Los días siguientes fueron un torbellino en el rancho. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos notaron el cambio en el Pantera. Ya no era solo el jefe implacable que imponía silencio y miedo; ahora, además, dedicaba horas de su día a algo impensable: entrenar a su esclava.
Serafín se paró aquella mañana frente a La Sombra y dos hombres más de confianza. Su cabello rojo recogido en una trenza le caía sobre un hombro, y vestía ropa más ligera de lo habitual: pantalones ajustados negros y una camiseta blanca que Nikolai había ordenado traerle. Aun así, parecía fuera de lugar, como una flor delicada en medio de un campo de espinas.
—¿Qué hago aquí? —preguntó en voz baja, mirando de reojo a los hombres que la observaban con curiosidad.
Nikolai, de pie detrás de ella, respondió con calma, aunque en su voz se escuchaba la autoridad de siempre:
—Aprenderás a defenderte.
Ella lo miró con sorpresa, como si no hubiera escuchado bien.
—¿Defenderme? Yo… yo no sé pelear, mi señor.
Él sonrió apenas, esa sonrisa fría que tantas veces la desarmaba.
—Eso va a cambiar, ardillita.
Los hombres intercambiaron miradas divertidas, pero ninguno se atrevió a reír. El Pantera dio un paso al frente y acomodó sus manos sobre los hombros de Serafín, obligándola a enderezarse.
—Míralos a los ojos. Nunca bajes la mirada.
Serafín tragó saliva. Su instinto era mirar al suelo, esconderse del mundo, pero obedeció. Sus ojos verdes se encontraron primero con los de La Sombra. Sintió un escalofrío. Él no mostró emoción alguna, solo la observó con la misma neutralidad de siempre.
—Bien —dijo Nikolai, murmurando contra su oído, tan cerca que el calor de su aliento la hizo estremecer—. Ahora, cuando te sientas frágil, recuerda que no eres una presa. La debilidad solo vive en tu mente.
El primer intento fue un desastre. La Sombra apenas alzó un brazo para simular un ataque y Serafín ya había retrocedido dos pasos, cubriéndose el rostro. Uno de los hombres rió por lo bajo, y Nikolai lo fulminó con la mirada.
—¿Te parece gracioso? —preguntó, y el silencio se volvió tan espeso que ninguno volvió a atreverse.
El Pantera se acercó a Serafín y le levantó el mentón con dos dedos.
—Si retrocedes, mueres. Es así de simple.
—Tengo miedo… —admitió ella, con la voz quebrada.
Él la observó un largo momento y, para sorpresa de todos, dejó escapar una risa baja, seca, como si aquello le resultara fascinante.
—Claro que tienes miedo. Eres como una ardilla roja que teme bajar del árbol para tomar una nuez. Pero escúchame, ardillita… las ardillas también muerden cuando las acorralan.
La siguiente hora estuvo llena de tropiezos, caídas y lágrimas silenciosas. La Sombra la empujaba con suavidad para que practicara mantener el equilibrio, otro de los hombres le enseñaba cómo apartar un brazo cuando la sujetaban, y Nikolai la observaba todo el tiempo, corrigiendo con firmeza cada movimiento.
Varias veces, cuando Serafín estuvo a punto de rendirse, él se acercó para sostenerla por la cintura y obligarla a mantenerse de pie.
—No vas a llorar, ¿me oyes? —le susurraba—. Si lloras, les das la victoria.
Y aunque las lágrimas corrían por sus mejillas, Serafín apretaba los labios, obedeciendo.
Al final de la sesión, exhausta y con las manos temblorosas, cayó de rodillas en el suelo. Nikolai se inclinó frente a ella, pasando una mano por su mejilla húmeda.
—Mírame, ardillita. —Ella alzó el rostro, jadeante—. Hoy fuiste un ratón asustadizo. Mañana serás más fuerte. Y cuando termine contigo, nadie se atreverá a tocarte sin tu permiso.
Por primera vez, en lugar de miedo, algo cálido se encendió en el pecho de Serafín: una chispa de orgullo.
Nikolai la ayudó a ponerse de pie y la sostuvo contra su cuerpo. Sonrió, esa vez de verdad, aunque apenas por un segundo.
—Eres hermosa hasta cuando tiemblas.
Serafín apoyó su frente en su pecho, sin saber si llorar, reír o simplemente dejarse envolver por aquel demonio que, contra todo pronóstico, parecía decidido a enseñarle a sobrevivir.
Y entonces los días se volvieron semanas, y las semanas se hicieron meses. El rancho entero fue testigo de la metamorfosis de Serafín.
El Pantera había dado la orden, y cuando Nikolai daba una orden, nadie se atrevía a ignorarla.
Cada mañana, antes incluso de que el sol levantara su fuego en el horizonte, La Sombra golpeaba la puerta de la habitación.
—Hora de levantarse —decía con esa voz grave que no admitía discusión.
Al principio, Serafín lloraba en silencio mientras se vestía con la ropa de entrenamiento que Nikolai había mandado a confeccionar especialmente para ella. Un pantalón n***o flexible y una camiseta ajustada, sin adornos, que le recordaba cada vez que ya no era la niña asustada del convento.
El entrenamiento era brutal.
Aprendió a bloquear golpes, a usar la fuerza del contrario en su favor, a moverse rápido, aunque terminara en el suelo una y otra vez. Más de una vez, durmió con un ojo morado, con los brazos doloridos, las rodillas raspadas y los puños enrojecidos de tanto golpear el saco de arena.
Nikolai nunca suavizó el camino.
La observaba desde las sombras del patio, los brazos cruzados, el cigarro colgando de sus labios. Solo intervenía cuando veía que estaba a punto de rendirse. Entonces se acercaba, la tomaba del mentón y la obligaba a mirarlo a los ojos.
—No te arrodilles por miedo, ardillita. Hazlo solo por mí.
Ella tragaba saliva, y aunque quisiera rendirse, la mirada de él era más fuerte que su cansancio.
En las tardes, venía la parte que más temía: el agua.
Serafín jamás había aprendido a nadar, y el primer día, apenas sintió la presión del río rodeándola, entró en pánico. Batió los brazos, tragó agua, y si no hubiese sido por La Sombra sujetándola, habría terminado en el fondo.
—Cálmate —ordenó Nikolai desde la orilla, su voz como un látigo—. El agua no te va a matar. Tu miedo sí.
Ella lloraba, temblando mientras flotaba sostenida por el hombre que la instruía.
—No puedo, mi señor. No puedo…
—Sí puedes —le respondió él, con una calma aterradora—. Y lo harás.
Las primeras semanas fueron un tormento. Cada tarde regresaba a la habitación agotada, con el cuerpo helado y la garganta ardiendo por el agua que había tragado.
Pero poco a poco, a base de disciplina y lágrimas, sus movimientos dejaron de ser torpes. Aprendió a patear con fuerza, a respirar sin desesperarse, a deslizarse sobre el agua con la gracia de alguien que ya no quería morir.
Dos meses después, la Serafín que Nikolai tenía frente a sí era distinta.
Todavía conservaba la dulzura en su rostro, pero sus ojos verdes tenían ahora un brillo nuevo, más seguro. Su cuerpo había ganado firmeza, y aunque todavía se cansaba, ya no se rendía.
Una tarde, después de un largo día de entrenamiento, Nikolai la observó mientras ella se quitaba las vendas de las manos. Sus nudillos estaban rojos, hinchados, pero Serafín no se quejaba.
Él se acercó despacio, se arrodilló frente a ella y le sostuvo las manos con cuidado.
—¿Duelen? —preguntó.
—Un poco —respondió ella, bajando la mirada.
Él la obligó a alzar el rostro, y una sonrisa fría, casi imperceptible, se dibujó en sus labios.
—Eres fuerte ahora. Más de lo que imaginas.
Serafín lo miró, y entonces hizo lo que ya había aprendido: se arrodilló, pero no con miedo.
Lo hizo solo para él. Solo para demostrar que, aunque el mundo quisiera verla como una presa, había elegido ser la ardillita que bajaba del árbol únicamente cuando su Pantera se lo pedía.
Nikolai pasó su mano por su cabello rojo y la atrajo hacia su pecho.
—Ya no eres la misma. —Su voz sonó más baja, como si hablara consigo mismo—. Y aún no he terminado contigo.
Esa noche, mientras dormía en sus brazos, Serafín entendió que el dolor, las lágrimas y el miedo habían forjado algo dentro de ella. Y aunque el mundo nunca la conocería como alguien libre, Nikolai la había convertido en lo que él quería: fuerte, valiente y, sobre todo, solo suya.