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Sentencia de Amor

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Blurb

Daniela Torres es una joven abogada recién graduada, de familia humilde, y estando en un país en el que las oportunidades de trabajo son muy pocas aun para los más capacitados, tiene muy pocas esperanzas de salir adelante, hasta que un amigo le consigue una entrevista en la firma de abogados más importante del país.

Ella llega muy ilusionada a trabajar en Orejuela Lawyers Enterprise, pero no sabe que su vida dará un giro de 180 grados al ser la asistente del CEO de la firma: el famoso abogado penalista Fernando Orejuela, que por su cinismo e implacabilidad, es apodado como “El Tiburón”.

La pasión y el deseo entre ellos despertará inevitablemente, pero habrá muchas cosas en juego. ¿Podrán separar lo profesional de lo personal?

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Nueva vida de adulta
Hace seis años, cuando recién ingresé a la universidad, sentí un miedo de esos que cierran el estómago y te quitan el sueño. Tenía apenas diecisiete años. Nunca he estado de acuerdo con que, a esa corta edad, ya debas tener el enorme peso sobre tu espalda de “ser alguien en la vida”. Cuando crucé las puertas viejas y desportilladas de la universidad Eloy Valenzuela, con el morral que hasta hace unos meses yo me llevaba a la escuela, pero esta vez con un solo cuaderno de varias materias, dos lapiceros y un rotulador rosa, me pareció un milagro que yo pudiese decir “soy universitaria”. Sí. Fue un milagro que yo pudiera estudiar una carrera universitaria, máxime una tan...prestigiosa, por decirlo de alguna manera. Mi familia es de clase media acercándose a baja. Tuvimos dinero en una época y vivíamos en una inasequible zona de la ciudad, en donde solo podían aspirar a vivir los de clase alta, y lo tuve todo, hasta que..., hasta que mi padre murió. Él era un respetado arquitecto. Sociable, buena onda y que aprovechaba que tenía algo de dinero para hacer obras de caridad. Mi mamá y mis tíos solían bromear diciendo que parecía un político, ya que solo caminaba dos cuadras y ya había saludo a veinte personas. Incluso tenía en mente ser en serio un político. Según me cuenta mi mamá, tenía aspiraciones de lanzarse para ser concejal, y más adelante, si las cosas se le daban, ser el alcalde de Floridablanca, el pequeño municipio en donde nací, crecí y en donde todavía vivo. Pero todo eso quedó en un simple anhelo con su muerte. Yo tenía apenas once años cuando él falleció por las complicaciones de su cirugía del bypass gástrico. Era obeso, y su salud estaba en juego, así que se sometió a ese procedimiento con la esperanza de tener una mejor calidad de vida, y aunque salió bien de la clínica tras la cirugía, los problemas llegaron una semana después de estar recuperándose en casa. Le dio una fiebre de niveles preocupantes, y aunque mi mamá no es médico, creo que todos podemos intuir que una fiebre es señal de alarma, máxime para alguien que se recuperaba de una cirugía de tal envergadura. Y fue aquel día en que se volvieron a llevar a mi papá a la clínica, que lo vi caminando por última vez. Unas semanas después, mi hermana y yo lo fuimos a visitar, cuando aún no había ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Mi hermana solo tenía seis años. Ya se le notaba en el cuerpo a mi viejo que algo andaba mal, pero no lo demostró en la cara. Él nunca nos había demostrado si tenía algún problema. Siempre nos dirigía una sonrisa y palabras tiernas, aunque estuviera pasando por mil problemas. Y en esa ocasión, él estaba pasando por el valle de la muerte, y una de las últimas cosas que me dijo fue: debes estudiar mucho. Creo que la mayoría de personas, por no decir que todas, no pensamos mucho en nuestro futuro cuando apenas somos unos niños. Pero a mí me pusieron esa presión desde esa corta edad, enervando aún más la ansiedad de la que he sufrido desde que tengo uso de razón. A mi padre prácticamente se le dañó la cirugía. El bypass consiste en cocer el estómago con el intestino delgado, y sus puntos se reventaron; al parecer, porque había ingerido algo sólido en los delicados primeros días de su recuperación. Así que realmente, él se mató solito. La comida siempre fue su debilidad. La última vez que lo vi, fue en cuidados intensivos, conectado a un montón de máquinas que lo trataban de mantener con vida. Fue una imagen traumática. Ningún hijo debería ver a su padre así, aunque esa sea la ley de la vida: que los hijos entierren a sus padres. Pero yo no esperaba enterrar al mío tan pronto. Recuerdo aquella fatídica noche en que nos llegó la noticia. Mi madre estaba en la clínica, y yo estaba en el apartamento con mi hermana, mi abuela y mi tía paterna, que justo había viajado desde Bogotá para estar al pendiente de la recuperación de mi papá. Nos sentamos a la mesa del comedor a cenar, y justo cuando mi tía iba a dar la primera cucharada del exquisito caldo de huevo que había preparado mi abuela, recibió una llamada. Dejó el plato sin tocar en la mesa, y salió como alma que lleva el diablo hacia la clínica sin darnos mayor explicación. Yo no había sospechado nada, tenía la fe en que mi padre saldría vivo de eso, a pesar de los llantos de mi madre en los últimos días. No sé cuánto tiempo pasó después de eso, pero no fueron más de dos horas. Yo estaba en mi estudio, escuchando música en mi portátil y ojeando las r************* , cuando escuché que mi abuela recibió una llamada y estaba consolando a alguien. Consolando a mi mamá. —¿Ya está confirmado? —le preguntó mi abuela, y no sé qué le respondió mi mamá, pero por la cara que hizo, supe que mi padre se había ido. Los días seguidos a eso fueron una pesadilla. Lloré como nunca lo había hecho, y vi a mi madre tan mal, preocupada porque se había quedado sola con dos niñas, sin tener una profesión y/o algún trabajo estable, que me empecé a cuestionar sobre por qué Dios permitía una cosa de estas. Y, por si fuera poco, los acreedores de mi papá llegaron a quitarnos todo. Fincas, autos, las cosas de la oficina...todo se lo llevaron. No entendía por qué Dios dejaba que una mujer indefensa, sin oportunidades laborales, se quedara sola con dos niñas pequeñas, y casi en desgracia, con mil demandas, porque resultó que mi papá fue un estafador. De ahí sacó todo el dinero con el que nos tenía viviendo cómodamente. De las estafas en los negocios. Me enojé con Dios, a pesar de que siempre fui creyente y respetaba sus designios. Mi mamá podría haberse enloquecido. Podría haberse dejado llevar por la depresión, y quién sabe qué hubiera sido de mi hermana y de mí, pero..., ahí fue cuando descubrí que, aferrándose a las cosas de Dios, se podía superar incluso lo insuperable. Siempre he respetado todas las creencias. Tanto a los que son católicos, judíos, testigos de Jehová, como a los que son ateos y logran superar los baches de su vida con mucha inteligencia emocional y charlas con psicólogos. Pero mi mamá se aferró a Dios apenas mi padre se fue. Ese fue su mejor psicólogo. Mi proceso fue más largo. Logré procesar la muerte de mi padre en unos meses, y ya no lloraba cuando algún compañero del colegio me pedía que le contara cómo murió. De hecho, entre más lo contara, más terapéutico fue para mí. Y así, poco a poco, con el pasar de los años, fui aceptando a Jesús en mi corazón. Por supuesto que mi adolescencia no fue fácil, fui la típica adolescente rebelde que hacía llorar a su mamá, pero fue aquella última vez que lloró por mi culpa, que supe que tenía que cambiar. No podía dejarme llevar por la amargura. Fui a psicólogos, claro que sí, pero nada de eso parecía funcionar. En conclusión: ya nadie sabía qué hacer conmigo. Así que, en un domingo como cualquier otro, tomé la decisión de acompañar a mi tío a la iglesia. Una iglesia evangélica, de esas en donde las mujeres se visten con faldas largas y no usan ni gota de maquillaje. Al principio me costó aceptar las costumbres “arcaicas” de esa iglesia, pero después entendí que lo único que yo debía hacer en ese lugar no era preocuparme por el qué dirían los feligreses si me veían con pantalones, sino preocuparme por buscar a Dios. Me bauticé cuando tenía 18 años recién cumplidos, y fue la mejor decisión de mi vida. Justo estaba empezando la universidad, así que en algo ayudó a aplacar la ansiedad que de por sí todos los estudiantes universitarios tienen. Pero esa ansiedad ha vuelto hoy, con 23 años, mientras recibo mi diploma de abogada. Sé que debería estar feliz y dichosa, porque después de todo, es un milagro que me esté graduando, cuando hasta hace unos años yo creía imposible que lograra pagarme una carrera universitaria. En Colombia, la situación laboral para los jóvenes no es fácil. No pude tener un trabajo estable mientras estuve estudiando. Pude pagar las cuotas de mi crédito estudiantil gracias a que un compañero que es concejal de Floridablanca me pudo conseguir un contrato allí por tres meses, y quedé comunicada con la funcionaria de planta encargada de las actas de las sesiones del Concejo Municipal. Mi amigo concejal no me siguió colaborando con más contratos, pero la funcionaria de planta me recomendaba con las nuevas personas que llegaban y querían ganarse su sueldo fácilmente sin hacer nada. Y fue así como pude estudiar. Redactando largas actas de plenaria, en donde tenía que transcribir tal cual todo lo que dijeran esos viejos rechonchos de los concejales, que se hacen llamar los “salvadores del pueblo”, cuando lo único que hacen es robar, robar y robar. Pasaba días enteros frente al computador, tecleando y tecleando, con los ojos irritados, las manos y muñecas adoloridas, y unas terribles ganas de matarme por estar esforzándome por unos miserables pesos, pero al final todo valió la pena. O al menos eso quiero creer. —¡Ay, Dani! ¡Mi niña la abogada! —exclamó mi madre apenas me vio en la recepción del auditorio en donde sería la ceremonia de graduación, con la toga y el birrete puestos. —Mi sobrina la doctora —dijo mi tío Diego, abrazándome de lado y dándome un sonoro beso en la mejilla —. La primera abogada de la familia —aprieta más el abrazo —¡Estamos muy orgullosos de ti! Doctores. Así le dicen en Colombia a todo aquel que tenga un título profesional respetable, así no esté ni cerca de tener un doctorado. Incluso les dicen así a los políticos que a duras penas tienen el diploma de bachiller. ¿Costumbre? Tal vez. Pero para mí, es una estupidez. En otros países, a los abogados les dicen “licenciados”, o simplemente “abogados”. Pero aquí, si no le dices a un abogado “doctor” antes de su nombre o apellido, se considera una gravísima falta de respeto. Y a mí definitivamente no me gusta que me digan “doctora”. Pero no se puede hacer mucho cuando es una costumbre muy arraigada en la sociedad colombiana. Incluso yo, por formalismo y respeto, le digo “doc” a cualquier colega abogado. —Pues yo la veo igual de burra —dijo mi hermanita, la muy elocuente Sofía, mirando con fingida incredulidad mi cartón. Yo solo solté una risotada y atraje a mi hermana hacia mí, dándole un besote en la mejilla. Ella, muy orgullosa, me abrazó y se ubicó para la sesión de fotos familiar. Mi núcleo familiar está conformado por mi mamá Martha, mi hermanita menor Sofía, mi abuela Cecilia, y mi tío Diego. Este último vive desde hace cinco años en Bogotá, pero vino para esta ocasión especial. Y mientras mi familia sonreía de lo más contenta ante la cámara, yo también lo hacía y sostenía mi diploma, pero...solo tenía un solo pensamiento en la cabeza: ¿Qué rayos voy a hacer ahora? La situación económica, política, social y laboral en Colombia siempre ha estado mal, pero con la pandemia que azotó al mundo hace poco, las cosas solo parecen ir de mal en peor. La mitad de mi familia ya se ha ido para Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. A mi tío el mayor le salió mal un negocio, y lo estaban extorsionando, así que tuvo que irse hace unos pocos meses. Y él en estos momentos, organizando cajas en una fábrica, gana más de lo que yo me podría ganar como abogada junior. La ansiedad y el miedo por el “qué va a pasar mañana” me estaba afectando de nuevo. No estoy disfrutando el día de mi graduación por pensar en qué rayos voy a hacer para pagar mi deuda estudiantil. Relájate. Relájate. Relájate. Me repetí mentalmente mientras íbamos en el auto hacia el caro restaurante en el que mi tío nos llevaría a almorzar para celebrar. Yo hubiera querido una celebración en algún salón social para compartir este logro con mis pocos amigos de la universidad, pero la situación económica de mi familia no da para esas cosas. Mi mamá ni siquiera pudo comprarse o alquilarse un buen vestido. Tuve que prestarle uno de los que uso para ir a la iglesia y mi hermana tuvo que usar el vestido que se estrenó el 24 de diciembre. Y mi vestido..., tuve que pedírselo prestado a una amiga que se graduó el año pasado de su carrera de comunicación social. Esa es mi realidad y la de muchas familias de clase media en Colombia. Pero precisamente es este diploma de abogada el que puede hacer una diferencia. Mi padre me había dicho en su lecho de muerte que lo único que yo tenía que hacer era estudiar, y lo he hecho. Pero...no creo estar lista para el nuevo desafío que se viene en esta etapa de mi vida. Mi nueva vida de adulta empieza hoy. Y depende de mis capacidades y todos esos conocimientos adquiridos en la universidad que pueda pagar mis deudas y sacar adelante a mi familia. —Todo estará bien —me dijo Sofía en un susurro, cuando notó mi leve ataque de ansiedad, y me tomó la mano, entrelazando nuestros dedos. Ella ya me conocía lo suficiente como para saber que, si me arrancaba los cueritos secos de los labios, es porque estaba ansiosa y preocupada. Y por supuesto que ella sabía el motivo, no nos ocultamos nada. Mi preocupación en estos momentos es conseguir un trabajo. ¿Cuánto tardaría en encontrarlo? No lo sé, pero debe ser pronto, porque las deudas no dan espera. Y mi terrible ansiedad parece empeorar con cada día que pasa.

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