recibido en el proceso diversas palabras y frases de inspiración divina para aclarar algunos significados. Ambos innovadores fueron tratados con prontitud: Carlstadt fue expulsado de la Iglesia protestante, por esta y otras ideas problemáticas, y el libro de Maes fue colocado en la mira.
A estos le siguieron muchos otros eruditos que trataron de exponer algunas incongruencias del Pentateuco, estos sin excepción fueron minimizados bajo el rigor de tormentas eclesiásticas. Fue Lorenzo Valla quien en 1440 incorporó por primera vez a la investigación bíblica, el espíritu de la crítica moderna. Mediante métodos verdaderamente científicos demostró que la famosa “Carta de Cristo a Abgarus” era una falsificación; la “Donación de Constantino”, uno de los grandes cimientos del poder eclesiástico en asuntos mundanos, un fraude; y el “Credo de los Apóstoles”, una creación elaborada varios siglos después del tiempo de los apóstoles. De influencia aún más permanente fue su trabajo sobre el Nuevo Testamento, en el que inició el método moderno de comparar manuscritos para extraer lo que realmente es el texto sagrado. En un período anterior o posterior, sin duda habría pagado su temeridad con la vida, pero afortunadamente, justo en ese momento el pontífice gobernante y sus contemporáneos se preocupaban más por la literatura que por la ortodoxia,
Mientras Valla inició así la crítica bíblica al sur de los Alpes, un hombre mucho más grande comenzó una obra más fructífera en el norte de Europa. Erasmo, con su edición del Nuevo Testamento, se sitúa en la gran corriente de investigación y pensamiento moderno que intentaba deshacer el vasto tejido de la interpretación patrística y escolástica. Sin embargo, sus esfuerzos por purificar el texto de las Escrituras parecieron al principio encontrar dificultades insuperables, y una de ellas puede llevarnos a la reflexión. Había descubierto que el famoso versículo de 1 Juan 5:7, que habla sobre los “tres testigos”, era una interpolación. Una investigación cuidadosa en todos los primeros manuscritos realmente importantes mostró que no aparecía en ninguno de ellos. Incluso después de la corrección de la Biblia, realizada por Lanfranc, arzobispo de Canterbury, y por Nicolás, cardenal y bibliotecario de la Iglesia Romana, “de acuerdo con la fe ortodoxa”, en los siglos XI y XII. El pasaje faltaba en los manuscritos latinos más autorizados. No había, por lo tanto, el más mínimo motivo defendible para creer en la autenticidad del texto; al contrario, se demostró que el versículo apareció por primera vez en una Confesión de Fe redactada por un oscuro fanático hacia finales del siglo V.
Entonces, en un ejercicio muy suave de juicio crítico, Erasmo omitió ese texto en las dos primeras ediciones de su Testamento griego por ser evidentemente falso.
Se desató una tormenta de inmediato. En Inglaterra, Lee, luego arzobispo de York; en España, Stunica, uno de los editores de la Políglota Complutense; y en Francia, Bude, síndico de la Sorbona, junto con un vasto ejército de monjes en Inglaterra y en el continente, lo atacaron ferozmente. Fue condenado por la Universidad de París, y varias de sus proposiciones fueron declaradas heréticas e impías. Afortunadamente, sus peores perseguidores no pudieron alcanzarlo; de lo contrario, podrían haberlo tratado como trataron a su discípulo, Berquin, a quien quemaron en París en 1529. Tampoco fueron mejor recibidas otras verdades presentadas por Erasmo. Su declaración de que “algunas de las epístolas atribuidas a San Pablo ciertamente no son suyas”, hecho que hoy en día es universalmente reconocido como una perogrullada, también provocó una tormenta.
A principios del siglo XVIII, Sir Isaac Newton entra en el campo de la crítica bíblica. Rompió las creencias consagradas con respecto a las fechas y la formación de los libros de las Escrituras, descartó el texto de los “Tres Testigos”, afirmó que el Pentateuco estaba compuesto por varios libros; que el Génesis no fue escrito sino hasta el reinado de Saúl; que probablemente Esdras recopiló los libros de Reyes y Crónicas; y, en una clarividente anticipación de la crítica moderna, que el libro de los Salmos y las profecías de Isaías y Daniel fueron escritos cada uno por varios autores en diversas fechas.
Ahora que volvemos nuestra vista al renacimiento del aprendizaje, la Era del Descubrimiento y la Reforma, podemos ver claramente que sin importar que tan poderosa era la antigua Iglesia en ese entonces, y que tan poderosa iba a ser la Iglesia de la Reforma, algo lejano estaba en juego, más poderoso que ambas; y esta es una gran ley de la naturaleza: la ley de la evolución a través de la diferenciación. Obedeciendo esta ley, comenzó a surgir, tanto dentro como fuera de la Iglesia, un nuevo cuerpo de eruditos, no tanto teólogos, como buscadores de la verdad por métodos científicos. Algunos, como Cusa, eran eclesiásticos; otros, como Valla, Erasmo y los Scaligers, no lo eran; pero eran ante todo, investigadores literarios y científicos.
Naturalmente, en esta nueva atmósfera, los eruditos más audaces de Europa pronto comenzaron a impulsar más vigorosamente las investigaciones iniciadas siglos antes por Aben Ezra, y vemos hacia mediados del siglo XVII, como Hobbes con su Leviathan, y La Pevrere, con su Preadamitas, retoman estas ideas y las desarrollan aún más. El resultado no se hizo esperar. Hobbes, por este y otros pecados, fue proscrito y silenciado, incluso por el partido político que tanto lo necesitaba, y fue considerado un paria; mientras que La Peyrere, por esta y otras herejías, fue encarcelado por el Gran Vicario de Mechlin, y estuvo encerrado hasta que se retractó por completo. Su libro fue desmentido por siete teólogos en el lapso de un año después de su aparición.
En 1670 aparece un trabajo mucho más importante: el Tractatus Thrologico-Politicus de Spinoza. Con reverencia, pero con firmeza, Spinoza profundizó mucho más en el tema. Al sugerir nuevos argumentos y reformular los antiguos, sumariados todos con imparcialidad judicial, mostró que Moisés no pudo haber sido el autor del Pentateuco en la forma como entonces se afirmaba; que contenía glosas y actividad editorial; que, aunque se encuentran grandes verdades en la Biblia, y debe ser considerada como una revelación divina, las viejas afirmaciones de infalibilidad no se pueden mantener; que al estudiarla los hombres se han equivocado al confundir concepciones humanas con significados divinos; que, si bien los profetas han sido inspirados, la facultad profética no es exclusiva del pueblo hebreo y que buscar el conocimiento exacto de los fenómenos naturales y espirituales en los libros sagrados es un absoluto error.
En cuanto a la autoría del Pentateuco, llegó a la conclusión de que fue escrito mucho después de Moisés, aunque Moisés pudo haber escrito algunos libros a partir de los cuales fue compilado, como, por ejemplo, los que se mencionan en las Escrituras: el Libro de las Guerras de Dios, el Libro de la Alianza y otros similares, y que las muchas repeticiones y contradicciones en los diversos libros muestran una falta de edición cuidadosa, así como una variedad de fuentes originales.
Aunque el tratado se publicó en varias ediciones, el libro pareció producir poco efecto en el mundo en ese momento; aunque las consecuencias para Spinoza no fueron menos graves. Aun siendo de tal profundidad religiosa que Novalis se refirió a él como “un hombre intoxicado de Dios”, y Schleiermacher lo calificó de “santo”, fue aborrecido como hereje tanto por los judíos como por los cristianos: fue expulsado de la sinagoga con una maldición pública, y la Iglesia lo consideró un precursor del Anticristo. Aún después de todo esto, no mostró resentimiento alguno, sino que se dedicó tranquilamente a sus estudios, y al simple trabajo manual con el que se sustentaba. Rechazó todos los honores ofrecidos, entre ellos una cátedra en Heidelberg, sólo encontraba placer en la compañía de unos pocos amigos tan amables y cariñosos como él.
En Francia, también, se produjo la misma evolución saludable del pensamiento. Durante generaciones, los eruditos sabían que se habían infiltrado una multitud de errores en el texto sagrado. Robert Stephens había encontrado más de dos mil diferencias al comparar los textos en circulación con los manuscritos más antiguos del Antiguo Testamento, y en 1633, Jean Morin, un sacerdote del Oratorio, señaló claramente muchos de los más evidentes. Diecisiete años más tarde, a pesar de los más fervientes esfuerzos del protestantismo por suprimir su obra, Cappellus saca a la luz su Critica Sacra, demostrando no solo que la asignación de las vocales a los textos hebreos originales no fue divinamente inspirada, sino que el texto hebreo en sí, de donde provienen las traducciones modernas, está lleno de errores debido al descuido, la ignorancia y el celo doctrinal de los primeros escribas, y que claramente no hubo preservación milagrosa de la integridad de los textos originales.
Mientras la Francia ortodoxa estaba bajo el malestar y la alarma que esto causaba, apareció una Historia Crítica del Antiguo Testamento de Richard Simon, sacerdote del Oratorio. Este también era un hombre profundamente religioso y un agudo erudito, cuyo único propósito era desarrollar verdades que él creía saludables para la Iglesia y la humanidad. Negó que Moisés fuese el autor del Pentateuco, y exhibió la evidencia presente en los mismos textos, ahora tan conocida, que apunta a que los libros fueron escritos mucho más tarde por varias personas y posteriormente editados. También mostró que otras partes del Antiguo Testamento se habían compilado a partir de fuentes más antiguas y atacó la teoría consagrada de que el hebreo fue el “primer idioma de la humanidad”.
Todo el carácter de su libro era tal que en estos días pasaría, en general, por conservador y ortodoxo; fue aprobado por el censor en 1678, y se imprimió. Dos años más tarde se publicó una traducción en Inglaterra. Cuando se le mostró a Bossuet el índice y una página del prefacio. El gran obispo y teólogo saltó repentinamente y calificó la obra como “una masa de impiedades y un baluarte de la irreligión”; su biógrafo nos cuenta que, aunque era Jueves Santo, el obispo, a pesar de la solemnidad del día, se apresuró a acudir al canciller Le Tellier y consiguió una orden para detener la publicación del libro y quemar toda la edición.
Afortunadamente, se rescataron algunas copias de la obra y unos años más tarde encontró un nuevo editor en Holanda; sin embargo, no se imprimió hasta que se le adjuntó, evidentemente por algún teólogo protestante de renombre, un ensayo que advirtiera al lector contra sus peligrosas doctrinas. A esta primera obra de Simon le siguieron otras, en las que, en aras de la verdad bíblica, buscaba arrojar una nueva luz, más pura, sobre nuestra literatura sagrada; pero Bossuet se demostró implacable. Aunque no pudo suprimir todas las obras de Simon, pudo expulsarlo del Oratorio y desacreditarlo ante los mismos hombres que deberían haberse sentido orgullosos de él como franceses y agradecidos con él como cristianos.
Pero otros eruditos eminentes trabajaban en este campo, y el principal de ellos fue Le Clerc. Prácticamente expulsado de Ginebra, se refugió en Ámsterdam, donde publicó una serie de obras sobre el idioma hebreo, la interpretación de las Escrituras y cosas por el estilo. En ellos combatió la idea predominante de que el hebreo fue la primera lengua de la humanidad, expresó la opinión de que en la forma plural de la palabra hebrea usada en Génesis para Dios, “Elohim”, hay un rastro de politeísmo caldeo, y, en su discusión sobre la serpiente que tentó a Eva, curiosamente se anticipó a las ideas geológicas y zoológicas modernas al confesar tranquilamente su incapacidad para ver cómo privar a la serpiente de los pies y obligarla a arrastrarse sobre el vientre podía ser un castigo, ya que todo esto era natural para el animal. También aventuró explicaciones cuasi científicas sobre la confusión de las lenguas en Babel, la destrucción de Sodoma, la conversión de la esposa de Lot en una columna de sal y la división del Mar Rojo. En cuanto al Pentateuco en general, rechazó completamente la idea de que fue escrito por Moisés. Pero su regalo más permanente para el mundo pensante fue su respuesta a aquellos que insistieron en la referencia de Cristo y sus apóstoles a Moisés como el autor del Pentateuco. La respuesta se convirtió en una fórmula que ha demostrado su eficacia desde su época hasta la nuestra: “Nuestro Señor y sus apóstoles no vinieron a este mundo para enseñar crítica a los judíos, y por eso hablaron de acuerdo con la opinión común”.
Contra todos estos eruditos vino una tormenta teológica, que estalló despiadadamente contra Le Clerc. Renombrados Teólogos como Carpzov en Alemania, Witsius en Holanda y Huet en Francia lo reprendieron sin piedad y lo abrumaron con afirmaciones que aún nos llenan de asombro. Las de Huet, que atribuye a Moisés el origen de la teología tanto pagana como cristiana, ya la hemos visto; pero Carpzov demostró que el protestantismo no podía ser superado por el catolicismo cuando declaró, frente a todo el conocimiento moderno, que no sólo la esencia sino la forma exacta y las palabras de la Biblia habían sido transmitidas divinamente al mundo moderno libre de todo error. Ante esto, Le Clerc se horrorizó y finalmente balbuceó una especie de retractación a medias.
Durante el siglo XVIII se hicieron adiciones constantes a la enorme estructura de la interpretación de las escrituras ortodoxas, algunas de las cuales ganaron el aplauso del mundo cristiano en ese entonces, aunque casi todas están completamente desacreditadas ahora. Pero en 1753 aparecieron dos aportes de influencia permanente, aunque muy diferentes en valor. En la estimación comparativa de estos dos trabajos, el mundo ha visto un cambio notable en la opinión pública. La primera de ellas fue las Conferencias sobre la Poesía Sagrada de los Hebreos del obispo Lowth. En esta obra se destaca esa característica de la poesía hebrea a la que tanto debe su peculiar encanto: su paralelismo.
El segundo de estos libros fue Conjeturas de Astruc sobre las Memorias Originales Usadas por Moisés para componer el Libro del Génesis. En este se reveló por primera vez el hecho de que, en varias historias del Génesis, al menos dos relatos principales entran en la composición; que en el primero de estos se usa generalmente como denominación del Todopoderoso la palabra “Elohim”, y en el segundo la palabra “Yahveh” (Jehová); que cada narración tiene características propias, en pensamiento y expresión, que la distinguen de las demás; que, al separar estas, se pueden obtener dos narrativas claras y distintas, cada una coherente consigo misma, y que así, y solo así, pueden explicarse las repeticiones, discrepancias y contradicciones en el Génesis que durante tanto tiempo desconcertaron el ingenio de los comentaristas.
Por interesante que fuera el libro de Lowth, el trabajo de Astruc fue, como el mundo pensante ahora reconoce, infinitamente más importante; De hecho, fue la contribución individual más valiosa que jamás se haya hecho al estudio bíblico. Pero ese no era el juicio del mundo en ese entonces. Mientras que el libro de Lowth fue cubierto de honores y su autor ascendió del obispado de St. David al de Londres, Astruc y su libro fueron cubiertos de reproches. Aunque, como católico ortodoxo, había buscado principalmente reafirmar la autoría de Moisés contra el argumento de Spinoza, no recibió ningún agradecimiento por ese motivo. Los teólogos de todos los credos se burlaron de él diciendo que solo era un doctor en medicina que había cometido disparates fuera de su provincia; sus compañeros católicos en Francia lo denunciaron amargamente como hereje; y en Alemania el gran teólogo protestante, Michaelis, quien revisó y exaltó el trabajo de Lowth, derramó desprecios sobre Astruc calificándolo de ignorante.
El caso de Astruc es uno de los muchos que muestran el maravilloso poder del antiguo razonamiento teológico para cerrar las mentes más brillantes ante las verdades más claras. El hecho que descubrió está hoy en día definitivamente establecido. Se ha vuelto tan claro como el día y, sin embargo, durante dos mil años las mentes de los teólogos profesionales, judíos y cristianos, fueron incapaces de detectarlo. Hasta que este eminente médico aplicó al tema una mente científica entrenada.
Fue uno de los propios eruditos de Michaelis, Eichhorn, quien hizo el trabajo principal de llevar la nueva verdad al mundo. Él, con otros, desarrolló a partir del trabajo de Astruc la teoría de que el Génesis, y de hecho el Pentateuco, está compuesto enteramente por fragmentos de escritos antiguos, principalmente inconexos. Pero hicieron mucho más que esto: inculcaron en la parte pensante de la cristiandad el hecho de que la Biblia no es un libro, sino una literatura; que el estilo no es sobrenatural y único, sino simplemente el estilo oriental de las tierras y épocas en que se escribieron sus diversas partes; y que estos deben ser estudiados a la luz del pensamiento y los hábitos literarios en general de los pueblos orientales. Desde la época de Eichhorn, el proceso que, mediante la investigación histórica, filológica y textual, saca a relucir la verdad sobre esta literatura, se ha sido conocido como “La Alta Crítica”.
En toda la Alemania católica fue aún peor. En 1774, Isenbiehl, un sacerdote de Mayence que se había distinguido como un erudito en griego y hebreo, cuestionó la interpretación habitual del pasaje de Isaías que se refiere a Emmanuel, nacido de una virgen, y mostró entonces lo que todo crítico competente sabe ahora: que hacía referencia a eventos de la antigua historia judía. La censura y la facultad de teología lo atacaron de inmediato y lo llevaron ante el elector. Afortunadamente, este potentado
era un viejo y tranquilo obispo y se contentó con decirle al sacerdote que, aunque tal vez su afirmación fuera cierta, “debe permanecer en los caminos tradicionales y evitar todo lo que pueda causar problemas”.
Pero a la muerte del elector, poco después, los teólogos reanudaron el ataque, echaron a Isenbiehl de su cátedra y lo degradaron. Un insulto merece mención por su ingenio. Se declaró que Isenbiehl, el profesor brillante y exitoso, demostró con su desagradable interpretación que aún no había aprendido correctamente las Escrituras; por lo tanto, fue enviado de regreso a los bancos de la escuela teológica y se le hizo sentarse entre los jóvenes que comenzaban a aprender los rudimentos de la teología.
Ante esto, hizo una nueva declaración, tan cautelosa que desarmó a muchos de sus enemigos, y su alta erudición pronto le ganó una nueva cátedra de griego, con la condición de que dejara de escribir sobre las Escrituras. Pero un librero astuto volvió a publicar su libro anterior manteniendo en secreto el lugar y fecha de la publicación. Una nueva tormenta cayó sobre el autor; nuevamente fue destituido de su cátedra y encarcelado; se prohibió su libro y se confiscaron todas las copias en esa parte de Alemania. En 1778, escapó de la prisión, pero de inmediato fue entregado a las autoridades de Mayence y nuevamente encarcelado. El Papa Pío VI intervino contra el libro de Isenbiehl, declarándolo “horrible, falso, perverso, destructivo y manchado de herejía”, excomulgando a todos los que lo leyeran. Ante esto, Isenbiehl, declarando que lo había escrito con la esperanza de hacer un servicio a la Iglesia, se retractó y vegetó en la oscuridad hasta su muerte en 1818.
Pero, a pesar de las facultades teológicas, de los obispos e incluso de los papas, la nueva corriente de pensamiento aumentó en fuerza y volumen, y a fines del siglo XVIII llegaron importantes contribuciones de dos fuentes muy disímiles.
La primera de ellas, que dio un estímulo aún no agotado, fue la obra de Herder. Entre otras cosas importantes, mostró que los Salmos fueron escritos por diferentes autores y en diferentes períodos. Pero lo más sorprendente de todo fue su discusión sobre el Cantar de los Cantares, al que durante más de veinte siglos se le habían atribuido significados místicos.
El castigo por esta interpretación más honesta, se vio, entre los protestantes, cuando Calvino y Beza persiguieron a Castellio, lo cubrieron de vituperios y finalmente lo llevaron al hambre y la muerte, por arrojar luz sobre el carácter real del Cantar de los Cantares; y entre los católicos
se vio cuando Felipe II permitió que el piadoso y talentoso Luis de León, por un delito similar, fuera arrojado a un calabozo de la Inquisición y mantenido allí durante cinco años, hasta quedar su salud y su espíritu tan destrozados que consintió en publicar un nuevo comentario sobre el Cantar, “tan teológico y oscuro como el más ortodoxo podría desear”.
Aquí también tenemos un ejemplo de la eficiencia de la antigua teología bíblica para encadenar las mentes más fuertes y aturdir a las más débiles. Así como el libro del Génesis tuvo que esperar más de dos mil años para que un médico revelara el hecho más simple con respecto a su estructura, el Cantar de los Cantares tuvo que esperar aún más para que un poeta revelara no solo su belleza sino su carácter. Innumerables comentaristas lo habían interpretado; San Bernardo había predicado más de ochenta sermones en sus dos primeros capítulos; Palestrina había catalogado sus partes más eróticas como música sacra. Judíos y gentiles, católicos y protestantes, desde Orígenes hasta Aben Ezra y desde Lutero hasta Bossuet, habían descubierto significados profundos y habían demostrado que era cualquier cosa salvo lo que realmente es. Entre muchas de estas extrañas imaginaciones, se declaró que representaba el amor de Yahveh por Israel; el amor de Cristo por la Iglesia; las alabanzas de la Santísima Virgen; la unión del alma con el cuerpo; la historia sagrada desde el Éxodo hasta el Mesías; la historia de la Iglesia desde la Crucifixión hasta la Reforma; y algunos de los teólogos protestantes más intensos encontraron en él referencias incluso a las guerras religiosas en Alemania y a la paz de Passau. Herder mostró que el Cantar de Salomón es lo que todo el mundo pensante ahora sabe que es: simplemente un poema de amor oriental. Pero su franqueza lo metió en problemas, fue agredido amargamente. Ni su carácter noble ni su genio le valieron. Obligado a huir de un pastorado a otro, finalmente encontró un feliz refugio en Weimar con la compañía de Goethe, Wieland y Jean Paul.
Difícilmente sería posible imaginar un hombre más disímil de Herder que Alexander Geddes, sacerdote católico y escocés. Habiendo atraído en un período mucha atención por su erudición, y habiendo recibido la muy rara distinción, para un católico, de un doctorado de la Universidad de Aberdeen, comenzó a publicar en 1792 una nueva traducción del Antiguo Testamento, a esto siguió un volumen de comentarios críticos en 1800.
En estos apoyaba principalmente tres puntos de vista: primero, que el Pentateuco en su forma actual no pudo haber sido escrito por Moisés; en segundo lugar, que fue obra de varias manos; y, en tercer lugar, que no pudo haber sido escrito antes de la época de David. Estas conclusiones, respaldadas como estaban por una investigación profunda y
un razonamiento convincente, ahora se reconocen como de gran valor. Pero esa no era la opinión ortodoxa entonces. Aunque fue un hombre de una sincera piedad, que durante toda su vida se mantuvo firme en la fe de sus padres, él y su obra fueron inmediatamente condenados: las autoridades católicas lo suspendieron como un infiel, los protestantes lo denunciaron como un infiel y se burlaron de él. Con sarcasmo lo llamaban “el presunto corrector del Espíritu Santo”.
Pero toda esta oposición no pudo frenar la evolución de su pensamiento. Una fila de grandes hombres siguió estos caminos abiertos por Astruc y Eichhorn, y ampliados por Herder y Geddes. Entre estos tenemos a De Wette, cuyas diversas obras, especialmente su Introducción al Antiguo Testamento, dieron un nuevo impulso a principios del siglo XIX al pensamiento fructífero en toda la cristiandad. En estos escritos, mientras mostraba cuán ampliamente los mitos y leyendas habían permeado los libros sagrados hebreos, arrojó una luz especial sobre los libros del Deuteronomio y Crónicas. El primero demostró ser, en su mayor parte, un resumen sacerdotal tardío de la ley, y el segundo una reformulación sacerdotal muy tardía de la historia temprana. De hecho, tuvo que pagar su condena por ayudar al mundo en su marcha hacia una mayor verdad, porque fue expulsado de Alemania y obligado a refugiarse en una cátedra suiza.