El jardín y la promesa

1588 Words
Esa mañana, el Pantera decidió que el desayuno sería en el jardín. El aire estaba tibio, perfumado por las flores que rodeaban la terraza, y el canto de los pájaros parecía querer suavizar la brutalidad que se respiraba en aquella casa. Serafín se veía mejor. El color había regresado lentamente a sus mejillas, y aunque aún cojeaba, la hinchazón de su pie disminuía día tras día. Nikolai la tomó en brazos sin darle tiempo de protestar, aunque ella, de haber podido, tampoco lo habría hecho. Enterró el rostro en su cuello, aspirando ese aroma a madera, pólvora y tabaco que parecía tan suyo. Él la depositó con cuidado en una silla y se sentó frente a ella. Con un gesto sorprendente, tomó su pie herido y lo acomodó sobre su propia pierna. Algunos hombres, al notar la escena, se miraron entre sí. Era impensable que el Pantera mostrara cuidado por alguien. Pero ninguno osó abrir la boca. Una de las chicas del servicio se acercó para atenderlos, manteniendo la vista baja. Nikolai actuó como si ni siquiera existiera; solo tenía ojos para Serafín. —Serafín —dijo, con esa voz grave que hacía vibrar el aire—, ¿quieres ir a Rusia conmigo cuando todo esto termine? Ella lo observó por unos segundos, dudando, buscando en su mirada alguna pista de ternura que pocas veces lograba encontrar. —¿Y si no quisiera, mi señor? —se atrevió a preguntar con un hilo de voz. Nikolai levantó el rostro. Una sonrisa helada se dibujó en sus labios mientras sus dedos acariciaban suavemente su tobillo, como quien juega con el borde de una daga. —Te llevaría igual. —Su tono era firme, sin espacio para réplicas—. Solo que me gustaría que, por una vez, dijeras que quieres quedarte. Serafín bajó la cabeza, sintiendo cómo su pecho se apretaba. Murmuró apenas: —Sí quiero ir, mi señor. Pero… ¿puedo preguntarle algo? Él la miró, intrigado, y asintió con un leve movimiento de la cabeza. —Habla. Ella tragó saliva, buscando la valentía que pocas veces encontraba en su interior. —¿Y allá… en Rusia… tiene otras esclavas? —preguntó, alzando la vista por primera vez, clavando sus ojos en los suyos como si quisiera arrancarle la verdad. Nikolai no se alteró. Retomó su plato con la misma calma aterradora de siempre. —Sí, algunas. —Bebió un sorbo de café, como si hablara del clima—. Pero tú eres la única que estará donde siempre debe estar. El corazón de Serafín latía con violencia. Tal vez, ingenuamente, creyó que él añadiría las palabras que anhelaba: te amo. Se arriesgó a preguntar otra vez. —¿Dónde, mi señor? ¿Cuál es ese lugar que debo ocupar? Nikolai extendió la mano, atrapando con firmeza un rizo encendido de su cabello. Lo enredó en sus dedos, acercándola un poco más. Sus ojos, azules y feroces, parecían atravesarla. —En mi habitación —dijo con voz baja, cargada de posesión—. Ahí siempre debes estar. Jamás debo volver y no encontrarte en ella. ¿Me estás entendiendo? Serafín asintió despacio, con el corazón ardiendo entre miedo y un extraño calor que la desarmaba. Empezó a comer en silencio mientras Nikolai la observaba con la intensidad de un depredador estudiando a su presa. Pero dentro del Pantera se libraba otra batalla. Una guerra silenciosa entre el ángel y el demonio de su conciencia. ¿Por qué quieres llevártela?, se preguntaba a sí mismo. ¿Por qué no dejarla como a las demás? La respuesta era clara. Porque Serafín no era una esclava más. Ella era la única mujer capaz de devolverle un sueño que creía perdido. La única cuya pureza había marcado su piel y su alma, aunque él se empeñara en negarlo. Aquella tarde, cuando el sol empezaba a teñir el cielo de tonos anaranjados, Nikolai permanecía de pie junto a la ventana de su oficina. Desde allí observaba el jardín donde esa misma mañana había compartido el desayuno con Serafín. Su cigarro humeaba lentamente entre sus dedos, y aunque su expresión era la de siempre —férrea, impasible— por dentro lo carcomía una inquietud que nunca había permitido que nadie conociera. La puerta se abrió sin que él diera permiso. Era La Sombra, quien se limitó a esperar en silencio. —Quiero que el rancho esté asegurado —dijo Nikolai sin girarse—. Desde mañana, Serafín podrá caminar por los jardines. Quiero que todo aquel que respire aquí sepa que nadie debe acercársele. La Sombra arqueó una ceja, sorprendido. —¿Libre, jefe? ¿Está seguro? Nikolai lo miró de reojo, con una media sonrisa cargada de amenaza. —Libre, pero bajo mis ojos. Ni un centímetro más allá del rancho. Si alguien se atreve a hablarle sin mi permiso, entiérralo en el patio trasero. La Sombra asintió, aunque el desconcierto se le notaba en la mirada. No acostumbraba ver a su jefe conceder libertades. Esa noche, después de cenar, Nikolai entró a la habitación. Serafín estaba sentada en el borde de la cama, con un vestido azul claro que él mismo había dejado para ella la noche anterior. El cabello rojo caía sobre sus hombros como fuego encendido, y en sus manos sostenía un pequeño cuaderno de dibujo. Él la observó en silencio. —¿Qué haces? —preguntó al fin, con esa voz grave que parecía vibrar en las paredes. Serafín se sonrojó un poco. —Solo dibujo… —dijo, mostrando la hoja. Había bosquejado un árbol del jardín. Nikolai se acercó y tomó el cuaderno, examinando el dibujo con seriedad. —Mañana podrás ver ese árbol de cerca —dijo entonces, con calma. Ella lo miró sorprendida. —¿De veras? ¿Puedo salir? Él se agachó frente a ella, clavando sus ojos azules en los suyos. —Sí. Pero recuerda algo, angelito… —sus dedos rozaron suavemente su mentón, obligándola a mantenerle la mirada—. La libertad que te doy está hecha a mi medida. No pongas a prueba mis límites, porque los muros de esta casa pueden convertirse en tu cárcel de verdad. Serafín tragó saliva, asintiendo despacio. —No lo haré, mi señor. Nikolai soltó una sonrisa apenas perceptible, la primera que no era fría ni cruel. Se incorporó y apagó la luz. —Entonces duerme. Mañana quiero ver qué tan fuerte caminas. Cuando la habitación quedó en penumbras, él se acostó a su lado. Por primera vez en muchos días, el Pantera cerró los ojos sin sentir que la vigilia lo devoraba. Al día siguiente cuando el sol apenas había trepado sobre las montañas cuando Nikolai empujó suavemente la puerta de la habitación. Serafín aún dormía, su respiración tranquila, el cabello rojo como una llamarada derramado sobre la almohada. Durante un instante se permitió contemplarla, sabiendo que era la única imagen capaz de arrancarle la paz. —Despierta, angelito —murmuró cerca de su oído. Ella abrió los ojos lentamente, encontrando la silueta de su amo recortada contra la luz. Nikolai le ofreció su mano y, con cuidado, la ayudó a incorporarse. —Hoy caminarás conmigo. Serafín se sorprendió; lo miró incrédula mientras acomodaba el vestido claro que él había dejado para ella. —¿Fuera… del cuarto? Él asintió, con una sonrisa leve y peligrosa. —El rancho es tuyo. Pero no olvides que cada sombra aquí me pertenece. El corazón de Serafín latió con fuerza, aunque esta vez no era miedo. Bajaron juntos la escalera y, apenas cruzaron el umbral, el aire fresco de la mañana acarició su piel. Los hombres que rondaban se tensaron al verlos, inclinando la cabeza en silencio. Nadie se atrevió a sostenerle la mirada a ella. Nikolai la llevó hacia el jardín principal. Los árboles estaban cubiertos de hojas verdes y las flores, de colores intensos, parecían un paraíso escondido. Serafín se detuvo, maravillada, inclinándose para rozar con la yema de los dedos una flor amarilla. —Es hermosa… —susurró, sonriendo por primera vez en mucho tiempo. Él la observó con atención, sus ojos azules fijos en su expresión iluminada. —Más que tú, ninguna —dijo sin pensar, y enseguida volvió la vista hacia otro lado, como si sus propias palabras lo hubieran traicionado. Serafín se volvió hacia él, conmovida. —Nunca imaginé que pudiera ver algo así aquí dentro. —Aquí dentro puedes ver lo que yo quiera que veas —contestó él con calma, aunque la forma en que la miraba desmentía la dureza de sus palabras. Caminaron despacio por los senderos empedrados. Ella cojeaba apenas, y cada vez que tropezaba, él la sujetaba de la cintura con firmeza. Pasaron junto al árbol que Serafín había dibujado la noche anterior. Ella se detuvo frente al tronco y acarició la corteza con ternura. —Es más grande de lo que imaginé… —dijo, sin ocultar su fascinación. Nikolai se inclinó hacia ella, tan cerca que el calor de su cuerpo la envolvió. —Dibuja lo que quieras, Serafín… pero recuerda que todo lo que toques aquí ya me pertenece. Incluida tú. Ella lo miró, y aunque debía bajar la vista, no lo hizo. Algo en su interior —quizá esa libertad a medias— le dio valor. —Entonces no dibujaré nada que no seas tú, mi señor. Él se quedó inmóvil por un instante, y por primera vez en mucho tiempo, Nikolai sonrió sin frialdad. Una sonrisa verdadera, apenas perceptible, pero suficiente para sellar que ella había ganado algo más que un paseo.
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