Sombras en la Hacienda

1257 Words
La noche había terminado en un silencio extraño. Nikolai dormía, profundamente, con un brazo posesivo alrededor de la cintura de Serafín. El gato se acurrucaba a sus pies, un pequeño fantasma de pelaje gris, ajeno a la tormenta que se gestaba más allá de las paredes de la hacienda. Ella, en cambio, no podía conciliar el sueño. El peso del cuerpo de él sobre el suyo era un recordatorio constante de que ya no pertenecía a sí misma. Se quedó mirándolo en la penumbra, estudiando su rostro endurecido incluso en el descanso, sus labios delgados, la cicatriz que le cruzaba la ceja. Había algo en él que la aterraba… y algo que la mantenía pegada a su lado, una calidez oscura que la protegía del mundo exterior. De pronto, el rugido lejano de motores rompió el silencio. Serafín se tensó, aferrando las sábanas con sus dedos. Nikolai abrió los ojos de inmediato, con la brusquedad de un depredador que nunca dormía del todo. Sus ojos azules, antes adormecidos, se encendieron como si le hubieran echado combustible. —Quédate aquí —ordenó con voz grave, mientras se incorporaba con un movimiento fluido. El gato saltó de la cama, como si también presintiera el peligro. Serafín se aferró a la colcha, su cuerpo temblando. —Mi señor… ¿qué es ese ruido? Él la miró fijamente, ya de pie, colocándose la pistola en la cartuchera. Sus ojos azules eran un acero encendido. —Visitas no deseadas. No dijo más. Salió de la habitación sin mirar atrás. El eco de sus pasos se perdió en el pasillo, seguido por el sonido seco de una puerta que se cerraba con fuerza. El clic del cerrojo fue un eco final. Serafín se levantó temblando y fue hacia la ventana, apartando apenas la cortina. Vio luces que cruzaban el portón del rancho, y siluetas armadas moviéndose con rapidez. Su respiración se aceleró, sintiendo que el aire se volvía frío. El gato, como si la entendiera, se frotó contra sus piernas. De pronto, un estruendo retumbó desde el patio. Disparos. Ella retrocedió, llevándose las manos a la boca para contener un grito. El corazón le golpeaba como queriendo huir de su pecho. Entonces, la puerta se abrió de golpe. Serafín jadeó, pensando que eran los enemigos. Pero era La Sombra, con el rostro cubierto de sudor y las cicatrices tensas. —Señorita, no salga. —Su voz era firme, como una orden. —¿Qué pasa? —balbuceó, la voz apenas un hilo. —Gustavito mandó hombres. El jefe se está encargando. —La Sombra la miró con intensidad, y por primera vez, bajó el tono, como si estuviera a punto de confesar un secreto. —Si pasa algo… yo la saco de aquí. Antes de que pudiera responder, un grito desgarrador se escuchó desde afuera. La Sombra desenfundó su arma y salió corriendo, cerrando la puerta tras de sí. Serafín quedó sola, temblando. Quiso rezar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Se arrodilló junto a la cama, con el gato entre sus brazos, y susurró: —Por favor, Dios… devuélvelo vivo. El tiempo se volvió un infierno de balas y gritos apagados. Hasta que, al fin, todo se volvió silencio. La puerta se abrió con un chirrido lento. Nikolai entró, manchado de sangre, su camisa rota en el costado. Su respiración era pesada, pero sus ojos… sus ojos seguían ardiendo con el fuego del depredador. Serafín se levantó de golpe, corriendo hacia él. —¡Nikolai! Él la detuvo con un gesto, su mano ensangrentada alzándose como una barrera. —No es mi sangre. —Su voz era ronca, fría. Aún así, ella lo tomó del brazo, guiándolo hacia la cama. Su instinto fue más fuerte que el miedo. —Siéntese, mi señor. Déjeme verlo. Nikolai la observó con una mezcla de rabia y fascinación. Ella, temblando, lo obligó a sentarse. Sacó su caja de curaciones, sus dedos hábiles pero nerviosos. —No entiendes —murmuró él, mientras la miraba inclinarse sobre su herida, limpiando la sangre con manos delicadas—. Acabo de matar a cinco hombres allá afuera… y aquí estoy, dejándote tocarme como si fueras mi cura. Serafín levantó la vista, sus ojos de zafiro brillando con lágrimas contenidas. —Tal vez lo soy, mi señor. Él soltó una carcajada oscura, incrédula, y la tomó del mentón. —Si eres mi cura, Serafín… entonces también eres mi condena. Y la besó con la furia de quien acababa de regresar del infierno. El beso fue una hoguera que consumió a Serafín. Nikolai la sostuvo con brutalidad, como si temiera que pudiera desvanecerse si la soltaba. Su sabor era una mezcla de tabaco, sangre y furia. Ella se dejó llevar, olvidando el ruido de los disparos, olvidando el miedo. Sus labios, temblorosos, se aferraron a los de él con un deseo que la sorprendió. Cuando Nikolai se separó, apoyó la frente en la de ella, su respiración agitada rozando su piel. —No sabes lo cerca que estuviste de quedarte sola esta noche. —No lo diga —murmuró Serafín, con la voz quebrada. Él la miró fijamente, sus ojos azules tan intensos que parecían atravesarla. —Ese hombre, Gustavito… no se detendrá hasta verme muerto. —Su tono era bajo, cargado de una rabia contenida. —Y si algún día me falla un disparo, si no regreso a ti… él vendrá por lo que más me importa. El corazón de Serafín se detuvo por un instante. —Y qué es… lo que más le importa? Nikolai sonrió, una sonrisa oscura, casi cruel, pero en sus ojos había una verdad que lo delataba. —Tú, Serafín. Ella sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo. La confesión era un arma de doble filo: un regalo y una amenaza. —Mi señor… yo… —Shh. —Él colocó un dedo sobre sus labios. —No necesito tus palabras. Solo necesito tu obediencia… y tus besos. La atrajo hacia él de nuevo, pero esta vez el beso fue distinto: más lento, más profundo, como si se permitiera por un momento sentir lo que siempre había jurado no sentir. Cuando se apartó, Nikolai encendió un cigarrillo y se recostó contra el cabecero de la cama. —Dormirás aquí esta noche. —Su voz volvió a ser firme, aunque más baja—. No en tu cama. La pequeña se queda vacía desde ahora. Serafín, aún sonrojada, asintió sin discutir. Se acomodó junto a él, sintiendo cómo el calor de su cuerpo le devolvía una paz que no comprendía. El gato se acomodó a sus pies, ronroneando. Nikolai lo miró de reojo y soltó una risa seca. —Hasta ese animal me quita espacio. —Es su regalo, mi señor —susurró ella, atreviéndose por primera vez a rozar con la yema de los dedos la mano de él. Él no retiró la mano. Solo la apretó con fuerza, como si ese gesto fuera suficiente para sellar un pacto silencioso. Antes de cerrar los ojos, Nikolai dijo algo que ella nunca olvidaría: —Si algún día me traicionas, Serafín… no habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte. Ella tragó saliva, sintiendo el filo de la amenaza junto al calor del cariño. —No lo haré, mi señor. Nikolai la observó un segundo más, luego apagó el cigarrillo y la atrajo contra su pecho. El peso de su brazo la envolvió como una cadena… y como un refugio. Serafín cerró los ojos, sin saber si esa noche dormía junto a su salvación… o a su perdición.
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