El palacio de justicia de Bucaramanga es...lo más parecido a un verdadero palacio.
Mientras que en otras ciudades los juzgados estaban repartidos en casas arrendadas o en grandes edificios modernos, en la capital de mi región, el centro de juzgados fue construido para ser digno de llamarse “Palacio de Justicia”.
En las grandes columnas de la entrada principal se alzan imponentes dos cariátides talladas en piedra. Son dos figuras femeninas idénticas que, dentro de los cánones de la arquitectura griega, se usaban a manera de columnas para sostener el arquitrabe de los templos.
Con las cabezas erguidas, facciones de clásica severidad, brazos doblados sobre el pecho y en sus manos sosteniendo por el pomo unas espadas cuyas puntas reposan entre los pies ligeramente separados sobre las peanas, las dos cariátides encarnan el espíritu mismo de la justicia.
—¿Sabías que esas cariátides son las mismas que estaban en el palacio de justicia de Bogotá antes de la toma? —le pregunté a Miller, y este solo se encogió de hombros mientras ya iba por la mitad de su empanada.
Miller es mi mejor amigo de la universidad. Tiene 38 años, y nos juntamos desde primer semestre.
Sí, lo sé, es raro que, en ese entonces, cuando yo tenía 17, me hubiera hecho tan amiga de un “viejo” treintañero. Pero eso es lo que se ve en la universidad Eloy Valenzuela.
En mi universidad, yo era de las pocas jóvenes que estaba estudiando ahí, porque en su gran mayoría, los estudiantes de todas las carreras oscilaban entre los 30 y 50 años de edad. De hecho, mi mejor amiga, la señora Bianca, tiene 60 años.
Lo sé, imposible creer que gente tan mayor estudie una carrera universitaria, pero fue precisamente en esa institución en donde aprendí que nunca es muy tarde para cumplir tus sueños.
—Es cultura general, Miller —le dije a mi amigo, mientras le daba un sorbo a mi pequeña botella de Coca-Cola —. Prácticamente esas esculturas fue lo único que sobrevivió a la toma y retoma del palacio de justicia de Bogotá, antes de que tuviera que ser reconstruido.
—A mí lo único que me interesa, son esos culitos de ahí —comentó él, señalando con la mirada a dos guapas abogadas que iban entrando al palacio, con unas faldas tan cortas que en serio parecía que en cualquier momento se verían sus traseros. Le di un codazo al muy morboso —¡Auch! ¿Ahora qué hice?
—Cerdo —murmuré, para acabar con lo que quedaba de mi empanada.
Me había graduado el sábado, y hoy lunes ya estaba en el centro de la ciudad, que es el lugar en donde la mayoría de abogados tienen sus oficinas, para ver si conseguía trabajo, aunque sea como dependiente judicial.
Soy muy joven, y sin nada de dinero, así que no puedo decir que voy a montar mi propia oficina de abogada. Aun no es posible.
Los mejores profesionales han empezado desde abajo, y en el caso de los abogados, es común que iniciaran sus carreras como dependientes judiciales. Y Miller se ofreció a acompañarme en esta ardua búsqueda de trabajo.
Él sí que ha tenido suerte. Su padre, un reconocido abogado penalista de la ciudad que se retiró hace unos meses por alcanzar su edad de jubilación, tiene contactos en todas partes, en especial con políticos a los que asesoró. Y fue así como Miller logró ser contratado en la oficina jurídica de la ciudad de Barrancabermeja, a dos horas de aquí.
Y aunque él había hablado con su padre para me ayudara a conseguir trabajo desde mucho antes de que me graduara, la verdad es que el mercado laboral está complejo. Famosos bufetes de abogados han tenido que hacer recortes de personal ante la crisis económica que atraviesa el país tras la pandemia del Covid-19.
Fue así que duramos toda la mañana caminando por entre los viejos edificios que parecían ser de la época colonial, tocando las puertas de cada despacho de abogados, preguntando si había disponible alguna vacante de dependiente judicial o abogado junior, pero todos nos decían lo mismo: que ya tenían uno, o que no podían permitirse pagarlo.
Y tras no conseguir nada, y faltando dos horas para que cerraran los juzgados, y por ende también las oficinas de abogados, Miller y yo nos sentamos a unos pocos metros del palacio, bajo unos frondosos árboles, a comer nuestro improvisado almuerzo.
Jodida mierda. Pensé.
Sí, el hecho de que sea cristiana no significa que no diga alguna que otra grosería. Por supuesto que las digo. No debería, pero las digo de vez en cuando.
—Ya aparecerá algo, ya verás —me dijo Miller unos minutos después, cuando nos levantamos para irnos —. Es solo tu primer día buscando trabajo.
—En realidad, duré seis años buscando trabajo —le recordé.
Sí. Desde que salí del colegio, busqué trabajo para poder pagarme la carrera y ayudar a mi mamá con los gastos de la casa, ya que ella no podía sola con todo. Pero no pude conseguir nada estable. Mi amigo el concejal solo me pudo dar un contrato por tres meses, y un profesor me había ayudado a conseguir un trabajo de vacaciones en una empresa de digitalización de documentos, y terminé renunciando antes de tiempo, porque nos tenían acinados, con deplorables condiciones laborales y con un baño mixto en donde no podía cambiarme una compresa en mis días del periodo menstrual.
—Ten actitud positiva, Daniela. Ya será diferente ahora que tienes el diploma —asegura, tomándome una mano y besándola con cariño —. Además, eres un mujerón despampanante. Algún abogado quedará prendado de ti, ¡tal vez incluso hasta consigas un novio al fin!
Rodé los ojos. Nunca me he considerado despampanante. Bonita sí, pero definitivamente no despampanante.
Mido un metro sesenta y cinco, soy un poco rellenita porque me gusta comer de más, pero sin llegar a ser gorda, y no tengo nada de curvas. Lo único bueno de mi aspecto físico es mi cara, mi cabello castaño rizado, mis piernas y mis...pechos.
Tengo una cara bonita. Todo el mundo me lo dice. Mi mamá fue reina de belleza en su adolescencia, y mi papá era atractivo, así que tengo buenos genes.
Los pómulos altos se los heredé a mi mamá, y las cejas pobladas y ojos marrones enormes y penetrantes se los heredé a mi papá.
Eso último es tal vez mi rasgo más atractivo. La mirada penetrante. Podía conquistar a alguien con tan solo mirarlo unos segundos, o asustarlo.
Y lo único que se me da bien es asustar a las personas, porque si no he tenido novio a mis 23 años, es porque no sirvo para el coqueteo. Solo he tenido mi cuento con dos chicos de la iglesia, ambos menores que yo, y uno por poco me hace ir al psiquiatra.
Y en cuanto a mis piernas..., practiqué ballet cuando era niña, así que las tengo esbeltas, pero dado a que soy tan blanca como un papel y no cojo color, aunque me broncee un año entero, no vale la pena mostrarlas.
Mis pechos...eso sí que valdría la pena mostrar, si yo no fuera una cristiana con los valores básicos de pudor y modestia. No estoy diciendo con esto que las mujeres que muestren escote sean unas deshonestas, no, para nada, simplemente...no me gusta mostrar, eso es todo.
—Si lo que insinúas es que puedo conseguir trabajo usando esto —me toco los pechos, y los ojos lujuriosos de Miller brillan —, pues déjame decirte que no.
Estábamos a punto de cruzar la calle para subir a la avenida principal a tomar el autobús que nos llevaría a nuestras respectivas casas, pero vimos que varias personas se agolpaban en la entrada del palacio de justicia, en su mayoría periodistas.
—¡Oh! ¡Cierto! ¡Hoy era la audiencia acusatoria contra Nacho Martínez! —exclamó Miller, emocionado, tomándome de la mano y haciéndome correr hacia el tumulto de gente.
Me dolían los pies, porque me puse los únicos tacones elegantes que tengo para verme como una abogada, así que me costó seguirle el ritmo a Miller, que, aunque es un gordo piernicorto, se acostumbró a caminar rápido cuando fue dependiente judicial de su padre y debía correr de aquí para allá haciendo mil diligencias.
Nacho Martínez. Reconocido influencer de la ciudad, que incluso yo seguía por i********: porque me parecía buena onda. Fue denunciado por lavado de activos.
Y claro, cómo no, acudió a los servicios del bufete de abogados más reconocido del país. Orejuela Lawyers Enterprise. La firma fundada hace veinte años por el exitoso abogado penalista, Carlos Orejuela.
Orejuela era la encarnación misma de la justicia. Inició trabajando como docente universitario, y después como fiscal. Tuvo una brillante carrera en la rama judicial, ejerciendo aquel cargo por casi trece años, en donde logró llevar a los peores criminales de la región a la cárcel.
No se dejaba comprar por nadie. Nunca faltaba el criminal que le ofrecía una buena cantidad de dinero para salir impune, pero si algo caracterizó a Orejuela es que tenía honor. Tanto, que cuando el mismo tribunal de la región le pidió que hiciera algo contrario a la ley, prefirió renunciar a su cargo, y montó su firma de abogados.
No quiso volver a saber nada más de la rama judicial, hasta que vio la oportunidad de hacer justicia desde el cargo más alto al que puede aspirar un abogado.
Magistrado de la Corte Suprema de Justicia.
Lamentablemente, Orejuela solo duró tres años con esa importante toga, ya que...fue asesinado.
Unos sicarios acabaron con su vida cuando fue a recoger a uno de sus hijos a la universidad.
Orejuela por supuesto que andaba escoltado y en una camioneta blindada, y les tenía choferes a sus hijos. Pero justo ese día era el cumpleaños de su hijo del medio, y lo quiso ir a recoger él mismo para llevarlo a almorzar.
Un disparo certero en la cabeza acabó con su vida, justo al frente de su hijo, que lo tuvo que ver desplomarse inerte en sus brazos.
Cinco años después, ese hijo bajaba las escaleras del palacio de justicia de Bucaramanga, enfundado en un carísimo traje Louis Vuitton, como el abogado defensor de Nacho Martínez, y actual CEO de Orejuela Lawyers Enterprise.
El famosísimo abogado Fernando Orejuela, alias “El Tiburón”, estaba a unos pocos metros de mí.
Y no me quedó ninguna duda de que es el hombre más hermoso y sexy del país.