Nikolai despertó a las 10 de la mañana. El sol ya llenaba la habitación, pero Serafín había cumplido con su orden. No se había movido ni un solo músculo de la cama grande, aunque estaba despierta, apenas acariciando al gato que roncaba a su lado. La imagen de la paz era una mentira, una fachada de su obediencia.
Entonces, él habló. Su voz, grave y áspera por el sueño, era una orden que rompió el silencio.
—Llamarás este día a la madre superiora —dijo, sin mirarla. —Le dirás que te darán vacaciones, que irás a visitarla. Te llevarás regalos, y así no levantaremos sospechas.
Serafín sintió un vuelco en el estómago. La idea de volver, de escuchar la voz de su antigua vida, la llenó de una esperanza tan frágil que tembló.
—Mi señor, ¿eso quiere decir que puedo irme?
Él giró la cabeza y la miró a los ojos. En su mirada no había ni una pizca de dulzura.
—¿Ya quieres irte? —dijo, una ironía helada en sus palabras. —A mí todavía me queda tiempo aquí. No puedo dejarte ir. Iré contigo. Dirás que soy tu novio, que te casarás conmigo y viajarás a Rusia. No todo es verdad, pero si mientes bien, te creerá.
La esperanza se desvaneció, reemplazada por un frío terror. Iba a volver a su pasado, pero no como ella, sino como un objeto, la posesión del Pantera. Se iba a mentir a la única persona que la había cuidado, y lo haría con la mentira de que se casaría con el hombre que la había comprado. Quedó en silencio, sin saber qué responder, su mente un torbellino de emociones.
Él se levantó de la cama, la toalla ceñida a su cintura, y la miró con furia. La quietud que ella había mantenido, la sumisión, se había roto con su silencio.
—Repite la maldita oración —ordenó, la voz como un látigo.
Y ella, sin más, se rindió. El miedo era más fuerte que la esperanza.
—Sí, mi señor.
Nikolai le entregó un teléfono satelital, su mirada tan fría como el metal del aparato.
—Ahora. Llama.
Serafín tragó saliva. El número de memoria de la madre superiora era el único que recordaba de su vida anterior. Marcó con manos temblorosas, el sonido del timbre en la línea una campana que la regresaba a su antiguo mundo, a un paraíso perdido que ahora debía contaminar con sus mentiras.
—¿Sí? —la voz de la madre superiora, tan dulce y serena, era un bálsamo que la hizo llorar por dentro.
—Madre… soy Serafín —susurró, con la voz rota. La verdad era que no sabía mentir.
—¡Serafín! Hija mía, ¡qué alegría! ¿Dónde estás? Te hemos extrañado tanto…
La calidez de la voz de la monja la hizo flaquear. Miró a Nikolai, que la observaba con el ceño fruncido, su mirada una amenaza silenciosa.
—Estoy… estoy bien, madre. He encontrado trabajo. La vida en la ciudad es… difícil, pero he encontrado a alguien que me cuida. Un hombre, Nikolai. Nos vamos a casar.
La mentira se sentía como una daga en su corazón, pero la voz de Nikolai, que susurró "Rusia", la obligó a continuar.
—Él me llevará a Rusia, madre. Me ha prometido una nueva vida. Pero antes, él quiere que vaya a visitarla. Que le muestre de dónde vengo. Nos veremos en unos días.
Hubo un silencio en la línea. La madre superiora, una mujer de fe, sintió que algo andaba mal, pero la alegría de saber que su hija estaba viva la cegó.
—¡Oh, Serafín, bendita seas! Te esperamos con los brazos abiertos. Estaré rezando por tu viaje.
Serafín colgó, las lágrimas rodando por sus mejillas. Había vendido su alma, una vez más, al diablo. Nikolai le quitó el teléfono, su rostro inescrutable.
—Ya ves. No fue tan difícil.
El viaje al convento fue un tormento. Serafín iba en el auto de Nikolai, un vehículo blindado, flanqueado por otros dos. El camino, que antes le había parecido un paraíso, ahora era una tortura. A su lado, él era una presencia inmensa, silenciosa y peligrosa. Sus manos, que habían sido violentas y posesivas, ahora estaban calmadas al volante.
A medida que se adentraban en las montañas de México, la vegetación se hizo más espesa. La carretera se hizo estrecha, y las curvas, más cerradas. Serafín reconocía cada rincón, cada árbol, cada piedra. El aire de la montaña, puro y frío, la hizo temblar.
—¿Te gusta? —preguntó Nikolai, rompiendo el silencio. —Te veo como un fantasma que ha vuelto a la vida.
—Es mi hogar —respondió, su voz un susurro.
—Y pronto lo será de nuevo. Pero esta vez, con un nuevo dueño —dijo él, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Finalmente, llegaron. El convento se alzaba en la cima de la montaña, un faro de paz y tranquilidad. Serafín se bajó del coche, sus piernas temblando. La madre superiora, con su rostro arrugado y sus ojos llenos de amor, la esperaba en la puerta. Cuando la vio, la abrazó con una fuerza que la hizo sentir que por fin había regresado a casa.
—Hija mía, estás tan hermosa —dijo, acariciando su mejilla. —Pero, ¿dónde está ese hombre del que hablabas?
Serafín se volvió. Nikolai estaba de pie, con sus hombres detrás de él, una presencia tan oscura que el convento, con toda su luz, no podía disipar. La madre superiora lo vio, y en sus ojos, la alegría se desvaneció, reemplazada por un temor que Serafín reconoció al instante. El miedo de la presa ante el depredador.
La madre superiora, con las manos aún en el rostro de Serafín, alzó la vista hacia el hombre que se aproximaba con pasos lentos, seguros.
—Así que… usted es Nikolai —dijo, intentando mantener la compostura, aunque el temblor en su voz la traicionaba.
Él inclinó apenas la cabeza, sin apartar su mirada azul de la anciana.
—El hombre que cuidará de ella. —No sonaba a promesa, sino a sentencia.
La madre estrechó con más fuerza la mano de Serafín, como si quisiera retenerla allí, lejos de las garras del Pantera.
—¿Es esto lo que deseas, hija? —preguntó, sus ojos buscando una chispa de verdad en los zafiros de la joven.
Serafín sintió que el mundo se le venía encima. Quiso gritar que no, que no lo amaba, que estaba atrapada, que la salvaran. Pero la presencia de Nikolai a su espalda era una sombra que le apretaba el cuello.
—Sí, madre —susurró, y su voz se quebró. —Es lo que deseo.
Nikolai esbozó una sonrisa helada y, con un gesto leve, pasó el brazo por la cintura de Serafín, atrayéndola contra él. La madre vio el movimiento y comprendió que la joven estaba perdida.
—Recuerda siempre, Serafín… —murmuró con voz apenas audible—, incluso en la oscuridad, Dios ve la verdad.
Ella cerró los ojos, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. Nikolai la apretó contra su costado, ignorando la súplica disfrazada de bendición.
—Es hora de irnos —dijo él, y su tono no admitía réplica.
Mientras se alejaban del convento, Serafín miró hacia atrás. Las campanas comenzaron a sonar, pero ya no eran llamadas a la oración; eran campanas de despedida. Nikolai encendió un cigarrillo, exhalando humo hacia el cielo claro, y con un tono cruelmente tranquilo dijo:
—Mentiste como si hubieras nacido para eso. Estoy orgulloso de ti. Dejarán los regalos como dije.
Ella no respondió. En su interior, solo sentía el peso del pecado y el eco de las palabras de la madre: Dios ve la verdad.
El amanecer apenas rozaba las cortinas cuando el auto se detuvo frente al rancho. El silencio del viaje había sido un filo constante, y al entrar en la habitación, Nikolai no soltó su mano. Sus dedos, duros y firmes, parecían grilletes que no daban opción a huida.
La hizo girar hasta quedar frente a él. La sombra de la noche aún marcaba sus ojos, pero la intensidad en su mirada era un fuego contenido.
—Hoy vi que eres buena para obedecer —dijo con voz baja, casi un gruñido. —Muy buena. Y me gusta más de lo que me conviene.
Se inclinó, su aliento tibio rozando la piel de su cuello.
—Tal vez sea mi destino… —prosiguió, apretando sus caderas y acomodándola sobre sus piernas—, un asesino con un alma pura a su lado. Pero para qué… aún no lo sé.
Serafín sintió cómo el pulso le golpeaba en las sienes. El contacto de su cuerpo contra el de él era un vértigo que no podía controlar.
Nikolai levantó su barbilla con dos dedos, obligándola a mirarlo a los ojos.
—No quiero que vuelvas a bajar la vista frente a nadie. Tu sumisión es mía. —Su tono se endureció—. Solo mía. No debes temerle a ninguno. Yo soy el peligro.
Ella tragó saliva, incapaz de apartar los ojos de los suyos. Por primera vez, el miedo no era lo único que corría por sus venas. Había algo más, una corriente ardiente que la empujaba hacia él.
—Ahora… —susurró Nikolai, rozando su boca con la suya, sin besarla aún—, quiero que me consientas. Dame tus besos… tu cariño.
El corazón de Serafín latió con violencia, pero sus labios se abrieron con un temblor que ya no era por miedo, sino por un deseo que la estaba consumiendo.
—Sí, mi señor —murmuró, y sus labios buscaron los de él.
Nikolai la recibió con una avidez que lo sorprendió incluso a él mismo. No era el beso de un dueño reclamando lo suyo, sino el de un hombre que, sin saberlo, comenzaba a necesitar aquello que había jurado no tener nunca: ternura.
Los labios de Serafín eran suaves, casi inocentes, y eso lo enloquecía más que cualquier caricia calculada que hubiera recibido de otras mujeres. Nikolai cerró los ojos, hundiendo una mano en su cabello recogido a medias, sintiendo la tibieza de su piel contra la suya.
Por un instante, el Pantera dejó de ser el jefe, el asesino, el hombre formado en la oscuridad. Por un instante, se sintió humano. Y ese pensamiento lo enfureció.
Separó apenas el beso, rozando con la lengua sus labios mientras la sostenía con fuerza.
—No sabes lo que haces conmigo —murmuró, con un filo de rabia contenida. —Yo no fui hecho para esto, Serafín.
Ella lo miró con los ojos dilatados, los labios húmedos, el pecho subiendo y bajando con rapidez.
—Yo tampoco, mi señor —respondió con un hilo de voz—, pero… lo siento aquí. —Colocó la mano sobre su pecho, justo donde su corazón golpeaba.
Nikolai soltó una carcajada seca, incrédula, mientras la empujaba suavemente contra la cama grande, inclinándose sobre ella.
—Aquí no hay corazones, Serafín. —Su voz era grave, peligrosa—. Aquí solo hay cuerpos, obediencia… y silencio.
Pero mientras pronunciaba esas palabras, sus manos recorrían su piel con una delicadeza que lo traicionaba. Ella cerró los ojos y arqueó la espalda, buscando su calor.
Él maldijo en su interior. Era un error, un lujo que no podía permitirse. Había matado hombres sin pestañear, había enterrado toda posibilidad de ternura bajo capas de hierro y sangre. Y sin embargo, allí estaba, perdiendo la calma con una esclava de ojos de zafiro que había aprendido a mirarlo sin miedo.
La tomó del rostro, presionando su frente contra la de ella.
—Si supieras la bestia que tienes encima, me suplicarías que te dejara.
Ella sonrió apenas, temblando bajo su peso.
—No lo haré, mi señor.
Esa respuesta lo desarmó más que cualquier bala. Nikolai la besó con brutalidad, como si quisiera borrar la ternura que había comenzado a florecer entre ellos. Pero cada beso, cada caricia, lo hundía más en esa contradicción: el depredador que necesitaba ser temido, y el hombre que, sin querer, empezaba a necesitarla.