Me desperté con un fuerte dolor de cabeza, la luz que entraba por la ventana me resultaba insoportable, como si me castigara por todo lo que sentía. Me giré en la cama, pero descubrí que Dimitri ya no estaba allí. Su lado de la cama estaba frío. Me levanté despacio, con el corazón un poco encogido, como si me faltara algo.
Bajé a la cocina, buscando su presencia, su voz grave, aunque fuera un rastro de su perfume. Allí me encontré con Rosa, la ama de llaves, preparando el desayuno.
—¿Dimitri salió? —pregunté, intentando sonar casual, aunque la pregunta me ardía en la lengua.
—El señor me dijo que le comentara que estará fuera por varios días —respondió con voz suave—. En su despacho le ha dejado varios documentos que quería que viera. Le prepararé el desayuno para que lo tome donde usted prefiera: en el comedor, en la terraza—
—No hace falta —dije, suspirando—. Desayunaré aquí mismo—
Ella asintió, con esa sonrisa neutral de quien está acostumbrada a contener sus emociones. Se giró para salir, pero antes de que se alejara, algo en mí necesitó retenerla.
—¿Por qué no te sientas conmigo? —le dije, casi rogando—. Vivir aquí es abrumador... y desayunar sola lo es todavía más—
—Eso estaría mal... —murmuró, algo incómoda.
—Ahora no hay nadie para decirnos qué está bien o mal —insistí, con una sonrisa cansada—. Solo estamos tú y yo. Hazme el favor de acompañarme un rato—No recuerdo la última vez que pude hablar con alguien sin sentir miedo
Ella se quedó callada unos segundos, como si dudara, y después se sentó a mi lado. Sentí un calorcito en el pecho, una pequeña victoria.
—Tal vez esa forma de ser suya hizo que el señor tomara una decisión tan precipitada como casarse con usted —dijo, medio en broma.
Reí suavemente, aunque por dentro sabía que no era esa la verdadera razón. Hay secretos que todavía no entiendo.
—No tienes que llamarme "usted" —dije—. Llámame Elizabeth. ¿Y tú eres...?—
—Rosa —respondió ella, con una sonrisa más cálida. Fue extraño, pero agradable: por primera vez sentí que tenía a alguien de mi lado.
Después de desayunar, subí al despacho de Dimitri. Me senté frente al escritorio, donde había montones de documentos sobre universidades, carreras y papeles para inscribirme. Toqué esas hojas despacio, como quien acaricia un futuro que parecía imposible para mí.
De pronto, vi una pequeña cajita encima del escritorio. Al abrirla, encontré una nota escrita con su letra inconfundible:
"Este es mi número. En cuanto veas esto, mándame un mensaje. Siento haberme ido sin avisar. Por cierto, en tu mesita de noche hay una tarjeta de crédito por si necesitas algo. Cuando salgas, ve siempre con algunos de los guardias. No salgas sola, por tu seguridad."
Al leerlo, sonreí sin darme cuenta. Me sentí cuidada... algo que no conocía. Dejé caer la nota y cogí el teléfono para escribirle.
Entonces, movida por una curiosidad que me ardía por dentro, abrí uno de los cajones del escritorio. Encontré fotos de él con aquella mujer que conocí en casa de sus padres. En todas se veían felices, tan cercanos que dolía mirarlos. También encontré una pequeña caja con un anillo de compromiso.
El corazón me dio un vuelco. ¿Qué ocurrió entre ellos? ¿Por qué, tras todo ese amor que parecía tan real, terminó casándose conmigo?
Intenté no darle más vueltas, pero era imposible. Dimitri era atractivo, atento... distinto a cualquier hombre que había conocido. Y yo... yo empezaba a desearlo, a querer conocerlo de verdad.
Me levanté, mirándome en el espejo que tenía en el despacho. Mi reflejo me devolvió la mirada con dureza. Decidí que quería cambiar algo más que mi destino: mi aspecto. Necesitaba sentirme nueva, fuerte... deseable.
Ese mismo día salí, acompañada por los guardias como él me pidió, y me hice un cambio de look. Corté un poco mi melena y la teñí de un n***o intenso que me daba un aire más misterioso y seguro.
Cuando regresé, Rosa me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Te gusta? —pregunté, girándome despacio.
—Estás preciosa... —dijo ella con sinceridad—. Te ves distinta. Llena de vida—
—Este es mi tono natural—dije, sonriendo, sintiendo por primera vez en años que me gustaba lo que veía en el espejo.
Pasaron más de siete días hasta que Dimitri volvió. Me mandó un mensaje: "Llego esta noche. No tienes que esperarme." Pero lo esperé igual.
Esa noche, me puse lencería de encaje blanca: sujetador y tanga que apenas cubrían nada, y encima, un camisón casi transparente. El corazón me latía como un tambor.
Oí la puerta de su habitación abrirse. Dudé unos segundos... pero reuní valor y fui a buscarlo.
Él estaba en el baño, bajo la ducha. Sin pensarlo más, dejé caer mi camisón, quedándome solo con la lencería, y entré con él.
Dimitri se giró. Su mirada recorrió cada centímetro de mi cuerpo, oscura y ardiente. Se acercó de golpe, me besó con fuerza, con hambre. Sentí que el mundo desaparecía bajo el agua caliente.
Nuestras manos se buscaban con desesperación: recorrí su espalda ancha, sus hombros tensos, bajé hasta sus nalgas, firmes, y gemí suavemente contra su boca. Él gimió también, ronco, masculino.
Bajé mis labios por su cuello, su pecho mojado, mientras mis manos acariciaban su m*****o, ya erecto. Era tan grande, grueso... perfecto. Me hizo sentir poderosa tenerlo así, solo para mí.
—Serás mi perdición... —susurró él, con la voz rota de deseo.
Me arrodillé despacio ante él, el agua cayendo sobre mi espalda, y comencé a lamer la punta de su m*****o. Lo sentí estremecerse. Deslicé mi lengua despacio por todo su contorno antes de meterlo en mi boca, moviéndome suave, provocándolo.
Dimitri apoyó sus manos en mis hombros, soltó un gemido que me hizo estremecer.
—Me encantas... —jadeó.
Aumenté la velocidad, acariciando con mis manos sus testículos, mientras lo miraba a los ojos. Quería que supiera que me pertenecía en ese momento.
Él me ayudó a incorporarme y me dio un beso que me robó el aliento.
—Si sigues así, voy a venirme demasiado rápido —me advirtió.
—Eso quiero —contesté, con una sonrisa traviesa—. Para que volvamos a empezar—
Me arrinconó contra la pared, poniéndome de puntillas. Se agachó tras de mí, separó mis nalgas con fuerza y empezó a lamer mi sexo. Su lengua se movía brusca, desesperada, mientras sus manos me apretaban y exploraban.
Metió un dedo en mi ano, haciéndome gemir alto. Las sensaciones se mezclaban: placer, pudor, fuego. Perdí el control: mi cuerpo temblaba, mi voz se rompía entre jadeos.
—Dimitri... ah... ah...
No dejaba de lamerme, mientras su dedo seguía masajeándome. Cuando empezó a frotar mi clítoris, no aguanté más: un orgasmo me atravesó como un relámpago. Gemí tan fuerte que me dio vergüenza, pero no podía parar.
Él me sostuvo fuerte mientras mi cuerpo se sacudía y mis piernas temblaban. Nunca había sentido algo tan intenso. Apoyé mi frente contra la pared, intentando recuperar el aliento.
Me giré para mirarlo, todavía respirando con dificultad. Él me besó despacio, como si dijera "aún no hemos terminado."
Esta noche prometía muchos más orgasmos. Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí viva... deseada... y casi feliz.