El día siguiente amaneció clara y fresca. El rocío aún cubría las hojas cuando Nikolai ordenó que prepararan la glorieta del jardín. Dos hombres cargaron una mesa de madera pulida, y sobre ella colocaron un maletín lleno de lápices de grafito, carboncillos, pinceles y hojas blancas que parecían esperar solo por ella.
Serafín bajó lentamente, apoyada en el brazo del Pantera. Su pie todavía estaba sensible, pero el dolor había disminuido lo suficiente para que pudiera caminar sin ayuda. Al ver aquel rincón preparado, se detuvo, sorprendida.
—¿Todo esto… para mí? —susurró, con la incredulidad reflejada en sus ojos verdes.
Nikolai no respondió enseguida. La observó de perfil, el sol tiñendo su cabello de un rojo aún más intenso, y por un momento pensó que nunca había visto algo tan perfecto.
—No desperdicies mi inversión, Serafín. —Su voz sonó seca, pero sus ojos la delataban.
Ella sonrió suavemente. Acercándose a la mesa, acarició los lápices como si fueran tesoros. Se sentó, y enseguida comenzó a trazar líneas con una concentración que parecía transportarla lejos de aquel mundo peligroso en el que vivía.
Nikolai se quedó de pie detrás de ella, los brazos cruzados, fumando en silencio. La sombra de su cuerpo la envolvía, como si incluso la luz del sol necesitara su permiso para tocarla.
Durante un largo rato, lo único que se escuchó fue el roce del lápiz contra el papel y el canto de los pájaros. Nikolai apenas se movía; solo sus ojos seguían cada trazo, cada movimiento de sus manos delicadas.
Finalmente, Serafín dejó escapar un suspiro y se inclinó hacia atrás, contemplando el resultado. Dudó unos segundos antes de girar el cuaderno hacia él.
—Es usted… —dijo en voz baja.
Nikolai arqueó una ceja, tomando el dibujo con manos firmes. Lo observó detenidamente. Ella lo había retratado sentado en la misma glorieta, con el ceño fruncido y un cigarrillo entre los labios, pero sus ojos no eran de hielo. Eran cálidos, casi humanos.
—No soy así —dijo, su voz grave, devolviéndole el papel.
Serafín lo miró fijamente.
—Quizás no para los demás, pero… yo lo veo así.
Hubo un silencio cargado de electricidad. Nikolai apartó la vista, encendiendo otro cigarrillo. El humo se elevó lentamente mientras él se debatía entre la furia y una extraña sensación de vulnerabilidad.
—No deberías mirarme de esa manera, Serafín —advirtió.
—¿De qué manera, mi señor?
—Como si… —hizo una pausa, exhalando el humo—. Como si todavía hubiera algo en mí que valiera la pena.
Ella bajó la mirada hacia su dibujo.
—Lo hay.
Nikolai soltó una carcajada seca, aunque sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa.
—Eres más terca de lo que pareces, angelito.
Serafín se sonrojó. Volvió a tomar el lápiz, pero sus manos temblaban levemente. Él lo notó y, sin decir nada, se inclinó, atrapando su muñeca con delicadeza para detener el temblor.
—No tiembles —susurró, tan cerca que su aliento cálido rozó su piel.
—No puedo evitarlo… —admitió ella, sin atreverse a mirarlo.
Nikolai levantó su mentón con dos dedos, obligándola a alzar la vista. Sus ojos azules eran un mar profundo, imposible de escapar.
—Aprenderás. —Su tono fue firme, pero había una promesa escondida—. Aprenderás a no temblar frente a nadie. Solo conmigo.
El silencio volvió a envolverlos. Serafín, sin pensarlo, alargó la mano libre y rozó con sus dedos la cicatriz que se asomaba por el cuello de su camisa. Nikolai se tensó, sorprendido por la osadía, pero no la detuvo.
—¿Le duele aún? —preguntó ella, con una inocencia que lo desarmó.
Él la observó en silencio unos segundos, y luego respondió:
—Lo que duele no se ve, Serafín.
Ella bajó la mano lentamente, sin apartar la mirada.
—Entonces déjeme dibujarlo… para que no duela tanto.
Nikolai soltó el aire, como si esas palabras hubieran perforado un muro que llevaba años construyendo. Se inclinó más cerca, rozando con sus labios el borde de su cabello.
—Si supieras lo que me haces sentir, me rogarías que te encierre para siempre.
Ella tembló, y esta vez no fue de miedo.
Esa misma tarde cayó, tiñendo el jardín de tonos dorados y naranjas. Serafín había llenado varias hojas con bocetos: flores, árboles, y, sin darse cuenta, más retratos de él. Nikolai, sin apartarse de su lado, los observó todos, sin hacer comentarios.
Cuando el cielo comenzó a oscurecer, él recogió el cuaderno y lo cerró con una mano firme.
—Mañana seguirás. —Dijo, mirándola con esa mezcla de dureza y ternura que solo él podía conjugar.
La ayudó a levantarse y la cargó en brazos, como si temiera que el mundo entero intentara arrebatársela en ese preciso instante.
Mientras regresaban a la casa, Serafín apoyó la cabeza en su hombro. Por primera vez desde que había llegado, no sintió el peso de una prisión, sino la extraña certeza de que ese hombre, su demonio, también podía ser su único refugio.
El sol comenzaba a esconderse tras las copas de los árboles cuando Nikolai llevó a Serafín de vuelta a la casa. El aire fresco de la tarde se filtraba entre las ventanas abiertas, trayendo consigo el aroma del jazmín que crecía cerca de la glorieta. El Pantera la acomodó sobre la cama, observándola como quien vigila un tesoro que nadie más tiene derecho a tocar.
—Descansa un poco, angelito —dijo con voz grave, acariciando sus rizos encendidos.
Ella asintió, aunque su corazón palpitaba con fuerza. Había sentido todo el día el peso de sus miradas, esa obsesión silenciosa que no le daba tregua. Apenas se había recostado cuando él se inclinó, rozando sus labios contra su frente antes de levantarse.
—Te traerán la cena más tarde.
Pero Serafín no tenía hambre. Sentía algo distinto, un fuego que no sabía cómo apagar.
Más tarde, cuando los últimos rayos de sol pintaron el cielo de tonos púrpuras, Serafín decidió darse un baño. Se encerró en el baño privado que Nikolai le había permitido usar desde su llegada y llenó la tina con agua tibia, dejando que el vapor acariciara su piel. Se despojó con lentitud del vestido verde agua que él había escogido esa mañana y entró en la tina, cerrando los ojos mientras el agua la envolvía.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando escuchó el crujido de la puerta. Abrió los ojos de golpe y lo vio allí, apoyado en el marco, observándola. El humo de un cigarrillo se elevaba lentamente desde sus labios, y la luz tenue del atardecer delineaba cada músculo de su cuerpo.
—Mi señor… —murmuró ella, cubriéndose instintivamente con los brazos.
Nikolai soltó una leve carcajada y cerró la puerta tras de sí.
—Creí haberte dicho que jamás te escondas de mí.
Dejó el cigarrillo en el borde del lavamanos y, sin apartar la mirada, comenzó a desabotonar su camisa. Serafín tragó saliva, sintiendo que el corazón se le detenía en el pecho.
—Nikolai… —susurró, insegura, aunque su voz sonaba más como un ruego que como una protesta.
Él no contestó. Se deshizo de la camisa, mostrando el torso marcado por cicatrices y músculos tensos, y luego se quitó el reloj que siempre llevaba en la muñeca. Cada gesto suyo era pausado, calculado, pero en sus ojos brillaba un deseo feroz.
Cuando se acercó, ella intentó retroceder, pero la tina no le permitió moverse más. Él se inclinó, hundiendo una mano en el agua hasta atrapar la suya.
—¿Sabes cuánto me contuve hoy? —susurró junto a su oído, su voz baja y peligrosa—. Te vi con tus dibujos, tan perdida en tu mundo, y lo único que pensé fue en sacarte de allí para recordarte que eres mía.
El calor del agua se mezclaba con el fuego de su proximidad. Serafín lo miró con los labios entreabiertos, sin poder pronunciar palabra. Nikolai entró en la tina sin pedir permiso, el agua derramándose por los bordes cuando su cuerpo se hundió junto al de ella.
—No… —intentó decir, pero su voz se quebró al sentir cómo la atrapaba por la cintura y la acercaba a su pecho.
—Shh… —susurró él, apretándola contra sí—. No digas nada. Solo siénteme.
Su boca encontró la de ella con hambre contenida, un beso profundo que robó el aire de sus pulmones. Sus manos, grandes y seguras, recorrieron la piel mojada de Serafín, marcándola con cada caricia.
Ella quiso resistirse, pero el calor de su cuerpo y la firmeza de su dominio desarmaron cualquier fuerza que tuviera. Cerró los ojos, entregándose al torbellino que él provocaba en su interior. Nikolai la tomó como si fuera un juramento, como si necesitara grabar en su cuerpo que le pertenecía sin retorno.
El agua tibia se convirtió en cómplice de su unión, las ondas golpeando suavemente contra el borde de la tina mientras los cuerpos se fundían.
Entre susurros, Nikolai bajó el tono de su voz, apenas audible sobre el sonido del agua.
—Jamás volverás a temblar de miedo. Solo temblarás cuando te toque yo.
Serafín lo miró, jadeante, con lágrimas que no sabía si eran de placer o de algo más profundo. Y en ese instante, mientras él la reclamaba en la intimidad de la tina, comprendió que aquel demonio no pensaba soltarla jamás.