La jaula de un solo depredador

1444 Words
Una tarde, Serafín estaba en la oficina de Nikolai, puliendo el escritorio de caoba y arreglando los documentos. Tres meses habían pasado desde que llegó, y su vida se había convertido en un ritual de silencio y obediencia. Sus únicas palabras eran "Sí, señor" o "No, señor". La admirable sumisión de la que el Pantera había hablado se había vuelto su escudo, su manera de sobrevivir. Incluso La Sombra, el guardaespaldas leal, la observaba con un respeto extraño, notando que ella mantenía hasta un bolígrafo en el lugar correcto, anticipándose a las necesidades de su jefe. Nadie sabía lo que pasaba dentro de esas paredes. La reputación de Nikolai era la de un depredador cruel que traía amantes a su habitación de hotel en la ciudad, pero ninguna de esas mujeres pisaba el rancho o, menos aún, su cama. Era un mundo de secretos donde Serafín era el único testigo. Ese día, la puerta de la oficina se abrió. Un hombre de unos cuarenta años, con un traje de lino y una sonrisa de dientes amarillos, entró. Traía un maletín grande con un encargo para el Pantera. Sus ojos, en cuanto vieron a Serafín, se encendieron con una malicia que ella reconocía del día de la subasta. Se acercó a ella, mirándola con una lujuria descarada. —Qué haces aquí, belleza. Una mujer tan linda como tú no debería limpiar para un perro ruso. Ven, te daré un trabajo mejor. Serafín no dijo nada. Su silencio era su única defensa, su manera de ser invisible. Pero el hombre interpretó su silencio como una invitación. La acorraló contra la pared, su cuerpo asqueroso demasiado cerca del de ella. Una mano intentó rozar su mejilla, y el miedo la hizo retroceder, hasta que su espalda se encontró con la fría pared. Cerró los ojos, preparándose para lo inevitable. En ese instante, la puerta se abrió de golpe. Nikolai entró, con La Sombra a su lado. La ira en el rostro del Pantera no era fría y calculadora como otras veces. Era un incendio. Vio la escena, vio la mano del hombre tan cerca del rostro de Serafín y lo tomó como lo que era: un insulto a su propiedad. Nadie tocaba lo que era suyo. Con la velocidad de un felino, Nikolai se abalanzó sobre el hombre. Un puñetazo, fuerte y certero, lo hizo caer al suelo. Después otro, y otro. La brutalidad del ataque era horrible, un espectáculo de ira descontrolada que hizo a Serafín abrir los ojos con horror. No era una pelea; era una masacre. Nikolai no se detenía, golpeando al hombre en el suelo con una furia que solo un depredador podía tener. El golpe que recibió en el estómago durante el secuestro fue una caricia comparado con la crueldad que el ruso estaba mostrando. La sangre salpicó el escritorio que ella acababa de limpiar. Serafín se cubrió la boca con las manos, y un grito silencioso se ahogó en su garganta. Fue en ese momento que entendió la verdadera naturaleza del Pantera. No era solo un hombre poderoso; era un monstruo. Y ella era solo un ratón en su jaula, una presa que él mismo protegía de otros depredadores. El eco de los golpes cesó, dejando un silencio denso y pesado en la oficina. El hombre, ahora un bulto inerte en el suelo, gemía débilmente, su rostro era una máscara de sangre y huesos rotos. Serafín seguía pegada a la pared, con las manos temblando en su boca, un grito silencioso congelado en su garganta. Fue en ese instante que comprendió que la crueldad no era una palabra abstracta para Nikolai, sino una herramienta. La Sombra, con la eficiencia de una máquina, se agachó. Tomó al hombre por los tobillos y lo arrastró fuera de la habitación sin decir una palabra, dejando un rastro oscuro y húmedo en el suelo de mármol. Nadie más en la casa pareció notar el ruido o la sangre. El mundo del Pantera era una máquina bien engrasada de la cual el terror era el combustible. Nikolai la miró. Sus ojos claros, ahora sin la furia, eran tan fríos como siempre. No había arrepentimiento en su rostro. Solo una molestia, como si la sangre en su puño fuera una simple mancha. —¿Por qué no hablaste? —espetó, su voz baja y rasposa. —¿Por qué no gritaste, perra? Eres mía. Eres un perro que debe morder cuando alguien se acerca. Serafín no podía responder. Las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta. La mano que él le había puesto encima era una caricia de muerte, pero él la había defendido de otra. La había salvado. Y ese pensamiento era aún más aterrador que la violencia que había presenciado. Su vida ahora tenía un valor, pero un valor de pertenencia, no de libertad. —Limpia esto —ordenó, señalando el charco de sangre en el suelo. —Limpia mi escritorio. Y cuando termines, no salgas de mi vista. No quiero que nadie se acerque a mi propiedad. Si lo hacen, no me responsabilizaré de lo que te pase. Con esas palabras, se marchó, dejándola sola con la sangre y con el terror. Serafín se agachó, recogió el trapo de la limpieza y, con el corazón en un puño, empezó a fregar el suelo. El hedor a sangre y miedo era abrumador, pero en ese momento, una extraña sensación la invadió: una seguridad retorcida. La brutalidad de Nikolai no era un acto de amor, pero era una promesa de protección. Esa noche, acurrucada en su cama de "ratón", Serafín entendió que la jaula de oro era también un refugio. El Pantera no era un protector, sino el único depredador en un territorio donde nadie más podía cazar. Y ella, el ángel de fuego, era la única presa que, por algún motivo que aún no podía descifrar, le pertenecía solo a él. La noche había caído sobre el rancho, y el silencio era tan denso que hasta el crujido de la madera sonaba como un trueno. Serafín permanecía en su rincón, arropada con la manta que había tomado prestada semanas atrás. Sus manos seguían oliendo a desinfectante, aunque había fregado el suelo una y otra vez, hasta que la piel se le agrietó. El charco de sangre ya no estaba, pero en su mente seguía viéndolo. Los pasos de Nikolai resonaron antes de que la puerta se abriera. Serafín se tensó, como un animal pequeño que detecta la cercanía de un depredador. Él entró sin mirarla, con la chaqueta oscura aún manchada de salpicaduras secas. Se dirigió directamente al escritorio, como si la violencia de horas atrás no hubiese ocurrido. —Levántate —ordenó sin apartar la vista de unos papeles. Serafín obedeció. Sus pies descalzos se sintieron frágiles contra el mármol. Nikolai la miró entonces, sus ojos de acero fijos en los de ella. —Ven. Ella se acercó, con la respiración contenida. De pronto, Nikolai extendió la mano y tomó su muñeca. No fue un agarre violento, pero sí firme, innegociable. La atrajo hacia sí, tan cerca que pudo sentir el calor de su cuerpo, la amenaza de su presencia. —Lo que pasó hoy —dijo en voz baja, con un ruso cargado de dureza— no volverá a repetirse. Nadie tocará lo que es mío. ¿Entiendes? Serafín tragó saliva. —Sí, señor. Él la observó unos segundos más, y una sombra distinta —casi imperceptible— cruzó su mirada. No era deseo. Era posesión, pura y simple. Con el pulgar, acarició el interior de su muñeca, justo sobre la vena que latía con rapidez. El gesto fue tan íntimo que un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. —Tu silencio es útil, pero no eterno. —Su voz sonaba como una sentencia—. Pronto tendrás que hablar más de lo que quieres. Y cuando lo hagas, quiero la verdad. La soltó, pero su piel seguía ardiendo bajo el contacto. Serafín regresó a su rincón, temblando. Había entendido el mensaje. No era libre, pero tampoco invisible. Nikolai había puesto sus ojos sobre ella, y eso significaba que la jaula se estrechaba, cada día más pequeña. Cuando él apagó la lámpara y se recostó en su cama, Serafín permaneció despierta, escuchando su respiración profunda. Cada inhalación del Pantera era un recordatorio: afuera había un mundo lleno de monstruos, pero dentro de esas paredes solo había uno. Uno al que, de manera retorcida, empezaba a temer menos que al resto. Y en el silencio, mientras la luna se filtraba por la ventana, una idea prohibida la desgarró por dentro: ¿Y si mi seguridad solo existe mientras pertenezca a él?
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