El ratón del Pantera

1999 Words
Serafín estaba a punto de entregar la toalla cuando Nikolai se levantó de la tina sin previo aviso, su cuerpo completamente desnudo. Era la primera vez en su vida que veía a un hombre de esa manera, una visión que hasta ahora solo había habitado en las páginas de las novelas y en las pocas novelas de televisión que había visto. En un acto reflejo, se volteó bruscamente, chocando casi con la pared, su corazón martilleando contra sus costillas. —¿Qué pasa? ¿Nunca has visto a un hombre en pelotas? —preguntó él, su voz teñida de un sarcasmo frío. —No es eso, señor —respondió ella, sin atreverse a mirarlo. Extendió el brazo con la toalla, un gesto que esperaba que le permitiera mantener su distancia, su dignidad. —Es por respeto. —¿Crees que lo haré yo mismo? —dijo, la burla en su voz. —Ven aquí. El tono de regaño era innegable. Con la respiración contenida, Serafín se volvió, pero mantuvo su mirada fija en su rostro, en la mandíbula firme y los ojos gélidos. Ante ella, el hombre no parecía humano, sino un roble, alto, antiguo y noble, pero con la dureza de la piedra. Su cuerpo estaba tatuado y lleno de cicatrices, un mapa de una vida que ella jamás podría entender. —Mírame bien. Si yo lo pido, besarás hasta mis pies. Ahora, coloca la toalla en mi cintura y trae algo. Tengo hambre. Serafín obedeció. Sus manos temblaban mientras rodeaban su cintura con la toalla. La piel de Nikolai era caliente, y por un momento, se sintió mareada por la cercanía. Aferrándose a la tarea para no perder la cordura, hizo lo único que su mente ansiosa le permitía. —¿Dónde debo ir, señor? No conozco la casa. La respuesta de Nikolai fue repentina y brutal. La tomó del cabello con una urgencia escondida, enredando sus dedos en la melena de fuego. La tiró suavemente hacia él, su aliento peligroso rozando la piel de su cuello. Por un momento, su mirada se detuvo en el color de su pelo, como si quisiera comprobar si era real o "un experimento de peluquería", como si le costara creer que era posible tal belleza natural. —¿Quieres que yo mismo te dé un recorrido? —siseó, su voz una advertencia. —¿Quién crees que es el amo aquí? Resuelve, Serafín. Mantén tu nombre pegado a tu costilla. Ahora, piérdete y trae algo. La soltó tan rápido como la había tomado. Serafín no esperó a que lo repitiera. Salió de la habitación y cerró la puerta detrás de ella. Se pegó a la pared, con el cuerpo temblando, las rodillas a punto de ceder. El miedo era una ola de frío, pero debajo, una corriente extraña la estremecía: la excitación de haber sentido el agarre del Pantera, su aliento, su toque peligroso, su fuerza incontrolable. Era un terror que se fundía con una atracción prohibida, y por primera vez, Serafín supo que la jaula de oro no solo sería un lugar de castigo, sino también de una extraña y peligrosa fascinación. Serafín salió de la habitación, pero su imagen se quedó con Nikolai. Se sentó en el borde de la tina, su mente volviendo a la mujer de cabello de fuego. Le intrigaba. Su inocencia parecía extraña, casi falsa, y su aspecto era occidental, pero su acento era tan perfecto, tan natural para el país, que no cuadraba con la historia que se había formado en su cabeza. Justo en ese momento, uno de sus hombres, el traductor de confianza, entró en la habitación para recibir órdenes. Nikolai, sin siquiera mirarlo, lo vio cruzar el umbral y sus ojos volvieron a Serafín, quien ya estaba en la habitación contigua, intentando con torpeza servir la comida. Se percató entonces de un detalle que se le había escapado: la camiseta que llevaba le quedaba grande y, debajo, no había nada. Solo su piel. No era una mujer de la calle. —¿Qué haces aquí? —soltó, dirigiéndose al traductor, su voz un eco de su propia impaciencia. —Me pidió ayuda, señor. Es su primer día. No conocía la casa —respondió el hombre con respeto. Nikolai se levantó, se secó con la toalla y caminó hacia la habitación. Se detuvo en la puerta y observó a Serafín en silencio. —Traigan ropa para ella —dijo, su voz tan fría como siempre. —Y para las demás también. Y quiero una cama pequeña en ese rincón. La quiero siempre aquí, como un ratón. Serafín, que le servía en silencio, sintió un escalofrío al oír la orden. La idea de ser un "ratón" en su habitación, una mascota temblorosa en el rincón, le causó una punzada de pánico. Pero entonces, mientras la noche caía y la mansión se llenaba con las risas y las voces fuertes de los otros hombres, una extraña sensación de alivio la invadió. Desde su posición en el piso de arriba, podía escuchar los ruidos que venían de la cocina, las risas de los guardias, el sonido de las botellas abriéndose y los gritos de algunas de las mujeres que, en sus manos, parecían ser simples juguetes. Vio a dos de ellos toquetear a las cocineras solo para asustarlas, para recordarles quién estaba a cargo. En ese momento, comprendió algo terrible. Bajo la protección del Pantera, en su jaula de oro, lejos de esos extranjeros de lengua desconocida que se reían en la oscuridad, ella estaba relativamente a salvo. El miedo que sentía por Nikolai era abrumador, pero era un miedo conocido, controlado. Morir en las manos de un hombre que se creía un ángel caído era un destino más terrible que ser un ratón en la habitación de un depredador, pero al menos sería un destino en el que su nombre no sería olvidado. Después de que los hombres salieron, el silencio se adueñó de la habitación. Serafín se quedó de pie en un costado, con las manos aferradas a la costura de la camiseta que le servía de vestido. El miedo era un frío que le llegaba a los huesos, y un temblor incontrolable recorría sus piernas. —¿Tienes frío? ¿Has comido? —preguntó de pronto Nikolai, su voz rompiendo el silencio. —No, señor —respondió ella, sin atreverse a mentir sobre lo segundo. Nikolai la miró de reojo, notando el temblor de sus piernas. Sin más, se acomodó la comida en uno de los platos que Serafín había servido y ordenó: —Toma la manta y come. Ella obedeció al instante. Tomó una manta del sillón y se acomodó en el piso, como el ratón que él quería, con la espalda pegada a la pared. Empezó a comer con una voracidad que la sorprendió a sí misma, engullendo la comida sin parar. Llevaba demasiadas horas sin probar bocado, y su hambre era más fuerte que su miedo. Nikolai la observó. El nivel de sumisión de la mujer le resultó extrañamente fascinante. No era una sumisión por debilidad, sino por supervivencia. —¿Quién te está buscando? —soltó él sin mirarla. —Nadie —contestó ella, sin dejar de comer. Él la miró con detalle. Ella no tenía la piel ni el rostro de una mujer de la calle. Su belleza era demasiado pura, demasiado inmaculada. Su mentira era evidente. —Si vuelves a mentir, te corto la lengua —dijo Nikolai, señalándole con el cuchillo de mesa. Serafín se paralizó de miedo, pero no gritó. Soltó el plato y se colocó en el piso, con las manos sobre el regazo, como quien se dirige a un dios. —Lo juro, señor. Soy huérfana. Apenas y tengo nombre. Solo una monja ve por mí. Serafín soltó la verdad, y Nikolai regresó a su comida. Su mente analizó la información. —¿Un convento, acaso? ¿Vistes de monja? Responde y sigue comiendo. Ella volvió a obedecer, tomando el plato del suelo. —No, yo soy maestra, señor. La respuesta lo hizo detenerse. Nikolai se reclinó en su silla, una revelación cruzando su rostro. Un convento. Una maestra. Su sumisión no era de una esclava entrenada, sino de una huérfana que aprendió a obedecer para sobrevivir. Su suerte no era mala; era una maldición. De una jaula de monjas a una jaula de mafiosos. Era una ironía que no podía ignorar. —Entonces no tendré que matarte pronto —concluyó con su lógica fría, volviendo a comer. —No hay familia, no hay policía, ni escándalo. Justo en ese momento, sus hombres entraron. Con un par de martillos y unas tablas, armaron una cama pequeña en el rincón más alejado de la habitación. El "ratón del jefe" tenía su lugar, un rincón oscuro donde Serafín, una maestra de un orfanato, ahora debía vivir bajo la sombra de un depredador. Los días se transformaron en una rutina extraña y silenciosa. La cama de Serafín, en el rincón más oscuro del dormitorio de Nikolai, se convirtió en su mundo. Era su refugio y su celda. Por la noche, el sonido de la respiración profunda y regular del hombre era un recordatorio constante de su cautiverio. Por el día, era su sombra. Su tarea era simple pero absoluta: atenderlo. Lavaba su ropa a mano en un pequeño lavabo en el baño, preparaba su café matutino con la ayuda de las cocineras de abajo, y mantenía la habitación inmaculada. Él jamás le pedía ayuda para bañarse de nuevo; en lugar de eso, la enviaba a hacer algún mandado, como si el incidente de la tina hubiera sido un extraño experimento. Era un lujo que él, el Pantera, se pudiera permitir: tener a alguien a su servicio, pero sin tocarla, solo para reafirmar su poder. Durante todo el día, Serafín se movía en silencio. Observaba a Nikolai desde su rincón, como el ratón que él la había llamado. Lo veía pasar horas al teléfono, hablando en ruso, su voz baja y gélida. Sus órdenes eran concisas, su tono de mando indiscutible. Lo veía recibir a sus hombres, incluido a La Sombra, que hablaba con él en un idioma que ella no entendía, pero cuya tensión se sentía en cada palabra. Nikolai era un animal en su hábitat, un depredador calculador. En un momento de soledad, mientras Nikolai estaba fuera, Serafín se atrevió a sacar su pequeño cuaderno de su bolso de tela. Con un trozo de carbón que encontró, empezó a dibujar. No eran dibujos de su vida pasada, sino de la nueva: un retrato a carboncillo del rostro severo de Nikolai, de sus ojos claros, de su melena oscura. Lo hacía con la memoria y con la rabia, como si al plasmar su imagen en el papel, pudiera domesticar al monstruo que la retenía. Un día, el Pantera regresó a la habitación, y la encontró en el suelo, dibujando. No dijo nada. La observó en silencio, sus ojos recorriendo el cuaderno, el dibujo de su propio rostro en la hoja. Serafín se quedó inmóvil, con el corazón en la garganta. Estaba segura de que él le rompería la mano, le quitaría el cuaderno, pero él solo se sentó en su sillón. —¿No te gusta hablar? —soltó de pronto, su voz sin emoción. —No señor. —¿Esas son las únicas dos palabras que conoces? "No, señor" —dijo, con una pizca de burla. Su mirada se detuvo en el tatuaje que asomaba bajo la camiseta, el recordatorio constante de su amenaza. —La próxima vez, me dirás algo más. Cualquier cosa. Un color, un animal, lo que quieras. Quiero saber cómo es la mente del ángel que vive en mi infierno. Serafín bajó la vista, pero una pequeña chispa se encendió en su interior. Él no solo la quería sumisa. Quería desenterrar su mente. Y en ese pequeño desafío, Serafín vio una oportunidad. Una fisura en su armadura de hierro, una rendija por donde podría empezar a existir de nuevo.
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