—¡Dani! ¿En serio viste a Fernando Orejuela? —preguntó mi hermana. Apenas regresé a casa, le conté a ella y a mamá que ese famoso abogado está defendiendo a Nacho Martínez —¡Debe ser más atractivo en persona!
—Él no tiene nada de especial —dije, secándome el cabello.
Había acabado de salir de la ducha, ya que, por el sofocante calor de la ciudad, y porque el autobús estaba a reventar, era apenas obvio que sudara.
Detesto el sistema de transporte masivo de la ciudad. Son autobuses grandes, articulados, pero no han renovado la flota desde que inauguraron aquel sistema hace ya más de una década, así que los vehículos están en condiciones deplorables. Hay buses que incluso se han incendiado solitos, por fallas en el sistema eléctrico, y con todo y eso el valor del pasaje solo aumenta y aumenta.
—No digas cosas que no son, Daniela —dijo mi madre, mientras preparaba la cena —. Ese muchacho es tal vez el único que saque la cara por los hombres de esta ciudad.
El apartamento en donde vivo es...pequeño, muy pequeño. Así que perfectamente puedo sentarme en mi cama a peinarme, mientras hablo con mi madre que está en la cocina, y que mi hermana escuche todo desde la sala.
—Estoy de acuerdo con mamá —confirmó Sofía, que aunque yo no la podía ver, estoy completamente segura de que está buscando fotos del susodicho en Google —. Ni siquiera parece colombiano. Su rostro parece cincelado por los ángeles.
No estamos diciendo que los hombres colombianos sean feos, es solo que..., bueno, tal vez para mis exigentes gustos sí lo son.
Siempre he tenido como amores platónicos a actores y cantantes extranjeros. Tengo como fondo de pantalla a Henry Cavill, y en la pared de mi cuarto reposan afiches de famosos surcoreanos.
Pero debo admitir que Fernando Orejuela está para comérselo con chocolate. Metro ochenta y cinco de estatura, espalda ancha, brazos muy bien trabajados, portentosas piernas que hacen templar la tela de sus elegantes pantalones, cabello castaño oscuro y perfectamente peinado.
Pero su cara...oh, eso es lo mejor de todo. Mandíbula cuadrada, angulosa y definida. Ojos pardos penetrantes que ayudan a que su mirada sea más intimidadora, y una barba estilo Stubble muy bien cuidada.
Pero toda esa belleza y sensualidad queda opacada por su carácter de mierda.
No, no conozco personalmente al doctor Orejuela, pero por los vídeos que he podido ver de sus audiencias, y por su actitud hacia la prensa que yo misma presencié el día de hoy, me quedó claro que es un gilipollas. Es despiadado y muy grosero, aunque claro, por su alto nivel social, sabe cómo faltarle el respeto a una persona de una manera muy sutil.
Una vez se atrevió a decirle a un juez, en plena audiencia, que no iría a su funeral, pero enviaría una bonita carta aprobándolo. ¡Le dijo eso a un puñetero juez de la república! ¿Y qué pasó? Nada.
Nadie se atreve a decirle algo al Tiburón.
—¿Y puedes creer que sigue soltero? —agregó mi hermana, al parecer averiguando toda su vida en internet —. Ni siquiera se le ha conocido una novia formal.
—No me importa ese tipo —murmuré, saliendo de mi habitación, y viendo que el agua se estaba saliendo de nuevo del refrigerador.
Todo en nuestro apartamento es viejo, aunque no es una casa fea que parezca ser de pobres.
De hecho, los sofás que mi mamá compró cuando mi padre estaba vivo y tenía dinero, son lujosos. Y todas las paredes tienen cuadros carísimos que mi padre también se permitió comprar en su época de arquitecto y empresario adinerado.
Pero cosas como el refrigerador y demás electrodomésticos sí que están dañados. Incluso el auto de mi madre está por cumplir su vida útil, siempre tiene que estar llevándolo al mecánico.
Y mientras escurría los trapitos que mi mamá siempre ponía bajo el refrigerador para que el agua no quedara desparramada en todo el suelo de la cocina, yo solo podía pensar en que de mí depende que pudiéramos salir adelante, ya que mamá no lo hizo por nosotras; fueron muchas las veces que discutí con ella porque al quedar viuda, lo único que hizo fue quedarse en cama, recibiendo la pensión que dejó mi padre, que resultó ser un absurdo salario mínimo.
—No hay nada para el desayuno de mañana —dije, sintiéndome aún más miserable.
Necesito encontrar un trabajo, ahora.
—Tendrás que pedirle a tu abuela que nos regale unos huevos y un pan —respondió mamá, haciendo rendir perfectamente una sola presa de pollo para nosotras tres —. Y conseguir rápido un trabajo. No podemos seguir así —me mira con seriedad —. Tu hermana ya se graduó del colegio.
Por supuesto que sé que mi hermana necesita de mi ayuda para poder pagarse la universidad. La cuestión es que..., que ni siquiera yo he terminado de pagarme la mía. Le debo veinte millones de pesos al Banco Estudiantil. Aquella entidad que es más usurera que un banco convencional, y que no teme en dejar en la ruina al más humilde los profesionales, aunque tenga incluso una enfermedad terminal.
—Conseguiré un trabajo pronto, má, no te preocupes —le dije, sin estar muy segura de ello.
Dos meses después.
Seguía sin conseguir un trabajo. Los bancos ya me estaban llamando, y no pude con la ansiedad.
Bajé seis kilos, y ya estaba casi en los huesos. Y no precisamente porque la ansiedad me cerrara el estómago, sino porque la situación económica en casa iba de mal en peor. Con la llegada de este nuevo año, la canasta familiar en Colombia había subido en valores preocupantes, y ahora solo comíamos dos veces al día.
Mi mamá no dejaba de discutir conmigo y repetirme que soy inútil por no ser capaz de conseguir un trabajo como abogada; y a la final, toda esa presión pudo conmigo, porque ahora estoy internada en el hospital por un colapso nervioso.
Yo nunca había estado internada. Desde bebé fui muy saludable, no me daba ni una gripe. Ahora, estoy en una cama de hospital, con una intravenosa en la mano y mi mamá llorando en el pasillo, consolada por mi tío, que viajó desde Bogotá para verme.
Mis fieles amigos Miller y Bianca vinieron a visitarme. Son de los tantos que están preocupados por mí.
—Si en tu casa estaban aguantando hambre, debiste habernos dicho —dijo Miller, sentado en un borde de la cama —, y en cuanto a las deudas... ¿qué te puede hacer el banco? Nada, solo reportarte en las centrales de riesgo.
—Sí, Danielita, debiste habernos dicho —dijo la señora Bianca, sosteniendo en brazos su gran bolso tan típico de las señoras de edad.
—Pero ustedes no me podrán ayudar por mucho tiempo, ¿o sí? —inquirí, mirando de mala gana hacia la ventana —. País de mierda. Si tan solo hubiera oportunidades para todos, esto no me estaría pasando —me cruzo de brazos y los vuelvo a mirar —. Seré modelo webcam.
Miller abrió los ojos como platos, y doña Bianca apenas frunció el ceño, no sabiendo qué es eso.
Soy cristiana, así que eso de ser modelo webcam si bien lo considero un trabajo como cualquier otro y no juzgo a las que realizan tal labor, no va con mis principios morales. Pero si debo hacerlo ante la compleja situación económica en casa, estaré dispuesta.
—No lo hagas —dijo Miller con seriedad —. Te prometo que te conseguiré un trabajo, pero no te metas en eso.
—No hagas promesas que no puedes cumplir —gruñí, acostándome de lado, dándoles la espalda. No quería hablar con nadie.
Pasó una semana, y yo ya estaba en casa, reposando. El médico me recomendó hacer cosas que me relajaran, y lo único que lograba aislarme un poco de la vida real era leer.
Estaba leyendo un libro de fantasía en mi k****e, cuando llegó un mensaje a mi celular.
La ansiedad de la que sufro siempre me hace echar un vistazo a la pantalla y ver los mensajes de inmediato, porque si no leo un mensaje que me envían por w******p, no logro estar en paz el resto del día.
Era Miller.
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Eso fue lo que alcancé a ver en la vista previa del mensaje en la pantalla.
Desbloqueé el celular y abrí el chat.
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Tuve que leer diez veces lo que me respondió Miller, porque no podía creerlo.
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