Después de la subasta, la oscuridad volvió. Serafín y las otras mujeres fueron separadas, cada una llevada a un vehículo diferente. De nuevo, la capucha la sumió en la penumbra, pero esta vez el viaje era más silencioso. El asiento de cuero del auto era suave, y el olor a lujo sustituía al miedo colectivo. A su lado, nadie hablaba. Solo el ronroneo del motor y el murmullo de una radio en un idioma extraño la acompañaban. Serafín se aferró a la única certeza que tenía: su nombre, tatuado en la costilla, un mapa secreto de su ser, la última cosa que no podían arrebatarle.
El auto se detuvo. El aire que entró al abrirse la puerta era diferente, perfumado con el olor de flores exóticas y tierra húmeda, un olor a rancho, a campo mexicano. Fue guiada, a través de largos pasillos y suelos de mármol, hasta una habitación. Allí, un par de mujeres la desvistieron sin decir palabra y le entregaron un simple camisón de algodón blanco.
—Te ha escogido para que lo atiendas a él —le dijo una de las mujeres con un tono tan plano como si estuviera hablando del clima. —Estarás a su disposición. Todo el tiempo.
Cuando la puerta se cerró, Serafín se encontró en una habitación que era más grande que todo el orfanato. Pero la riqueza del lugar no le importaba. Lo único que sentía era la opresión de las paredes, la sensación de ser un animal en una jaula, aunque esta estuviera hecha de oro.
La espera no fue larga. Un golpe seco en la puerta y una voz la mandó a salir. La llevaron a una sala contigua, un baño de proporciones monumentales, con una enorme tina de mármol. Dentro de ella, estaba él.
Nikolai Smirnov, el Pantera, se encontraba sumergido en el agua caliente, el vapor subiendo alrededor de su rostro de rasgos duros. Sus ojos claros, fríos como el hielo, la recorrieron de arriba abajo, sin una pizca de emoción. Serafín se quedó inmóvil en el umbral, sin atreverse a moverse, su corazón latiendo con una fuerza ensordecedora. La cicatriz cerca de su ojo y los tatuajes que se asomaban por la piel visible de su cuello parecían tener vida propia en la penumbra.
—Acércate —ordenó con una voz profunda y con un acento que parecía tallado en piedra. —Tu trabajo es atenderme. Me vestirás, me desvestirás, me servirás. Y me ayudarás a bañarme.
Serafín se quedó de pie, sus pies enraizados en el suelo. La humillación era como un puñal clavado en su pecho. Quitarle los zapatos a un hombre era una cosa, pero bañarlo era un acto íntimo, un asalto a su dignidad. Pero la mirada de Nikolai era una orden innegociable.
—Acércate —repitió, esta vez con un tono más cortante.
Serafín caminó hacia la tina. Con manos temblorosas, tomó la esponja y la pasó suavemente sobre los hombros anchos y musculosos de Nikolai. Sus dedos rozaron la piel áspera, cubierta de cicatrices que contaban historias de dolor y poder. Sus ojos se cruzaron por un segundo, y en esa fracción de tiempo, Serafín se dio cuenta de algo. Él no la miraba con deseo, sino con una curiosidad helada, como si ella fuera un enigma que acababa de adquirir.
—No me mires a los ojos —ordenó.
Serafín bajó la vista, pero una pequeña chispa de rebeldía se encendió en su interior. Él podía tener su cuerpo, podía obligarla a hacer lo que quisiera, pero no doblegaría su espíritu. Por primera vez desde que fue secuestrada, sintió que podía luchar, no con fuerza física, sino con la única cosa que le quedaba: su voluntad. Él era el Pantera, el dueño de un imperio, pero ella era Serafín, y se negaba a ser olvidada.
—Quítate la ropa —ordenó de pronto Nikolai, su voz profunda y sin emoción.
Las palabras golpearon a Serafín como una bofetada. Por primera vez desde que fue secuestrada, no pudo contener las lágrimas. Creyó que había llegado el final, que la deshonraría, que el mundo cruel del que le habían hablado las monjas se revelaría en su forma más brutal. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, silenciosas y amargas.
Nikolai la miró de reojo, su expresión inmutable. —Por qué lloras, ¿crees que voy a tocarte? No seas ilusa. Ese vestido huele a prostituta y lo quiero en la basura ahora mismo.
La humillación la golpeó, pero la alivió de una manera extraña. Bajó la mirada, secándose las lágrimas.
—Y después, ¿qué ropa usaré? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Nikolai cerró los ojos, reclinándose en la tina. —Usa cualquier camiseta de allí. Pero hazlo rápido, quiero comer.
Serafín obedeció de inmediato. Era una sirvienta, y ella era buena obedeciendo. Se quitó el camisón con manos temblorosas, lo dejó caer en un rincón y se dirigió hacia la pila de camisetas que había en una silla. Mientras se cubría, el Pantera la observó de reojo. Sus ojos se fijaron en el trazo de tinta que asomaba en su piel.
—¿Así te llamas, Serafín?
Ella se cubrió con la camiseta y respondió, con todo el respeto que pudo reunir. Su nombre. Era lo único que importaba.
—Sí, señor.
Una sonrisa sombría, casi imperceptible, se dibujó en los labios de Nikolai. —Excelente. Eso quiere decir que el día que intentes escapar, cuando te vuelvas inservible, cortaré esa piel con anticipación. Puede que la conserve. Qué hermoso nombre, Serafín. Un ángel en mi propio infierno, quién lo diría. Quizás es una revelación.
El escalofrío de sus palabras la recorrió, un terror helado y posesivo. Pero entonces, retomó la esponja. Con un champú perfumado, frotó con fuerza su espalda, sus brazos, su cuerpo. Mientras lo hacía, sintió una corriente eléctrica recorrerla. Él era peligroso, lo sabía, pero también era un hombre maduro y, extrañamente, hermoso. Su cuerpo era una obra de arte brutal, una historia de poder que se sentía en la tensión de cada músculo. Los ojos cerrados, la voz ronca, la simpleza de la escena contrastaba con la oscuridad de su alma. Serafín sintió por primera vez en su vida la atracción por un hombre, y era por el mismo que le había prometido cortar su piel.
El silencio pesaba tanto como el vapor que llenaba aquel baño de mármol. Serafín, con la esponja entre las manos, intentaba que sus dedos no temblaran al recorrer los hombros de Nikolai. El agua tibia resbalaba por su piel marcada de cicatrices, cicatrices que parecían mapas de batallas pasadas, testigos de un hombre que había vivido en guerra constante.
Nikolai no hablaba. Sus ojos, entrecerrados, se posaban en el techo como si nada de lo que ocurría lo afectara. Pero Serafín podía sentirlo: cada movimiento que hacía, cada roce de sus dedos, él lo percibía con una atención que la desarmaba.
El corazón de ella latía con violencia, y la vergüenza ardía en sus mejillas. La camiseta prestada se pegaba a su piel húmeda, marcando la curva de su cuerpo. Quiso pensar en la Madre Superiora, en sus advertencias, en las risas de los niños de la escuela, en cualquier cosa que la alejara de aquel momento. Pero no podía. Estaba demasiado cerca de él, demasiado consciente de que el Pantera la había reclamado como suya.
—Tus manos tiemblan —dijo él, con voz grave, rompiendo al fin el silencio.
Serafín tragó saliva. —No estoy acostumbrada… a esto.
—¿A servir? —Nikolai giró apenas la cabeza, lo suficiente para verla de reojo. Sus ojos claros brillaban con algo más que curiosidad.
Ella bajó la vista, reprimiendo un suspiro. —A los hombres como usted.
El eco de sus palabras flotó entre ellos. Nikolai soltó una risa breve, seca.
—Hombres como yo… ¿Y qué crees que soy?
Serafín dudó. Sabía que cualquier respuesta podía ser un error. Aun así, sus labios se movieron antes de que la prudencia la detuviera.
—Un depredador.
El silencio volvió a caer, más pesado que antes. Nikolai se enderezó lentamente en la tina, el agua resbalando por sus brazos musculosos. Serafín retrocedió instintivamente, la esponja aún en su mano. Pero él no se movió hacia ella. Solo la miró, como si analizara cada rincón de su alma.
—Tienes razón —admitió por fin, con una calma peligrosa—. Y los depredadores no dejan ir a su presa.
El aire se le escapó de los pulmones. Serafín apretó la esponja con fuerza, como si aquel pedazo de tela mojada pudiera darle valor.
—No soy una presa —susurró, apenas audible.
La comisura de los labios de Nikolai se alzó en una sonrisa helada.
—Eso está por verse.
Entonces, como si la conversación nunca hubiera ocurrido, cerró los ojos de nuevo y apoyó la cabeza contra el borde de mármol.
—Continúa.
Serafín obedeció, lavando su espalda, su cuello, cada línea de su cuerpo. Y aunque el miedo seguía latiendo en su pecho, otra sensación desconocida se mezclaba con él. No era amor, no era deseo. Era algo más oscuro: una atracción peligrosa, el magnetismo de alguien que debía odiar pero que, por alguna razón, no podía apartar de su mente.
Cuando terminó, Nikolai habló sin abrir los ojos:
—No me gusta que lloren. Si vas a llorar, hazlo donde no pueda verte.
Serafín bajó la cabeza. —Sí, señor.
—Y tampoco quiero que me temas tanto que no puedas mirarme. Pero recuerda esto: cuando lo hagas, será porque yo lo permito.
Ella apretó los labios, guardando silencio. Sentía el peso invisible de una cadena que él había colocado alrededor de su voluntad. No la tocaba, no la había forzado, y sin embargo, ya la había marcado.
Nikolai abrió los ojos y los fijó en el tatuaje que se asomaba bajo la tela de la camiseta.
—Serafín… —pronunció su nombre lentamente, como si saboreara cada sílaba—. ¿Quién te dio ese nombre?
Ella dudó un instante. —Una mujer… mi única familia.
—Un nombre angelical —dijo, inclinándose apenas hacia ella—. Pero en mi mundo, los ángeles no sobreviven.
Su voz era baja, casi un susurro, pero cada palabra pesaba como plomo.
—Entonces no soy un ángel —respondió Serafín, con un valor que no sabía que tenía—. Soy alguien que quiere vivir.
Nikolai la observó en silencio. Durante un instante, algo distinto brilló en sus ojos: una chispa de respeto, tal vez de interés genuino. Luego, como si nunca hubiera estado allí, desapareció.