Amancio y ese día, no hubo palabras. Cuando la noche cayó, el silencio entre ellos era el mismo de siempre. Ella estaba en su rincón, pero él no le habló. En lugar de eso, la miró y palmeó el lado vacío de la cama. Fue un gesto simple, pero la orden era clara. Serafín no necesitó más. Se levantó y se acostó a su lado, sintiendo el peso de la almohada de él contra su mejilla, el olor a tabaco y alcohol que aún impregnaba las sábanas. Él se acomodó a su lado, como un esposo cansado, y la abrazó, su brazo fuerte y pesado sobre su cintura. Esa noche, por primera vez, Serafín durmió sabiendo que un hombre la protegía en la oscuridad, aunque ese mismo hombre fuera la razón de su terror.
Al amanecer, apenas con la primera luz del sol, regresaron al rancho. La herida de Nikolai necesitaba sanar, y él, el Pantera, no podía mostrar debilidad. El encierro en la habitación fue constante. Las puertas se mantuvieron cerradas, y las cortinas, corridas. Serafín era su única compañía, su enfermera, su sombra. Él no quería cojear frente a sus hombres, así que su mundo se redujo a la habitación, y el mundo de Serafín se redujo a él.
Durante los días de su recuperación, el aprendizaje se intensificó. Él se apegaba cada vez más a la chica, y ella aprendía el ruso con una avidez que lo sorprendía. Señalaba objetos, "sol", "mesa", "cama", y ella repetía la palabra en ruso con una naturalidad que le fascinaba. Su español apenas había mejorado, pero ahora, cuando ella respondía con un "da, gospodin" o un "niet", él entendía. Y, a su vez, sus órdenes en español eran más fluidas, más claras.
El silencio que antes era una barrera, ahora era un lenguaje propio. Serafín podía entenderlo, y ahora podía contestar, aunque aún se limitara a las frases que él le había enseñado. La herida de su pierna sanaba, pero la herida de su corazón, de un hombre que jamás había sentido la necesidad de apegarse a nadie, empezaba a sanar de una forma extraña. El Pantera había comprado una esclava silenciosa, pero había terminado con una compañera de encierro, una maestra de su propia lengua y una obsesión que no podía ni quería ocultar.
Una tarde, mientras el sol se colaba por las cortinas, Serafín estaba sentada en su rincón, dibujando. Nikolai, con su pierna herida sobre una mesa, la observó con una intensidad que la hizo temblar.
—Seráfin, tu señor está de cumpleaños —dijo, rompiendo el silencio. —Quiero que bailes para mí.
A Serafín la petición le sonó a locura. Sus manos dejaron el lápiz, y su mirada de zafiro se llenó de un terror crudo. Ella no sabía bailar. Había crecido entre libros y campanas, no entre música y movimientos.
—Mi señor, si llegara a hacer eso usted me daría un disparo —dijo, la voz apenas un susurro. —Sería un desastre. ¿Cómo hacer algo que jamás he hecho?
Nikolai la miró fijamente. —¿Qué edad tienes? No creo que nunca hayas salido con un chico. Eres joven.
Una sonrisa triste se dibujó en los labios de Serafín. —Señor, no tuve ninguna oportunidad. Su mundo oscuro llegó a mí solo pocos meses después de creerme libre. Aún así, seguía perdida en un mundo tan grande que no conozco más que las campanas del convento. Pero aquí estoy, destinada a estar perdida, condenada a estar bajo el poder de los desconocidos que me presenta mi destino.
Esas palabras, dichas con una resignación tan profunda, golpearon a Nikolai. Vio el sufrimiento en sus ojos, pero ni una sola marca en su piel. Era hermosa, inmaculada, y su dolor era su única verdad.
—Ven —ordenó.
Ella se levantó y se acercó a él, que seguía sentado con la pierna extendida. Sin previo aviso, él la tomó de la cintura y la sentó sobre sus piernas. Apenas si arrugó las cejas por el dolor de la herida. Con un dedo, jaló una fina cuerda que sostenía su vestido, sin soltarlo por completo. La respiración de Serafín se aceleró, pero él siguió con su juego.
—¿Me tienes miedo, Serafín? —le preguntó, besando su cuello con una lentitud que la hizo temblar.
—Sí, mi señor.
—¿Crees que te haré daño? —continuó, ahora acariciando su clavícula con un dedo.
—No lo sé, mi señor. Es probable.
Él no respondió. En lugar de eso, susurró al oído. —Tengo ganas de muchas cosas, Serafín. Hasta de hacerte sangrar una vez, pero cuando te llene con mi placer.
Otro beso en su hombro, y Serafín se sintió sin defensas. Sus pechos quedaron desnudos y él los acarició, su mano grande y fuerte sobre la piel suave y virgen.
—Te mentí cuando te llamé fea —susurró contra su boca. —No lo eres, Serafín. Eres muy hermosa, pero parece que no lo sabes.
Rozó su pezón y, con una lentitud cruel, pasó su lengua por él. Serafín gimió, apretando la tela del vestido en su puño. Él lo supo. Ella también sentía aquel deseo prohibido.
En ese instante, el teléfono sonó. La llamada lo interrumpió, sacándolo de su trance. En otro momento, él no habría contestado, pero estaba tras la pista de los ladrones que lo hirieron. Él, que se creía invencible, fue atacado por hombres que lucharon y que ahora debían pagar el doble.
Nikolai contestó con naturalidad en ruso. Sostuvo el teléfono con el hombro, mientras su mano volvía el vestido a su lugar y le daba una palmada en la cadera. —Ve por La Sombra. Terminaré contigo después.
Serafín salió de la habitación, su vientre caliente y el pecho ardiendo. Y entonces, él habló, sabiendo que ella siempre se detenía cuando la tentaba.
—Serafín, mueve tus pies.
Y lo hizo.
Encontró a La Sombra en el patio, limpiando su arma con la calma de siempre. Él levantó la vista y la observó con esos ojos que parecían verlo todo. Ella bajó la mirada de inmediato, temiendo que pudiera leer lo que acababa de suceder en la habitación.
—El señor lo requiere —dijo en voz baja, con ese hilo de obediencia que ya era natural en ella.
La Sombra se levantó sin preguntar, pero mientras caminaba a su lado hacia el cuarto, se inclinó apenas para susurrarle:
—Tus mejillas arden, niña. No olvides que con el Pantera... cada calor se paga caro.
Serafín se estremeció. El aire le faltó en los pulmones. ¿Acaso lo había notado? ¿Podía el silencio traicionarla? No respondió; solo siguió caminando con los ojos clavados en el suelo.
Serafín no volvió a la habitación, sabiendo que él quería privacidad para sus "negocios sucios", como los llamaba. El ruso que había aprendido a regañadientes de sus labios era solo para él; para los demás, ella era muda. "Jamás hables con mis hombres a menos que yo te lo mande", le había dicho. Y ella cumplía. En la cocina del rancho, mientras cocinaba la carne a la plancha, sus pensamientos viajaron al interior de la habitación. "Estoy de cumpleaños", había dicho. La frase resonó en su mente, y una idea loca y peligrosa se le ocurrió: un pastel.
Cocinó la carne a la plancha con la maestría que había aprendido en el convento y, con el poco material que había, horneó un pequeño pastel. Uno simple, sin adornos, un detalle que era un acto de miedo y a la vez una extraña muestra de conocerlo bien.
Cuando la Sombra bajó por el ascensor de servicio, ella subió. Le sirvió la carne en un plato y, con manos temblorosas, colocó el pastel en la mesa. Nikolai lo vio. Jamás, con todo el poder que tenía, había recibido un pastel de cumpleaños. No en muchos años, no en toda una vida de muerte y poder. Se quedó en silencio, sin saber qué decir.
—Feliz cumpleaños, mi señor —dijo ella, su voz un susurro.
Él tomó su mano con la suya, grande y áspera, y la atrajo hacia él. —¿Y el regalo eres tú, Serafín? —preguntó, con una intensidad que la hizo temblar.
—Solo si usted quiere. Juro que no lloraré —respondió, su voz llena de la trágica resignación de su situación.
La frase le sonó a Nikolai más como una entrega forzada que como una ofrenda genuina. No la quería por obligación. La quería por... él mismo no lo sabía.
—Siéntate. Bebamos primero.
Ella lo observó llenar los vasos de whisky. Y el miedo la invadió de nuevo. —Jamás he bebido, mi señor. No creo que sea buena idea experimentar.
Nikolai sonrió, un gesto de peligro y complacencia que le heló la sangre. —Eres nueva en todo, Serafín. La verdad es que sí quiero experimentar contigo.
Ella tembló, pero obedeció. Tomó el trago. El líquido quemó su garganta, y tosió varias veces, creyendo que aquello era veneno. El Pantera rio, una risa fuerte y clara que resonó por segunda vez en los últimos días. La risa de un hombre que se divertía con su nueva posesión.
Nikolai le servía poco, pero el cuerpo de Serafín, sin costumbre a la bebida, se emborrachó en segundos. Entonces, el torrente de palabras que había guardado por meses se liberó. Habló del orfanato, de las monjas, de su libreta especial donde escribía su vida. "Pero ahora lo he perdido todo", dijo entre sollozos, "y estoy terminando siendo nadie, sin historias".
Nikolai la escuchó, fascinado. Vio en ella una belleza que iba más allá de lo físico. Una belleza de alma. La vio como un fantasma que había perdido su historia, y él, el diablo, era el único que podía reconstruirla.
—Te llevaré a mi cama. Luego veremos si te resistes —dijo, la promesa era una amenaza.
Nikolai la tomó de la mano, la arrastró suavemente hacia su cama, y la acostó. Ella no se resistió, solo se dejó llevar por la oscuridad de la noche, el alcohol y la historia que acababa de confesar. La historia de una mujer que había sido nadie, pero que, en el infierno de Nikolai, estaba empezando a encontrar su lugar.