El trato del Diablo

1817 Words
Mientras Seráfin traía la charola sus manos temblaban, no solo por el miedo, sino por la culpa de la mentira. El sonido de la voz de la Madre Superiora, llena de amor y reproches, resonaba en su cabeza. Nikolai le quitó el teléfono con una indiferencia helada y se lo entregó a su hombre. —Encárgate de esto —dijo, y el traductor se marchó sin hacer ruido. El Pantera la miró. Ella tenía los ojos bajos, sus hombros encorvados. Él había conseguido lo que quería. La denuncia sería retirada, el escándalo se disolvería, y ella, su propiedad, sería un fantasma más en un país lleno de almas perdidas. Sin decir una palabra más, Nikolai se sentó en su escritorio, encendió un cigarrillo y se puso a trabajar. Sin siquiera voltear a ver la comida. Serafín se retiró a su rincón, se sentó en su pequeña cama y se abrazó a sí misma, intentando detener el torrente de lágrimas silenciosas. Se sentía sucia por la mentira, pero viva. Viva a costa de su inocencia, a costa de la tranquilidad de la única persona que había creído en ella. Y, por primera vez, la ironía de su tatuaje se sintió más pesada que nunca: "Soy Serafín, no me olviden". Ahora, para vivir, tenía que ser olvidada por el mundo. Pasaron horas. Nikolai trabajaba, su rostro una máscara de concentración. La habitación se llenaba del olor a tabaco y café. De pronto, sin levantar la vista de sus papeles, soltó una pregunta que la hizo estremecerse. —¿Qué te enseñaron en el convento, Serafín? ¿A rezar o a mentir? Ella no supo qué responder. Su voz, cuando finalmente salió, era apenas un susurro. —A rezar, señor. —Y aun así, mentiste —dijo, sin dejar de escribir. —Mentiste para salvar tu piel... y la de ellas. La monja te enseñó bien. La amarga verdad de sus palabras la golpeó con una fuerza abrumadora. Se sentía expuesta, desnuda de toda su moralidad. Ya no era la maestra, la huérfana de un convento. Era la esclava de un mafioso, una mentirosa forzada a serlo. —Me dijeron que el mundo era peligroso —dijo, la voz más fuerte de lo que pretendía. —Me dijeron que la gente era cruel. Nikolai se detuvo. Dejó el bolígrafo en el escritorio y la miró. Sus ojos claros, fríos, analizaron su rostro. El silencio era total, y por un momento, Serafín pensó que la castigaría por su insolencia. En lugar de eso, se levantó, caminó hacia una estantería llena de libros y, sin decir una palabra, le lanzó uno. El libro cayó en el suelo junto a su cama. Era un libro antiguo, con un título en ruso, un idioma que ella no entendía. —Aprende a leer esto —ordenó, su voz volviendo a ser una losa de hielo. —El mundo es peligroso. Pero la ignorancia es lo que te matará. Después, se marchó, dejándola sola con el libro en el suelo. El gesto era una crueldad disfrazada de oportunidad. Él le ofrecía una herramienta, un escape mental, pero al mismo tiempo, le recordaba que solo lo haría bajo sus términos, dentro de su jaula, bajo su control. Serafín miró el libro, y luego miró su tatuaje. La batalla no había terminado, solo había cambiado de campo. Ahora, en su jaula, el ángel tendría que aprender a vivir... o a morir. Los meses se habían desvanecido en una rutina de silencio y sumisión. Serafín era la esclava, la sombra que lo esperaba en el auto o en la habitación de hotel, siempre lista. Una noche, sin embargo, el patrón se rompió. Nikolai no llegó en silencio. El sonido de la puerta al abrirse de golpe fue un estruendo en el lujoso hotel de la Ciudad de México. Corrió con las pantuflas en la mano, un reflejo automático de su servidumbre, para recibirlo, pero se detuvo en seco. El Pantera estaba herido. La sangre teñía su camisa de un rojo oscuro, y un corte de cuchillo, evidente y profundo, se abría en su muslo. Por primera vez, él la miró con una urgencia que no tenía nada de fría. —Seráfin —dijo, y la sola pronunciación de su nombre la hizo temblar. —Trae toallas y agua caliente. Ella obedeció sin dudarlo. Cuando regresó, un hombre con acento ruso, que parecía más un animal salvaje que un médico, estaba limpiando la herida de Nikolai mientras hablaban en un idioma que ella no entendía. La sangre y la crudeza de la escena la dejaron pálida. Esa noche, cuando se quedaron solos, Nikolai se quedó con la mirada perdida en el techo. Su voz, ronca y baja, rompió el silencio. —Si una vez llego muerto, corre todo lo que puedas, Serafín. Este mundo es peor que el infierno, y parece que has nacido para estar aquí con el diablo. Tan silenciosa y obediente. Ella se quedó inmóvil, observándolo. Nikolai parecía cerrar los ojos, pero no dormía; de pronto los abría y miraba a su alrededor, como un animal herido que vigila si está solo o si ha sido olvidado por la vida. En sus momentos a solas, Serafín lo dibujó muchas veces en su cuaderno, y él lo sabía. Lo sabía porque, a la mañana siguiente, sabiendo que estaría en reposo, ordenó a sus hombres traer una mesa con una silla para su rincón. Sobre ella, había lápices, cuadernos y papel de dibujo, una especie de pago silencioso por su servicio. Dibujó y escribió durante horas, hasta que el silencio lo enfureció. —¡Maldito silencio! Esto parece una tumba y tú... apenas y te entiendo cómo hablar contigo sin tener que adivinar la mitad —dijo. Serafín se sintió inservible, desechable. Era el fin. Su miedo a ser entregada a los otros hombres la hizo actuar. —Te enseñaré mi idioma y tú me perfeccionarás en el tuyo. No te quiero desechar. Mis hombres estarían gustosos, no entiendo por qué a mí ni siquiera me gustas, pero me gusta cómo me atiendes. Así que se hará a mi modo. Serafín adivinó sus palabras, y el pánico se apoderó de ella. Corrió hacia él y se arrodilló, sin atreverse a tocarlo. —¡No me dé a sus hombres, señor! Le juro que seré más fiel y trabajadora que un esclavo. Lo enseñaré y aprenderé rápido. Él la miró, un brillo peligroso en sus ojos. Tomó un mechón de su cabello de fuego y le preguntó, su voz un susurro de muerte. —¿Qué tanto harás por vivir, Serafín? —Lo que sea, mi señor. Limpiaré los pisos sin cansarme. Él la atrajo hacia su rostro, tan cerca que sus alientos se mezclaron. —¿Me darías un beso? ¿Tu virginidad? Ella abrió los ojos, su terror y su lealtad luchando en su interior. —Sí, señor. No me mate, se lo ruego. Juro que no tengo experiencia, pero no lloraré. No voy a incomodarlo. Nikolai soltó una carcajada, una risa áspera que resonó en la habitación. La sumisión total de ella lo encantó. —No voy a hacer eso. No por miedo. A mí me gusta tocar y que sientan mi fuego, mi deseo, no mi oscuridad. Esa es para mis enemigos. —Sus dedos recorrieron su costilla, justo donde estaba el tatuaje. —Señor, no sé entonces cómo complacerlo —dijo ella, su voz temblorosa. Entonces, él no pudo evitarlo más. La agarró por el cuello y la besó, con una urgencia brutal y un fuego que la hizo temblar. El beso era de un depredador, un beso que le robó el aliento. Cuando se separaron, la miró, su aliento agitado. —¿Cuántos te han besado? No mientas. —Nadie, señor —dijo ella con sinceridad, su voz apenas un hilo. Él se levantó, la jaló por el cuello y la llevó a su lado de la cama. —Dormirás aquí hoy, con tu señor. Métete debajo de las sábanas. Quiero sentir qué tanto miedo me tienes. Ella lo hizo, temblando, pero no del todo de miedo. El beso había sido una chispa que encendió algo en su interior. Ahora, con su piel tan cerca, su miedo se mezclaba con un extraño y peligroso deseo. —Ahora, enséñame palabras básicas y yo te diré las mías. Así el sueño llegará sin esperarlo. Y así fue. Por unas horas, hablaron. La voz suave de Serafín le enseñó a decir "sol", "cielo" y "amor", mientras la voz profunda de él le susurró "paz", "lealtad" y "pertenencia" en ruso. Serafín no entendía por qué su amo tenía tanta necesidad de pulir su lenguaje. ¿Para qué quería un maestro un mafioso que solo la quería como una esclava silenciosa? Era una cosa muy rara, y la pregunta se quedó suspendida en el aire, sin respuesta. La madrugada los envolvió en un silencio extraño. El cuarto del hotel, a pesar de su lujo, parecía una celda adornada con cortinas caras y sábanas suaves. Serafín no se movía bajo las cobijas, temiendo que hasta el roce de su respiración lo molestara. A su lado, Nikolai no dormía. —Di otra palabra —ordenó de pronto, sin abrir los ojos. —Flor —susurró ella, con voz tímida. —Цветок —repitió él, en ruso. Su voz grave hizo que el corazón de Serafín diera un salto. El intercambio continuó, lento, íntimo. Cada palabra era un hilo invisible que los unía. Ella sentía que, con cada susurro, Nikolai le abría una grieta de humanidad que no había visto en él, aunque su cuerpo entero le recordaba que seguía siendo su carcelero. En un momento, Nikolai giró hacia ella. Sus ojos, incluso en la penumbra, brillaban como cuchillas. —No voy a compartirte con nadie —dijo con una calma que helaba la sangre. —Aunque el diablo me lo exija, eres mía. Serafín tragó saliva, sin apartar la vista. —Sí, señor. Él alargó la mano y la colocó sobre el vientre de ella, sin avanzar más. Solo reposó allí, caliente, posesiva. —Tu silencio me enfurece… pero tu obediencia me mantiene vivo —confesó. Ella quiso preguntarle por qué, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. En su lugar, se atrevió a poner la suya sobre la de él. Fue un gesto tembloroso, pero suficiente para arrancarle a Nikolai una sonrisa mínima, fugaz, que parecía imposible en su rostro. —Un día… —murmuró él, cerrando los ojos— sabrás qué significa haber hecho un trato con el diablo. Serafín, con el corazón acelerado, comprendió que no hablaba de negocios, ni de mafias, ni de enemigos. Hablaba de sí mismo. De ella. De los dos. Esa noche, bajo la sombra del Pantera, el ángel de fuego supo que su jaula ya no era solo de oro, sino de fuego. Y no estaba segura de si quería escapar.
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