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Prisionero de mi amor

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Sofía Durán es una abogada penalista exitosa, dedicada a defender a aquellos que el sistema ya ha condenado. Su vida gira en torno a la justicia, la lógica y el control, pero todo cambia cuando acepta un caso que desafía su propia ética: Joaquín Velarde, un prisionero acusado de asesinato, es todo lo que ella ha jurado no defender. Su confesión lo convierte en culpable a los ojos del mundo, pero hay algo en su historia, en su mirada, que despierta en Sofía una curiosidad peligrosa.

A medida que la relación profesional entre ellos se profundiza, Sofía comienza a descubrir los secretos oscuros que rodean el pasado de Joaquín y las razones detrás de sus decisiones fatales. Sin embargo, también surge un vínculo inesperado entre ambos, uno que desafía todo lo que ella creía sobre el bien y el mal, el deber y el deseo. Ahora, Sofía deberá enfrentarse a sus propios sentimientos mientras lucha por salvar no solo a Joaquín, sino también a sí misma de la prisión emocional en la que está atrapada.

Entre la pasión y el peligro, *Prisionero de mi amor* es una historia de amor prohibido, justicia y redención, donde una abogada y un prisionero deben decidir si su conexión es su salvación o su perdición.

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Capítulo 1
Capítulo 1: El Caso de la Decisión El sonido de mis tacones resonaba por el largo pasillo, rompiendo el silencio casi sepulcral de la prisión. Cada paso que daba me acercaba más a él, y con cada metro recorrido, la incomodidad en mi pecho crecía. Las luces fluorescentes proyectaban mi sombra alargada en las paredes de concreto, y sentí cómo el frío del lugar se filtraba por mi piel. Por más años que llevara haciendo esto, nunca me acostumbraría a la sensación que me invadía al entrar en una prisión. Este lugar no era solo paredes y rejas, era una jaula para las almas perdidas, un recordatorio constante de las decisiones equivocadas. Respiré hondo antes de pasar la puerta de la sala de visitas. Siempre lo hacía, era un ritual. Un segundo para recomponerme, para recordarme quién soy: Sofía Durán, abogada penalista, imbatible en los tribunales. He ganado más casos de los que podría contar, he enfrentado a fiscales implacables y jueces duros, pero aquí, en este lugar, todo se siente distinto. Los muros parecen tener una forma extraña de absorber la energía, la luz... la esperanza. El guardia a la entrada me miró, asintiendo casi con indiferencia. Ya me conocían. Había venido tantas veces que mi presencia no despertaba ninguna curiosidad. Pero hoy, había algo en el aire, algo que hacía que mis manos sudaran, que el nudo en mi estómago se apretara más con cada paso que daba. Cuando cruzo el umbral de la sala de visitas, la sensación se intensifica. Es como si el peso del caso me hubiera golpeado con fuerza. Mi cliente, el hombre que estoy a punto de conocer cara a cara, no es como los demás. Su nombre ya se ha grabado en mi mente desde la primera vez que lo vi en el expediente: Joaquín Velarde. Un hombre acusado de asesinato. Un hombre que, según las pruebas, no solo era culpable, sino también peligroso. Pero algo en el caso no cuadraba, algo me hizo aceptar, cuando mi instinto me gritaba que no lo hiciera. La sala es pequeña, fría, con una mesa de metal en el centro y dos sillas enfrentadas. En cuanto entro, lo veo sentado allí, con las manos esposadas sobre la mesa. Levanta la vista, y nuestros ojos se encuentran por primera vez. Algo se sacude dentro de mí. Joaquín no es lo que esperaba. No parece el monstruo que los medios han pintado. Su cabello oscuro, ligeramente despeinado, y su barba de varios días le dan un aire despreocupado, pero lo que más me sorprende son sus ojos. Son profundos, oscuros, pero no vacíos como esperaba. Hay algo más allí, algo que no logro descifrar. Inquietud, quizá. O dolor. —Sofía Durán —digo con más seguridad de la que siento mientras extiendo mi mano para saludarlo, olvidando por un segundo que está esposado. Él me observa, sus labios se curvan apenas en una sonrisa irónica antes de responder con voz grave. —Abogada. He escuchado mucho sobre usted. Su tono no es burlón, pero hay algo en la manera en que pronuncia cada palabra que me pone nerviosa. Me siento frente a él y abro mi maletín, fingiendo estar más ocupada de lo que realmente estoy. Mi mente está a mil revoluciones por minuto, pero mantengo la calma en el exterior. "Es solo otro caso", me repito una y otra vez. "Solo un cliente más". —Vamos a empezar desde el principio —digo, intentando apartar la sensación de incomodidad. Miro los papeles sobre la mesa, pero mi atención está en él, en la forma en que me observa con una intensidad que no había sentido antes en ningún otro caso. Es como si pudiera ver más allá de mi fachada profesional. —¿Quiere que le cuente mi versión de la historia? —pregunta, inclinándose ligeramente hacia adelante. La cadena de las esposas se estira, resonando en el silencio de la sala. No sé si fue intencional o no, pero siento que la tensión en el aire aumenta. Trago saliva, sin poder evitarlo. —Eso sería útil —respondo, intentando sonar neutral. Es lo que debería decir. Pero por alguna razón, sus palabras, su mirada, me desestabilizan. Hay algo en su presencia que me afecta de una manera que no logro comprender. Algo que no había sentido antes con ningún otro cliente. Él suspira, y por un momento veo algo en sus ojos. ¿Resignación? ¿Cansancio? No lo sé. Pero lo que sí sé es que este caso no será como los demás. —Dicen que maté a Marcos Hidalgo. Y lo hice. No voy a mentirle, abogada. Yo lo maté. —Su confesión es directa, sin rodeos, como si estuviera contando una simple anécdota. Pero mi corazón se acelera al escuchar esas palabras. No es raro que un cliente confiese, pero la frialdad con la que lo dice, sin remordimientos aparentes, me deja helada. —Necesito más detalles, Joaquín —digo, y me sorprende lo familiar que su nombre suena en mi boca. Como si ya lo hubiera pronunciado antes. Lo que debería haber sido una conversación profesional comienza a tomar un tono diferente, más personal, aunque no quiero admitirlo. No puedo admitirlo. —¿Para qué? —me mira de nuevo, con esa intensidad que me hace querer apartar la vista, pero no lo hago. Mantengo el contacto visual, obligándome a parecer fuerte—. ¿Para intentar salvarme? Créame, señora Durán, hay cosas que no se pueden salvar. Sus palabras me golpean más fuerte de lo que esperaba. ¿Qué es lo que no se puede salvar? ¿Él? ¿Su alma? ¿Yo? No tengo tiempo para pensar en ello. Tengo que enfocarme en el caso, en las pruebas, en los hechos. —Joaquín, si quieres que te ayude, necesito saber por qué lo hiciste —respondo, esta vez usando un tono más suave, intentando llegar a esa parte de él que parece oculta, esa parte que aún no se ha rendido del todo. A pesar de todo lo que ha dicho, siento que hay algo más en su historia. Algo que aún no ha revelado. Él me observa en silencio durante unos largos segundos. Luego, sus labios se curvan en una media sonrisa, pero no hay felicidad en ella. —Te contaré todo, abogada, pero te advierto: no será fácil de escuchar. Mis manos se tensan sobre el borde de la mesa. Sé que esto será complicado, pero algo en su tono, en su mirada, me hace querer saber más, querer ayudarlo de una manera que no debería. Es un cliente, me digo. Solo un cliente. Pero en el fondo de mi mente, una pequeña voz me susurra que esto es diferente. Que Joaquín Velarde no es solo otro caso más. Y eso me asusta.

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