—¡Estoy en casa! —chillé al entrar, lanzando la mochila al suelo junto a la de mi hermano, que por cierto, hoy no había puesto ni un pie en clase.
—¡A nadie le importa! —respondió una voz desde el sofá. Y hablando del rey de Roma...
—¿Por qué no fuiste a clase? —me tiré a su lado con dramatismo.
—Porque estoy malito —respondió Jack con voz nasal fingida y cara de mártir. Se cubrió hasta la nariz con la manta como si tuviera la peste negra.
—Ya, claro… y yo soy la Reina de Inglaterra —resoplé.
—Bueno, en realidad mamá me pidió que cuidara a Tom —añadió, más serio.
Ah, sí. Tom, el nuevo integrante de la familia. Mi hermanito pequeño, adorable y con una energía que parecía extraída directamente de una batería nuclear.
—¿Y dónde está ahora? —pregunté.
—¿Mamá? Todavía no ha vuelto, se fue con las mujeres de la manada...
—¡No, idiota! Me refiero a Tomás.
Jack me miró. Sus ojos se abrieron como platos.
—¡Mierda! —gritó y salió corriendo por la puerta sin zapatos, sin camiseta, sin dignidad.
Yo lo seguí como si estuviésemos en una maratón mal organizada.
—¡¿A dónde vas?! —le grité, jadeando.
—¡Lo olvidé en el centro comercial!
Corrimos como dos dementes hasta la zona infantil, donde por suerte existía una pequeña guardería para emergencias... como esta.
—Vengo... a... buscar... a Tomás —jadeó Jack, medio muerto.
La cuidadora nos miró con una mezcla de diversión y juicio.
—Ya creímos que lo habían olvidado —dijo con una sonrisa sarcástica.
—¿Qué? ¡Pff, claro que no! —Jack intentó recuperar la dignidad que había dejado por el camino.
Segundos después, apareció Tomás con su carita feliz. Me agaché y lo cargué.
—Hola, Lele —dijo con esa vocecita que me derretía.
—Hola, cariño —besé su mejilla—. Vámonos a casa antes de que te olviden en otro lado.
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Cuando llegamos, mamá ya estaba en casa.
—¿Por qué vas descalzo? —preguntó al ver a Jack.
—¿Y tú calzada? —le respondió él, tan idiota como siempre.
—¿Qué? —lo miró, confundida.
—¿Qué de qué? —alzó una ceja con superioridad teatral.
—Tengo hambre —interrumpí, antes de que se liaran más.
Nos pusimos a comer los cuatro. En cuanto mamá fue al baño, aproveché para deshacerme de las verduras lanzándolas a la basura. Me senté como si nada justo cuando volvió.
—¿Estaban buenas las verduras? —preguntó con una ceja levantada al ver mi plato limpio.
—Mucho, mamá —mentí con sonrisa de ángel. Odio las verduras.
—¡Pero si las tiró a la basura! —me delató Jack.
—¡Él olvidó a Tom en el centro comercial! —lo delaté de vuelta.
Spoiler: ambos terminamos castigados. Lo veíamos venir.
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Ya en mi cuarto, con la cara hundida en la almohada, el móvil vibró. Un mensaje.
Número desconocido:
¿Mañana a las 5? Por el norte, a las afueras de la ciudad. Es la única casa que hay.
PD: Soy Kyleigh.
La guardé en contactos y respondí.
Para Kyleigh:
Genial! Nos vemos mañana. No me eches mucho de menos.
Después de un día largo y ridículo, caí rendida. Dormí como una roca.
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Desperté a las 4 a.m. confundida y con el pelo como un nido de cuervos. Bajé a hacerme un sándwich en la oscuridad, lo devoré y volví a la cama como una zombie medio satisfecha.
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La mañana siguiente fue un festival de pereza. Me arrastré hasta la ducha y luego elegí mi outfit de batalla: vaqueros negros ajustados, camiseta blanca con el logo de Nirvana (cortesía de Jack en mi cumple), Converse blancas, lentillas marrones, móvil en el bolsillo y lista para la aventura.
Conduje hacia la dirección que me dio Kyleigh. La casa estaba aislada, enorme, bonita… y completamente sola. ¿Quién no quiere vivir sin vecinos? Un sueño.
Toqué la puerta y segundos después se abrió.
—¡Lele! —exclamó Kyle con entusiasmo, sonriendo como si no nos hubiéramos visto ayer.
—Hola, chica nueva —le devolví la sonrisa—. Espero que tengas pizza.