A media mañana, Serafín escuchó un maullido suave detrás de la puerta. Se levantó con cautela, el corazón golpeándole el pecho. La Sombra entró con una caja de cartón en las manos. No dijo nada, solo dejó el objeto sobre la cama pequeña y se fue, la puerta cerrándose con un eco sordo.
Serafín se acercó y, con manos temblorosas, abrió la tapa. Un gato joven, de pelaje gris plateado y ojos ámbar, la miraba como si también estuviera prisionero en aquella jaula. Ella lo tomó con cuidado, temiendo que huyera, pero el animal se acurrucó en su regazo con un ronroneo profundo.
Las lágrimas le ardieron en los ojos. Desde niña, nunca había tenido algo propio. Ni en el convento, donde todo pertenecía a la orden, ni ahora, donde hasta su cuerpo pertenecía a él. Y sin embargo, en ese pequeño ser que ronroneaba, encontró algo suyo.
El ruido de la puerta la sobresaltó. Nikolai entró, impecable con su chaqueta oscura, el arma en el cinturón. La vio con el gato en brazos, y su expresión no cambió.
—Veo que no lo has tirado a la calle —dijo, con esa ironía helada que era su sello.
—Mi señor… —susurró ella, acariciando el lomo suave del animal—. Gracias.
Él arqueó una ceja. —No lo agradezcas. No lo traje por ti, sino porque no quiero que te vuelvas loca y me seas inútil.
El peso de esas palabras cayó sobre ella, pero no borró el calor del animal entre sus brazos. Asintió, sumisa, sin discutir.
Nikolai se acercó, encendiendo un cigarrillo. La observó de pie, con el gato acurrucado contra su pecho. Esa imagen, tan simple, tan peligrosa, lo inquietó. Le recordó algo que no quería pensar: que esa mujer podía hacer que la jaula pareciera un hogar.
—Cuídalo, Serafín —ordenó, exhalando el humo—. Si se muere, entiérrate con él.
Ella bajó la cabeza, ocultando la sonrisa temblorosa que intentaba escapar. —Sí, mi señor.
El Pantera giró sobre sus talones y se fue, sin mirar atrás. Pero esa noche, mientras encendía otro cigarro en la terraza, se descubrió preguntándose si ella lo seguiría acariciando cuando él regresara.
Capítulo 34: La máquina de escribir
La tarde cayó pesada, con ese silencio que siempre anunciaba que él no estaría esa noche. Serafín observó desde la rendija de la cortina cómo los autos negros salían del rancho. Contó tres, cuatro… hasta que el último desapareció entre la polvareda del camino. Su corazón palpitaba con fuerza. El rancho, sin Nikolai, siempre parecía más grande y más vacío.
El maullido del gato, enroscado a sus pies, fue el único sonido que la acompañó hasta que escuchó los golpes secos en la puerta. El eco la hizo encogerse.
—Señorita, debe abrir. Son cosas del jefe —dijo una voz áspera, la voz de La Sombra.
Serafín dudó. El miedo se le trepó a la garganta, porque su señor siempre lo había dejado claro: "para otros eres muda". Y ella lo había obedecido con tanto esmero que ya nadie, salvo él y La Sombra, sabía que su voz existía.
Se acercó con pasos temblorosos, y al abrir, el aire frío del pasillo entró con la sombra de aquel hombre alto, marcado de cicatrices. Detrás de él, otros dejaron pasar cajas, una mesa de madera pulida, una silla amplia y cómoda. Dos lámparas que encendieron para probar su luz, cuidando que no se filtrara hacia la ventana. Una máquina de escribir, nueva y brillante, descansó sobre la mesa. Pilas de papel y tinta quedaron apiladas junto a ella.
Serafín no entendía nada. Miraba con los ojos abiertos de par en par, sosteniendo al gato contra su pecho como si fuera su escudo.
La Sombra no explicó más; solo asintió con la cabeza y salió, cerrando la puerta tras de sí.
Fue entonces cuando vio la nota, doblada y colocada sobre la máquina. El pulso le tembló al abrirla.
“Tienes tres días para sangrar tus dedos.”
La letra era dura, tan fría como él.
El corazón de Serafín golpeó fuerte contra sus costillas. La orden parecía un castigo, pero al mismo tiempo, era un permiso. Escribir… volver a poner en papel todo lo que ardía en su pecho. Quizás nunca la leería nadie. O quizás sí. Quizás él.
Se sentó. El gato, aún sin nombre, se acomodó enredado a sus pies. Con las manos temblorosas, colocó la primera hoja en la máquina. Y empezó.
Las palabras fluyeron como un río contenido demasiado tiempo. Escribió de él, de su humor cambiante, de la forma en que su voz la estremecía. Escribió de cómo la miraba cuando ella respondía un “sí, mi señor”. De cómo su piel ardía con las marcas de sus dientes, y cómo la palabra Nikolai se había convertido en la más prohibida y la más ansiada de su boca.
El tic-tac de las teclas llenó la habitación, acompañado del ronroneo suave del gato. Afuera, el rancho era un mundo de hombres armados, de motores y pólvora. Adentro, ella construía otro mundo, uno que existía solo entre esas paredes, entre la voz del Pantera y sus propias letras.
La comida llegó tres veces, siempre a la misma hora. La mujer que la servía, la misma que había visto en la subasta, evitaba mirarla a los ojos. Era joven, de cabello oscuro, con un aire apagado. Parecía asustada, aunque sus manos no temblaban al dejar los platos. Una vez, Serafín la observó bien y creyó ver algo más allá del miedo: rabia, quizás envidia. La muchacha paseó los ojos por la habitación con una intensidad incómoda, como si buscara algo que no podía tocar.
El guardia detrás de ella, impasible, no desvió la vista de su trabajo hasta que salieron.
Serafín se quedó pensativa. El encierro era su mundo. Para otros, habría sido una condena. Para ella, era un destino extraño que agradecía en silencio. Había vivido sin madre, sin nombre, sin más techo que las campanas del convento. Ahora, aunque la jaula era de hierro, tenía un lugar, tenía letras, tenía un gato… y tenía a él, ese hombre que parecía haber salido del infierno para reclamarla como suya.
Apretó las teclas otra vez. El papel se llenaba de su verdad. Y por primera vez, sintió que, aunque fuera en secreto, estaba viva.
Tres noches después
El reloj de la costumbre nunca fallaba. A la media noche, el crujir de la cerradura la despertó. Serafín ya estaba en posición, de rodillas junto a la cama, el gato enroscado en su pequeña cama frente al televisor que nunca se movía de su sitio. Llevaba un vestido largo, azul oscuro, que abrazaba su cintura con discreción y resaltaba la palidez de su piel. El cabello, recogido con prisa, dejaba escapar mechones rebeldes que enmarcaban su rostro de zafiro encendido por la vergüenza.
Nikolai entró cargando dos bolsas con el sello de un restaurante caro. El aroma llenó la habitación. Cerró la puerta sin prisa, sin mirarla de inmediato, como si quisiera impregnar el lugar de su presencia antes de posar los ojos en ella.
Cuando al fin lo hizo, la vio: arrodillada, con esa mezcla de pureza y obediencia que lo desarmaba más que cualquier bala. Su mandíbula se tensó. No lo demostraba, pero el golpe de verla así le atravesó la mente como un recuerdo que no quería tener.
Dejó la comida sobre la mesa nueva, junto a la máquina de escribir, y fue entonces cuando notó el montón de hojas apiladas y los bocetos. Se acercó, tomó el primer fajo de papeles y empezó a leer de pie, con un cigarrillo entre los dedos.
No hizo preguntas. No hubo un “¿qué es esto?”. Simplemente leyó.
Serafín sintió que la sangre le quemaba las mejillas. Estaba desnuda ante él, más que en cualquier noche que la había poseído. Porque allí estaban sus palabras: su voz secreta, su verdad. Nikolai pasó hoja tras hoja, sin inmutarse. A veces, el humo del cigarrillo formaba una cortina frente a su rostro, y ella agradecía no ver la totalidad de su expresión. Pero alcanzó a notar algo: en ciertos párrafos, la comisura de su boca se torcía apenas, como si lo que había leído le arrancara una sonrisa contenida.
Entre los escritos encontró los bocetos: su perfil marcado, la cicatriz en la ceja, la sombra de su cuerpo inclinado sobre ella. Algunos ya los había visto días atrás, pero había más, nuevos, más íntimos.
No dijo nada. Terminó de leer la última página con la misma calma con la que había abierto la primera.
—Prepara la mesa —ordenó al fin, con la frialdad de siempre—. Cenaremos en cuanto salga.
La dejó allí, arrodillada y roja como una llama tímida. Entró al baño, cerrando la puerta con un golpe seco. El agua corrió. Ella se levantó despacio, las piernas temblándole, y acomodó la mesa como él había ordenado.
Al salir, Nikolai vestía ropa ligera, el cabello húmedo. Encendió el televisor y buscó un programa de asesinos en serie, investigaciones policiales, juicios siniestros. Observaba cada detalle con esa atención obsesiva que la fascinaba y la aterraba a la vez. A veces anotaba algo en un pequeño cuaderno; otras, una media sonrisa se dibujaba en su rostro, como si se burlara en silencio de la ineptitud de aquellos hombres que cazaban sombras.
No la miró mucho. Ella, en cambio, no apartó la vista de él. Tomaba nota mental de cada gesto, de cómo apretaba los labios al concentrarse, de cómo se acomodaba en la silla con un aire de dueño absoluto del espacio. Mientras tanto, el gato dormía bajo la mesa, indiferente al peso invisible que llenaba la habitación.
Cenaron en silencio. Él apenas habló, salvo para pedirle que le pasara el vaso o más vino.
Al terminar, se levantó, apagó el televisor y, sin mirarla demasiado, soltó:
—Quiero dormir. Solo dormir. Mañana, si despiertas con ese reloj maldito que tienes en el cuerpo, no te muevas hasta que yo te lo diga.
—Sí, señor —respondió ella, bajando la vista.
Se acostaron. Y Nikolai, como si las últimas tres noches de insomnio hubieran encontrado por fin su remedio, durmió profundo, pesado, con el brazo sobre ella. La respiración del Pantera se volvió tranquila, casi humana, mientras el reloj interno de Serafín lo escuchaba, sabiendo que su paz era su mayor secreto y su condena.