La Cena de Fuego

1272 Words
La tarde había caído sobre la mansión Smirnov con un silencio espeso, roto apenas por el crujir de los pinos bajo el viento helado. En el ala privada, Serafín repasaba con calma los papeles de su nueva identidad. Los dedos aún marcados por los golpes al saco descansaban sobre las hojas mecanografiadas, como si su calor pudiera grabar el nombre que ahora debía ser suyo. Nikolai entró sin anunciarse. La chaqueta oscura colgaba de su hombro y el reloj de oro brillaba con la última luz del día. Sus ojos se clavaron en ella como cuchillas afiladas. —Vístete —ordenó, sin rodeos. —¿Para qué, mi señor? —preguntó con suavidad, sin levantar la vista. —Esta noche cenarás conmigo. No aquí. En el salón principal. La respiración de Serafín se detuvo un segundo. Hasta ahora, todo lo que había vivido en Rusia había estado contenido en las paredes de aquel santuario privado. Salir de ahí, al terreno donde él mostraba su poder, la aterraba y la emocionaba al mismo tiempo. Él se acercó, dejó sobre la cama una caja larga de terciopelo n***o y la abrió frente a ella. Dentro, un vestido de seda color esmeralda parecía brillar con luz propia. El escote era delicado, pero la tela se ceñía a la cintura y caía con elegancia hasta el suelo. —Póntelo. —La voz del Pantera no admitía réplica. Serafín asintió, tocando la tela como si fuera demasiado fina para sus manos. —¿Y si me equivoco, mi señor? —susurró. Nikolai arqueó una ceja, inclinándose hasta que sus labios rozaron su oído. —Yo no te traje a Rusia para que te equivocaras, ángel. Te traje para que todos entiendan que eres mía. La dejó sola con el vestido. Una hora después, Serafín bajó la escalera principal. El taconeo suave de sus zapatos resonaba en el mármol. Su cabello rojo había sido peinado en ondas sueltas que caían sobre sus hombros como llamas, y el collar que él le había regalado esa misma tarde centelleaba con cada paso. Nikolai la esperaba al pie de la escalera. Su traje n***o estaba impecable, y el reloj de oro brillaba bajo la lámpara de cristal. No dijo nada mientras la observaba descender, pero sus ojos hablaban: posesión, orgullo, y algo más oscuro que se escondía bajo la calma. Cuando ella llegó frente a él, Nikolai extendió el brazo. —Camina conmigo. El salón principal estaba iluminado por candelabros de plata y lámparas de cristal. La mesa, larga y solemne, estaba rodeada por media docena de hombres. Hombres que Serafín había visto de lejos en el rancho, siempre armados, siempre atentos. Ellos se pusieron de pie al ver al Pantera entrar, inclinando apenas la cabeza en señal de respeto. Serafín sintió el peso de las miradas sobre ella, escrutándola como si midieran cada movimiento. —Siéntate aquí —dijo Nikolai, apartando la silla a su derecha. Ella obedeció. Apenas lo hizo, notó cómo bajo la mesa la mano de él rozaba suavemente su rodilla, un toque firme que le recordó que estaba bajo su dominio, incluso en medio de todos. La cena comenzó. Los sirvientes —las tres mujeres del ala privada— aparecieron en silencio, sirviendo vino y bandejas con carnes y quesos. Sus rostros permanecían impasibles, como estatuas. —Salud, hermanos —dijo Nikolai alzando la copa. Todos lo imitaron. Serafín, con un leve temblor, hizo lo mismo. El vino era oscuro, fuerte, y el primer sorbo quemó su garganta. —Hermosa dama —dijo uno de los hombres, de cabello oscuro y barba corta—, ¿de dónde nos trae el jefe semejante tesoro? Nikolai clavó su mirada en el hombre antes de que Serafín pudiera responder. —Ella no necesita responder. El silencio cayó como un hacha. El hombre bajó la vista, murmurando una disculpa. Pero Serafín, con una dulzura que sorprendió incluso al Pantera, habló con calma: —De donde él quiera, allí pertenezco. Las palabras, simples y suaves, hicieron que varios de los hombres alzaran la mirada hacia ella. Nikolai la observó de reojo, midiendo cada palabra, cada gesto. La conversación continuó con temas de negocios. Armas, rutas, hombres caídos. Serafín no entendía todo, pero escuchaba con atención, aprendiendo. Cada tanto, los ojos de Nikolai bajaban a ella, como si verificara que estaba entera, que no se quebraba bajo la presión de esas miradas. En un momento, otro de los hombres, más joven, sonrió con cierto atrevimiento. —Señor, no sabía que le gustaban las flores de fuego. Ese cabello… es único. Serafín sintió un calor recorrerle el rostro. Antes de que pudiera reaccionar, Nikolai apoyó la copa sobre la mesa con un golpe seco. —Ten cuidado con cómo miras lo que es mío. El aire se volvió pesado. El joven desvió la mirada, murmurando: —Disculpe, jefe. Serafín bajó la vista, con el corazón desbocado. Bajo la mesa, la mano de Nikolai apretó la suya, un gesto que era mitad consuelo, mitad advertencia. La cena se alargó. Nikolai hablaba poco, pero cada palabra suya era escuchada como una orden. Serafín se mantuvo en silencio la mayor parte del tiempo, solo respondiendo cuando él le pedía algo, como si con cada respuesta probara su temple. Finalmente, cuando el vino casi se había acabado, Nikolai se levantó. —Es suficiente por hoy. Los hombres se pusieron de pie al instante. Serafín también lo hizo, siguiendo su ejemplo. Nikolai le ofreció el brazo y la condujo fuera del salón. En el pasillo, ya lejos de las miradas, él se detuvo. Su mano atrapó el mentón de ella, obligándola a levantar el rostro. —Lo hiciste bien. —Sus ojos oscuros la atravesaban—. Nadie dudará de ti. Serafín se atrevió a sonreír apenas. —Solo seguí sus pasos, mi señor. Nikolai la observó en silencio unos segundos más. Entonces, bajó la mirada hacia sus manos, que descansaban sobre su vestido. La piel aún mostraba el enrojecimiento leve. Las tomó con suavidad, algo raro en él. —Siguen marcadas… Ella tragó saliva. —No es nada. Él no preguntó más. La atrajo hacia sí, con la firmeza de siempre, pero su abrazo fue más largo de lo habitual. —Ángel… no vuelvas a dañarte. —No fue una súplica. Fue una orden baja, cargada de algo que ni él mismo quería nombrar. Serafín cerró los ojos, apoyando la frente en su pecho. —Haré lo que usted mande, mi señor. Nikolai besó su cabello, respirando el aroma a fuego y dulzura que ella siempre llevaba consigo. Y por primera vez, sintió que la oscuridad de su mundo podía ser contenida por algo tan simple como la fe silenciosa de una mujer que nunca había pedido nada, salvo estar con él. Esa noche, cuando la llevó a su habitación, no la poseyó con la furia de siempre. La tuvo entre sus brazos como si el simple contacto fuera suficiente. Porque entendió que lo que había visto en sus ojos durante la cena —esa calma dulce bajo la tormenta— valía más que cualquier victoria en los negocios, más que el apellido Smirnov, más que todo el poder que había acumulado. A la mañana siguiente, mientras ella aún dormía, Nikolai se quedó mirándola. El collar brillaba sobre su piel blanca, y sus dedos —aún marcados— descansaban sobre la sábana. —Dulce ángel —susurró para sí mismo—. No tienes idea de lo peligrosa que eres para mí. Encendió un cigarro y se quedó en silencio, con la certeza de que cada día que pasara, Serafín no sería menos suya… sino más.
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