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La Huella

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Corina Méndez es una hermosa y carismática mujer que pensaba tener una vida perfecta, hasta que el destino le dio un revés que la hizo ver la realidad de su ingenuidad.

La huella que dejó en ella la traición que vivió en su pasado la ha hecho convertir en una persona algo insegura y temerosa de enamorarse, negándose a sentir algo por el apuesto e insistente Albert Bustamante, un empresario estricto, arrogante y mujeriego.

En su interior, Albert anhela llenar el vacío que han dejado sus pérdidas y conseguir una felicidad genuina alejada de la vanidad; de imprevisto Corina aparece en su vida, deseando su compañía desde ese instante.

¿Podrá Albert cruzar el abismo que Corina ha interpuesto entre los dos?

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CAPÍTULO 1: La sombría Corina
—¿Desde cuándo? —Entre sollozos y rostro consternado, éstas fueron las únicas palabras que pudieron articular los labios de Corina al descubrir un secreto que rompió su corazón en mil pedazos y dejó una gran herida en su alma. *** Eran las dos de la mañana cuando Corina Méndez abrió sus ojos por los rugidos de una tormenta que se aproximaba con mucha prisa. Entre dormida y despierta se incorporó en su cama y miró a su lado, no se encontraba nadie; luego a su alrededor, observó una habitación oscura y fría en la que sólo ella estaba, en ese momento terminó de despertar. La abofetearon los recuerdos y reafirmaron el manto de tristeza, soledad y decepción que la cubrían desde hacía pocos meses. Corina se recostó nuevamente, se envolvió entre las sábanas dejando únicamente su rostro fuera, y sus lágrimas brotaron incontrolablemente durante largo rato con un profundo dolor, era un ardor desgastante en su pecho y corazón. Sollozó hasta quedarse dormida nuevamente. Había amanecido, era un día radiante, las aves cantaban y volaban felices después de aquella noche tan lluviosa que parecía haber purificado todo, todo fuera del departamento de Corina. El interior de aquella morada era gris, se respiraba un aire de profunda tristeza. Corina abrió lentamente sus ojos hinchados, rodó sus ojos con pesadez hacia el reloj sobre su mesa de noche y se dio cuenta de que se hacía muy tarde para salir hacia su trabajo, por lo que se levantó rápidamente y se puso en marcha. Como todos los días, Corina llegó a la oficina tan distraída que no se percataba si alguien le dirigía la palabra, yendo a un paso de total ensimismamiento, realmente, ya solo se comunicaba con sus jefes cuando era necesario. Ella lucía delgada, de ojos color miel sin vida, hundidos y rodeados de ojeras; labios pálidos, cabello corto y desaliñado, además, vestía siempre ropa olgada de colores lúgubres. Sus compañeros de trabajo quisieron acercarse a ella de todas las maneras posibles, pero Corina hizo caso omiso de la existencia de ellos, hasta llegar a un punto en el que se rindieron sin saber lo que le sucedía. Solo dos personas conocían su historia y, esas eran sus dos amigas, Diana y Avril. Solo con ellas conversaba de vez en cuando, ésto si decidía reunirse con ellas o contestar sus constantes llamadas después de infinidad de intentos de comicarse. Corina no siempre fue así. Corina Méndez era una mujer hermosa, tenía una larga cabellera castaña y lisa, vestía muy bien y bastante elegante, estaba llena de vida, era dulce y normalmente respondía con una sonrisa radiante. No hablaba mucho de su vida personal con sus compañeros de trabajo, pero cuando la necesitaban estaba ahí para ayudar y dar buenos consejos, pues, no dejaba de ver el lado positivo a alguna eventualidad. Era una mujer que inspiraba confianza, segura de sí y que además, consideraba que si no tenía algo bueno que decir de alguien, mejor callaba. Después de haber estado ausente durante algunos días, llegó a la oficina con aquel semblante sombrío. En efecto, sus compañeros estaban preocupados por su estado, pero ella simplemente ignoró a todo el mundo. Parecía que su cuerpo estaba ahí pero ella ya no; con el tiempo, ellos dejaron de insistir. *** Hace pocos meses Corina sentía que su vida era perfecta. Tenía un padre ejemplar, Edmundo, quien la educó solo desde que ella tenía 8 años, ya que su madre había perdido la batalla contra el cáncer de senos. Aunque fueron una muy pequeña familia después de la partida de su madre, eran felices, ella tuvo a un padre amoroso, entregado a su hija, comprensivo y a quien ella le contaba casi todo, era su mejor amigo. Corina también tenía un esposo que para ella era perfecto, consideraba que era un hombre caballeroso, atractivo, comprensivo y fiel, la ayudaba en lo que podía, la complacía en lo que pudiera. Tenían siete años de feliz matrimonio. Por otro lado, ella poseía un trabajo que disfrutaba y que era bien remunerado. Habían adquirido una hermosa casa con un gran jardín, como siempre había soñado, pues, los jardines le recordaban a Amelia, su madre. Ahora deseaba con ansias que un pequeño retoño al fin llegara a la familia. ¡Qué más podía pedirle a la vida! El 15 de mayo era el séptimo aniversario de Corina y su esposo, llovía fuertemente, como nunca; Rubén le pedía que se quedara acurrucada con él, pues, no iría a trabajar, pero ella no podía, tenía que asistir obligatoriamente a resolver unos pendientes en la oficina. En realidad, había planificado ese día durante meses; Rubén siempre había querido conocer Italia y Corina le daría ese regalo como una sorpresa cuando volviera a casa. Partirían esa misma tarde. Eran las diez de la mañana cuando Corina ya había dejado todo en orden en la oficina para las próximas dos semanas, así que se dirigió a casa de su padre para despedirse de él. Tocó la puerta varias veces y se dio cuenta de que no estaba, por lo que continuó hacia su casa muy emocionada para darle la sorpresa a Rubén. Pensó en que luego pasaría de nuevo para despedirse de su padre, antes de ir al aeropuerto. No podía irse sin hacerlo. Cuando Corina llegó a casa, entró cuidadosamente para sorprender a su esposo, supuso que estaba dormido, pues, el clima lluvioso se prestaba para eso y él era de las personas a las que le gustaba quedarse en cama hasta tarde cada vez que podía. Ella abrió lentamente la puerta de la habitación, pero nada la había preparado para aquella escena. Ahí estaban, su padre y Rubén, abrazados, desnudos, juntos, piel con piel y besándose apasionadamente. Corina abrió sus ojos con desmesura, su corazón se paralizó, se llevó una mano para tapar su boca y no dejar escapar algún sonido, sus lágrimas brotaban incontrolablemente, sin ningún esfuerzo. Ella observó por unos eternos segundos aquella escena tan desgarradora para ella. «No puede ser real» «Tiene que ser una pesadilla» Se repitió. Observó y observó, esperando que esa alucinación se disipara en cualquier momento, era ilógico. De pronto, Edmundo pasó fugazmente su mirada hacia la puerta, fue cuando se percató de que ahí, justo en el umbral, estaba su hija, con una expresión de horror desorbitante. Inmediatamente Edmundo empujó a un lado a Rubén con toda la fuerza que tenía, fue tal, que lo sacó de la cama, a su vez, se levantó brúscamente con una mano hacia su hija y otra intentando tapar su sexo desnudo. —¡Hija, espera, ven, déjame explicarte...! —Pidió con voz titubeante, atemorizado. Corina se apartó para evitar que su padre la tocara. —¿Desde cuándo? —Solo preguntó con voz baja y entrecortada. Fueron las únicas palabras que pudieron articular sus labios. Mientras Rubén tomaba una sábana de la cama y se la colocaba en la cintura cuando se ponía de pie. Rubén y Edmundo se miraron con rostros angustiados, caía en cuenta lo que le acababan de hacer Corina. No pasaba por sus cabezas alguna palabra que pudiera justificarlo. Pero en un abrir y cerrar de ojos ella había salido de la habitación, sin decir nada más. No quería saber la respuesta a su pregunta, ya que no había ningún tipo de excusa ni explicación para semejante traición de los hombres que más amaba. Rubén salió corriendo tras ella, desesperado, no quería perderla; pero fue en vano. Corina había puesto el auto en marcha y se empezaba a alejar, tras el rechinar de los neumáticos cuando arrancó a feroz velocidad. Aquel día el corazón de Corina se destruyó en mil pedazos, esa mujer radiante y sonriente, segura de sí misma, que vivía en una burbuja de ingenua felicidad acababa de morir.

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